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La penitencia


Penitencia

Para mirar esto como los primeros cristianos habría que poner entre paréntesis las especulaciones teológicas que forman parte de nuestra herencia occidental.

Penitencia en griego equivale a “conversión”. De modo que el llamado a la penitencia es un llamado a la conversión.

El llamado a la penitencia no es un llamado al ayuno y la abstinencia.

Uno puede hacer mucho ayuno y abstinencia y sin embargo, no cambiar de manera de pensar y de sentir. Uno puede ir a misa y comunión diaria y sin embargo, seguir con prácticas y costumbres que no son cristianas.

El mejor ejemplo de penitencia es el de Yahvé, que cambia de parecer, se convierte, en varias ocasiones. Baste recordar a las ciudades de Sodoma y Nínive. En la primera Abrahán regateó con Dios como un árabe en el mercado y Dios, que había decretado la muerte de todos los habitantes, admitió que esto no tenía que suceder. En la segunda Dios, efectivamente, revocó su decreto al ver que los ciudadanos reconocieron el desorden de sus vidas, lo que disgustó a Jonás.
Yahvé también ofreció varios pactos: el de Adán, el de Noé, el de Moisés, el de Jesús.

Como resultado de la crisis causada por la destrucción de los reinos de Israel y de Judá, y con la restauración del reino de Judá, los profetas desarrollaron el tema de la conversión de los corazones.

Dios ofrece la salvación, que consiste en la preservación de Judá frente a los enemigos. A cambio, los judíos se mantendrían fieles en el cumplimiento de la Ley y en abstenerse de la adoración a otros dioses (extranjeros).

Nótese: Dios ofrece la salvación y pide fidelidad. No pide ayunos y azotes y auto castigo.

Dios es el que castiga. Al ser humano le corresponde la fidelidad.

El castigo Dios lo ofrece como consecuencia del pecado, es decir, de la infidelidad. Es un castigo colectivo, es caer sometidos a los extranjeros.

En ese contexto los profetas desarrollaron la conversión de corazón.

Cuando apareció el Bautista en el Jordán y luego Jesús, la penitencia, la conversión que propusieron, fue la de los corazones. Es la que luego entendieron los primeros cristianos.

Con el Bautista y con Jesús Dios no pedía que nos inmoláramos. No dicen que hay que ayunar y darse azotes uno mismo. No predicaban la cruz como un objetivo de la vida cristiana. El objetivo de la vida cristiana, de la conversión, era la atención al prójimo y a la Ley, con sentido común. Es lo que vemos en los evangelios. Era, es, un llamado a la comprensión y el amor al prójimo. Se trata de un llamado universal al amor que no necesariamente implica la cruz (aunque puede tener esa consecuencia) y que ciertamente no implica el auto flagelo.

Por tanto, la cruz gloriosa no fue necesaria, sino accidental. Uno puede “meterse a redentor” y no necesariamente terminar crucificado. La cruz es un signo que se refiere a la disposición del cristiano, que a imitación de Jesús, estará dispuesto a dar su vida si resultara que su vida representase una amenaza para el orden político establecido.

Desde la cruz Jesús reveló el amor del Padre. Jesús mismo es la Revelación.

Yahvé Dios, desde los profetas, exigió la conversión del corazón que él mismo realizaría: Isaías, etc. Pondría la ley en sus corazones mientras ellos rasgarían su corazón y no sus vestiduras. Practicarían la circuncisión del corazón y no de sus prepucios.

Dios no pidió castigo, ni satisfacción por los pecados. Ya desde los profetas Dios no pide justicia, sino conversión.

La cruz gloriosa que predicamos los cristianos es la del triunfo del amor de Dios que inspiró a Jesús a tal punto que vive más allá de la muerte.

Para mirar esto como los primeros cristianos habría que poner entre paréntesis las especulaciones teológicas que forman parte de nuestra herencia occidental.




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