El tema del evangelio de ese domingo es la transfiguración de Jesús
El domingo pasado contemplamos a Jesús como ser humano en este mundo, que fue sometido a las tentaciones igual que nosotros. Fue tentado con el hambre (las necesidades biológicas), el orgullo (necesidades psicológicas) y la tentación de cuestionar o retar a Dios (tentaciones de lógica y teología, como preguntarse si Dios se acuerda de nosotros, cómo es que existe el mal). Esto último se implicó cuando el diablo le dijo que se tirara desde lo alto del templo, que en la Escritura está dispuesto que Dios enviará sus ángeles para protegerlo y Jesús le dijo que no se debe tentar a Dios. En todo eso se implica lo que debe ser la actitud de todo cristiano, que es la que Jesús nos presenta, la de confiar en Dios, en medio de la sobriedad (el manejo juicioso de nuestras necesidades biológicas) y la sencillez de un corazón que no es vanidoso ni engreído.
Este domingo contemplamos a Jesús en su divinidad.
Igual que vimos en la Epifanía, Jesús se mostró divino en el bautismo en el Jordán cuando descendió el Espíritu sobre él y se oyó una voz del cielo que lo designó como el hijo amado; igual, en las bodas de Caná, cuando cambió el agua en vino. Jesús también se mostró divino al exorcizar y expulsar demonios y comunicó ese poder a sus discípulos cuando les instruyó que salieran a predicar la Buena Nueva del evangelio por los caminos de Galilea, expulsando demonios en su nombre. Como para confirmar su autoridad entonces se dio la epifanía que vemos este domingo, la de la transfiguración de Jesús.
En los domingos anteriores Jesús predicó la mansedumbre. Un cristiano no se deja dominar por el deseo de venganza, ni se deja dominar por el deseo de violencia contra el prójimo sino que, al contrario, asume una actitud de servicio al prójimo y si el otro le abofetea, le ofrece la otra mejilla. Esta doctrina la vivió Jesús en su pasión y su cruz. Ser cristiano es amar hasta la crucifixión. Que este es el camino a seguir lo creemos por nuestra fe en Jesús. La autoridad que tiene Jesús para inspirar nuestra fe deriva de las epifanías que atestiguan su divinidad según nos llegan por el testimonio de sus discípulos.
El evangelio de hoy comienza diciendo que Jesús se retiró al monte a orar, junto a tres de sus discípulos (Pedro, Santiago y Juan). Parece que esto fue algo que hizo constantemente en vida, retirarse a orar junto a los que le acompañaban.
Estando en oración, su aspecto se transformó a la vista de los discípulos. Su rostro resplandecía y sus vestidos se pusieron de una blancura brillante. Los discípulos lo vieron conversando con dos hombres, «hablando de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén». Recordemos que en las Escrituras los ángeles aparecen en forma de hombres como sucedió con Abrahán, Lot, Jacob, Tobías, así. Los ángeles también pueden ser figuras de Dios mismo.
En esta versión de Lucas o en una versión original sobre la que se basó Lucas al redactar el evangelio, parece que Jesús cayó en éxtasis y se reveló en su gloria a los discípulos mientras dos ángeles vinieron a consolarlo y a prepararlo para lo que será la prueba suprema de su pasión y muerte en cruz. Los dos hombres (ángeles) hablan con él sobre lo que habría de suceder en Jerusalén y se retiran.
De inmediato Pedro, el impetuoso, propone levantar tres tiendas para Jesús, Moisés y Elías. La tradición ya interpretaba en ese momento que los dos ángeles eran Moisés y Elías, representativos de la Ley y los profetas. Que el rostro de Jesús brillaba recordaba el rostro de Moisés cuando bajó del Sinaí con las tablas de la Ley. Elías todavía es para los judíos el profeta que ha de aparecer al fin de los tiempos anunciando al Mesías. Si Elías había estado allí con Jesús, eso era otra manera de confirmar que había llegado el Mesías. Y todo esto se daba sobre un monte, como originalmente se dio la revelación de Dios sobre el Sinaí.
Entonces, igual que en el bautismo en el Jordán, a Jesús le cubre una nube del cielo que evoca la nube que acompañaba al pueblo de Israel en el desierto (Éxodo 40,38). Esa nube representa la presencia de Dios y desde su interior se escuchan las palabras, «Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle.» — igual que sucedió en el bautismo en el Jordán.
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Tradicionalmente vemos en este episodio una revelación encaminada a fortalecer la fe de los tres discípulos principales de Jesús, respecto a lo que sucedería luego en Jerusalén, con la pasión y crucifixión. Igual, tradicionalmente se presenta esta narración en el contexto de cuaresma como para que contemplemos lo que será nuestra vida futura. Como dirá san Pablo luego, «el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida» (1 Corintios 15,45). El hombre terrenal que somos todos nosotros se transfigurará con Jesús en hombre espiritual, hombre nuevo; «Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celeste» (Ibid, 15,49). Jesús nos precede en este camino y en la cruz se sometió a la muerte que todos compartimos para demostrarnos que por nuestra fe resucitaremos con él a la vida eterna.
Decimos que Jesús bajó a los infiernos al momento de su muerte y con eso decimos que murió de verdad y no de apariencias, porque todo el que moría hasta ese momento terminaba en el Hades, en el infierno o mundo inferior. Pero no bien llegó allí, al tercer día Dios —el Espíritu— le insufló vida y lo resucitó y tras de él resucitamos todos los demás con él porque con su muerte destruyó y anuló el poder de la muerte, y así Jesús «transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas» (Filipenses 3,21).
Invito a ver mis apuntes sobre este domingo, del año 2016 (pinchar el año).
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