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Los obispos y la nueva evangelización

Supuestamente sólo los reyes y los príncipes
pueden usar el armiño.

Llegar a ser obispo no es subir de categoría. Ir a ver un obispo no equivale a ir a ver un alto funcionario de gobierno o a un señor millonario. Es como ir a ver al pastor.  
En el Vaticano todavía ciertos nombramientos, como el de ser nuncio, implican ser ordenado al “orden episcopal”. Esto quizás deriva de la época en que el papa enviaba su representante ante algún noble, rey o emperador. Generalmente esto sucedía en medio de alguna disputa en que había que defender los derechos de la Iglesia. 
En los tiempos más antiguos el secretario del papa era un diácono y durante siglos los papas enviaban sus secretarios diáconos para representarles en la corte de Bizancio. Allá en la Iglesia de Oriente estos secretarios eran reconocidos y honrados como “vicarios” del papa. 
Pero con los nobles occidentales esto se hizo imposible, porque los nobles trataban a los diáconos como simples secretarios. Así fue que el papa entonces recurrió a nombrarlos obispos, de modo que pudieran presentarse como “funcionarios de alto rango” en Alemania o Francia. Esto luego se fue ampliando a otros nombramientos en el Vaticano. 
Como los obispos debían recibir estipendios correspondientes a su dignidad, los papas tuvieron que exigirle a los reinos occidentales unos diezmos cada vez mayores. Así se dio el escenario para la simonía y, eventualmente, el abuso de la venta de indulgencias. Y eso es sólo parte del cuento.
Durante siglos ser obispo equivalía a ser un funcionario de la institución o una dignidad social. De forma análoga esto se dio con los monjes, los párrocos y sacerdotes y hasta con las mismas monjas. Para muchos pobres el único modo de “progresar” socialmente era la “carrera” eclesiástica.
Cuando se considera esto uno se da cuenta que no hay que desesperarse por la lentitud con que marchan las cosas en el cristianismo. En el catolicismo romano hubo que esperar al Concilio Vaticano II para que se rescatara plenamente la noción del obispo como pastor. Esto es, se rescató la noción; otra cosa es la práctica. 
En el Concilio esto comenzó con la discusión de si el episcopado es un puesto administrativo o si se trata de un sacramento. Si el obispo está ahí como administrador de los asuntos de la grey (igual que los párrocos y los abades), entonces tiene sentido que su vida sea como la de cualquier ejecutivo de una gran compañía multinacional, sin quitar la gestión pastoral que él pueda hacer. Pero ciertamente las fichas caen de otra manera si se toma el episcopado como un sacramento, integrado al sacramento del orden presbiteral.
Si el episcopado fuese solamente un puesto administrativo, entonces sí tiene sentido que los obispos fueran, en último término, funcionarios del Vaticano, con sometimiento total a la Curia y la Santa Sede. A su vez esto establecería su relación con los sacerdotes y los movimientos laicos de evangelización. En la diócesis habría que tener el permiso del obispo para toda actividad misionera, ya que toda misión se haría por delegación de la autoridad del obispo.  
En cierto modo esa es la situación que ha prevalecido hasta el Concilio y prácticamente hasta el presente. Por eso son más los sacerdotes que estudian derecho canónico, que los que cursan estudios bíblicos. Todavía en algunos seminarios se enseña el sacramento de la confesión en términos de un tribunal, aunque se enfatice el perdón y la misericordia. Si los obispos son administradores es más importante la ley y los reglamentos que el Evangelio. Y un sacerdote no puede confesar si el obispo no le concede autoridad para hacerlo.
Pero las fichas caen de otra manera si el episcopado es un sacramento, por lo que la gestión del obispo se da por el mandato mismo del Evangelio. De la misma manera esto se da con los feligreses, cuyo mandato misionero viene del sacramento del bautismo. Esto implica “la libertad de los hijos de Dios” y la importancia de la experiencia de la fe  en los esfuerzos misioneros. 
Así es como entre los cristianos nadie tiene mayor dignidad que otro. Todos somos hijos del mismo Padre. Somos hermanos en la experiencia de la fe y juntos caminamos como Pueblo de Dios. Nos vemos juntos ante el mismo reto de evangelizar hoy día.

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