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DOMINGO 4, TIEMPO ORDINARIO, CICLO C



Durante el ciclo C, el eje de nuestro alimento litúrgico dominical es la lectura continua del evangelio de San Lucas. Ya de hecho comenzamos a leer este evangelio desde Adviento, con las escenas de la Anunciación, la visita a la prima Isabel, y el nacimiento en Belén. Luego está la escena del bautismo del Señor y ahora, el comienzo de la vida pública de Jesús. 
Los evangelios dan motivo a pensar que Jesús fue parte del grupo que siguió a Juan Bautista. En la narración de su propio bautismo hay una indicación común, que Jesús en ese momento fue revelado como lleno del Espíritu de Dios. El mismo Juan anunciaba que llegaba uno que bautizaría con el Espíritu Santo y fuego (Lucas 3,16-23).
 Entonces, nos dicen los evangelios, Jesús bajó de Nazaret y se puso a vivir a las orillas del lago de Galilea, en Cafarnaúm (Mateo 4,13). Los evangelios también nos cuentan de que, al enterarse de la muerte de Juan Bautista, comenzó él a visitar las sinagogas por toda Galilea (Mateo 4,12-23). Se presentaba en las sinagogas y les decía lo que encontramos en las lecturas de los pasajes del evangelio en estos domingos: el Reino de Dios ha llegado, ya está aquí. 
Esa es la línea, el versículo final de la lectura del evangelio del domingo pasado y el versículo primero de la lectura de hoy, “Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy” (Lucas 4,21). Este es el mensaje de Jesús, que ha llegado el Reino. 
Pero los que le escuchaban se molestaron. Comenzaron a usar un argumento típico de los políticos y de los que no quieren admitir otra razón que la propia. En vez de atender a lo que les decía, buscaron socavar su mensaje con referencias a su persona. “Quién se cree él,” dicen a su manera. Se presenta como predicador de un mensaje especial y mira, es el hijo del carpintero del pueblo, uno cualquiera como nosotros.
Claro, resulta que sí, que Jesús también está diciendo, “Traigo el mensaje y yo soy el mensaje; las Escrituras se cumplen en mi persona; yo soy el Enviado. Soy el Verbo, la Palabra de Dios encarnada”. Para los que lo escuchaban, esa es la blasfemia. Por eso Caifás se rasgará las vestiduras luego, cuando Jesús comparezca ante el Sanedrín.
Y a nosotros nos pasa lo mismo. Nótese que en la tradición se ha prestado mayor atención a la divinidad de Jesús. Cualquier referencia al hecho de que fue –es, en cuanto resucitado– un ser humano con las mismas limitaciones y necesidades biológicas y anímicas que nosotros, alarma. Nadie quiere acordarse de que Jesús fue alguien que suda, come, bebe, tiene que defecar y se rinde de cansancio y así. Hasta se llegó a discutir, como recuerda Umberto Eco en El nombre de la rosa, si Jesús llegó a reírse de los chistes. Reírse de un chiste es una reacción involuntaria argumentó el monje. No era posible que Jesús estuviese sometido a reacciones involuntarias.
Cuando nos resulta imposible compaginar a Jesús-hombre con Jesús-Dios compartimos la reacción de los que estaban en la sinagoga de Nazaret.
Pensamos que Dios habrá de presentarse de esta, o de la otra manera, según nuestra idea de Dios y de la religión. La religión misma puede tapar nuestros ojos para impedir ver a Dios. 
Para ver a Jesús, sacramento y Palabra del Padre, hay que ser “pobre” de espíritu. Esto quiere decir: no ser perverso. 
En los evangelios vemos que no es asunto de pobreza material. Los hubo que pertenecían a las clases privilegiadas y pudientes. Ahí está el publicano Zaqueo, y también Nicodemo, fariseo e igual que José de Arimatea que donó su propio sepulcro. Lo mismo, el centurión que dijo, “No soy digno de que entres a mi casa” (Mateo 8,8). 
En los evangelios vemos todo tipo de personas que vieron que sí, que el Reino llegó con Jesús.
Qué decir, si pareciera que tener un alma con dobleces parece ser lo normal. Qué tal si descubro que yo también tengo un alma perversa. Peor todavía, si me doy cuenta de que hasta ahora no me había dado cuenta. Es como le sucedió a Pedro, cuando comenzó a protestar de que Jesús no debía lavarle los pies. Entonces cayó en cuenta y tuvo vergüenza de sí mismo. Ver también su reacción cuando vio la pesca milagrosa (Lucas 5,8).
Todos podemos ser perversos, pero no todos nos damos cuenta de eso. El que de veras se da cuenta no se sentirá fariseo. Es decir, no se sentirá que por saberlo es superior al que no sabe. Es lo que los discípulos fueron aprendiendo paulatinamente. 
El punto no es que uno sea malo. El punto es que uno esté dispuesto a tener recta intención, cosa que no es natural. Es natural querer pelear por el plato de comida contra los demás que también lo quieren. Otra cosa es tener recta intención.
Es natural no darse cuenta de que uno está en la refriega peleando por el plato de comida. Entonces el Espíritu ilumina nuestra mente y nos abre los ojos. Entonces podemos ver a Jesús el Enviado del Padre.


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