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Domingo 28 del Tiempo Ordinario, Ciclo C

 


En el evangelio de hoy vemos la curación de diez leprosos

La primera lectura está tomada de 2 Reyes 5,14-17. Naamán, general del ejército arameo, padecía de lepra. Una muchachita al servicio de la señora de Naamán le sugirió que fuera a consultar con el profeta Eliseo para ver si se curaba. El profeta le mandó a decir que debía bañarse siete veces en el río Jordán y quedaría limpio. Y así fue; Naamán fue y se bañó siete veces y quedó curado. La primera lectura de hoy presenta su agradecimiento y su reconocimiento de Yahvé como verdadero Dios. Naamán entonces reconoce que no hay en toda la tierra otro dios más poderoso que el Dios de Israel. Entonces decide llevarse tierra para con ella hacerle un altar a Yahvé allá en su patria.

Con el salmo 97 reaccionamos: Dios ha hecho maravillas, los confines de la tierra han contemplado la salvación que viene de Dios. Dios no es sólo el dios de Israel, sino que es Dios para toda la humanidad, para toda la tierra y así es como se ha revelado a todas las naciones, como en el caso de Naamán. 

La segunda lectura continúa la segunda carta de san Pablo a Timoteo (2 Timoteo 2,8-13), que comenzamos el domingo pasado. «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos», dice Pablo. Luego continúa, «Si morimos con él, también viviremos con él…si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo». A pesar de nuestras debilidades y aun de nuestras maldades, Dios nos ofrece la salvación y nos ama. Porque nos comprende, Dios nos ama y por eso podemos decir que Dios también ama a los malvados. Sólo que cada uno se condena o se salva por su propia fidelidad o infidelidad. Aun si le somos infieles, él está dispuesto a perdonarnos si nos volvemos a él con un corazón sincero, algo así como Naamán fue limpiado de su lepra.

El evangelio continúa la lectura del evangelio según san Lucas (17,11-19). Jesús va camino a Jerusalén y diez leprosos le gritan desde lejos, pidiéndole que los cure. Recordemos que los leprosos debían mantenerse separados del resto de la población. «Ten compasión de nosotros,» le gritaban desde la distancia. 

Jesús les dice que vayan a presentarse a los sacerdotes. Esto es lo que prescribía la Ley cuando un leproso se curaba, que el sacerdote lo examinara y certificara o reconociera su limpieza. Pero los leprosos estaban leprosos, ¿cómo iban a ir a los sacerdotes para que vieran que estaban curados? Ahí vemos que debían tener fe que la palabra de Jesús sería efectiva, que los curaría. Hacer lo que él les indicaba implicaba creer que les curaría de alguna manera. 

Jesús no podía tocarlos, porque eso para él era incurrir en impureza según los sacerdotes; cosas así. Para que los sacerdotes los tocaran tenían que estar limpios. Así que debían creer en la palabra de Jesús y confiar que sucedería lo que sucedió, que en el camino quedarían limpios.

Y efectivamente, yendo de camino a ver los sacerdotes, se descubren curados. En ese momento todos siguen su camino, excepto uno de ellos, un samaritano que, al verse curado, vuelve a Jesús para mostrarle su agradecimiento. «Jesús, tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?». Y le dijo: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado».

Aquí vemos que un extranjero es el que reconoce a Jesús y le muestra agradecimiento. Es una manera de mostrar cómo el pueblo judío no lo reconoció, excepto unos pocos. De igual manera que entre los israelitas un resto fiel fue el responsable de mantener viva la historia de la salvación (Sofonías 3,12-13; entre otras referencias bíblicas) así también los cristianos ahora son el nuevo resto incorporado al resto de Israel para dar a conocer al mundo la salvación. El lector puede ver Isaías 4,3, lo mismo que Lucas 13,29.

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Aquí vemos la misma fe que vimos en los evangelios de los domingos anteriores, la fe que mueve montañas, aunque sea tan insignificante como un granito de mostaza. Es la fe del que pone toda su confianza en Dios y no mira el mundo con criterios humanos, que sabe que Dios todo lo puede y por algo decide lo que decide. En cierto modo somos como los leprosos y tenemos que gritar a distancia, porque parece que Dios está lejos. Pero con fe gritamos, imploramos, algo así como Amós en la primera lectura del domingo pasado. Dios parece ausente, pero en realidad está presente. 

Notar: Dios curó a Naamán, un sirio, cuando de seguro había muchos otros leprosos en Israel en ese tiempo. Pero Naamán se confío en Dios y no en sus propios pensamientos y aceptó hacer algo tan banal o trivial como bañarse en el Jordán siete veces, creyéndole a Eliseo que hablaba en nombre de Dios. Los primeros cristianos también vieron en esto una alusión al bautismo.

Y Naamán no se curó por mérito propio, sino simplemente porque escuchó y se confío y hasta podemos decir que se confío con desconfianza, porque no es que se le nota tanto entusiasmo al ir a bañarse. El lector puede leer el pasaje en 2 Reyes 5,1-19. Lo mismo podemos decir de los diez leprosos del evangelio de hoy. No fue por sus méritos que se curaron, sino por su iniciativa de rogar a Dios y a Jesús y de creerle y confiarse de su palabra. Claro, también está el hecho que sólo uno fue agradecido, uno que no era judío, sino samaritano.

Hasta el día de hoy los israelitas o judíos no pueden ver a los samaritanos y viceversa. Pero no importa nuestras definiciones culturales o religiosas, todos somos hijos de Dios. Dios espera que nos volvamos a él y que pongamos nuestra confianza en él, «como un niño en brazos de su madre» (salmo 131,2). Esa es la fe de la que habla Jesús: la del que se confía en él con la mentalidad del que no tiene malicia (Lucas 18,16). 

¿Baste tener fe para que se cure mi cáncer? —dirá alguien—. Ahí podemos volver a recordar que habían muchos leprosos en Israel y Dios curó a Naamán y no se acordó de los otros. Otra vez: Naamán buscó, invocó, se confió. Y lo mismo estos leprosos que gritaron a coro desde lejos. Y si no se da el milagro, Dios sabe lo que hace. Tener fe es también aceptar que Dios sabe de lo que nos conviene. 

Con todo uno se queda pensando… si yo tuviera una fe como para mover montañas. Ahí está: no se trata de una fe de circo y de actos de magia. Quizás el milagro más grande es cuando llegamos a esa fe que nos da paz interior, porque nada nos puede afectar, porque toda nuestra confianza descansa en Dios.

En ese momento veremos en Jesús la Palabra del Padre. Que el Señor nos conceda esa gracia. Al menos así me parece que de eso es que se trata esa fe que es confianza plena en Dios. 

Invito a ver mis apuntes para este domingo, del año 2022 y 2016 (pinchar el año). 


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