En ocasión de la solemnidad de la Ascensión
Esto es lo que digo y aseguro en el Señor: que no andéis ya, como es el caso de los gentiles, que andan en la vaciedad de sus criterios, con el pensamiento a oscuras y ajenos a la vida de Dios; esto se debe a la inconsciencia que domina entre ellos por la obstinación de su corazón: perdida toda sensibilidad, se han entregado al vicio, dándose insaciablemente a toda clase de inmoralidad.
San Pablo, Efesios 4,22
Hay algunos católicos que no son tan cristianos en su disposición fundamental hacia la vida. Están también los que se llaman cristianos (evangélicos, por ejemplo) que tampoco tienen un temple de vida cristiano.
Hay un tipo de catolicismo como el de los duques de Guisa y los militares de Franco. La casa de Guisa se distinguió en la Francia del siglo 16 por su catolicismo. Ser un Guisa y ser católico iba de suyo, algo así como ser español, que se daba por sentado su condición de bautizado en la santa iglesia.
Es que en aquella época ser católico era ser cristiano, se pensaba que era lo mismo. Hoy sabemos que no es lo mismo. No es exactamente lo mismo estar en el mundo como un católico, que estarlo como un cristiano.
Los duques de Guisa y sus seguidores se distinguieron por la ferocidad con que persiguieron protestantes y tuvieron una participación activa en las masacres de hugonotes (calvinistas franceses). No eran maricas, para nada, disfrutaban de las mujeres y el vino, sin importarles que estuviesen casadas o no. En Semana Santa se les veía devotamente en la iglesia, aunque se puede dudar si de veras rezaban. Se quitaban el sombrero y le besaban las manos a los curas (manos dignas de sostener la hostia). Pero no tenían empacho en espetarles la espada, si fuese necesario.
De los militares de Franco se puede decir algo parecido. El vocabulario soez de Queipo del Llano desde la radio de Sevilla es un testimonio de lo grosero de su disposición de ánimo. Por ver a las claras que estaba rodeado de personas de mala calaña, Unamuno por poco pierde la vida.
En los partidos políticos y en las iglesias, como en el Movimiento Nacional, puede haber todo tipo de personas.
Es que ciertas personas como los Guisa y los militares católicos no ven más allá de sus pasiones y piensan que todos son como ellos (el ladrón juzga por su condición). Por eso en el fondo no respetan a los curas, en realidad. Lo único que respetan es su adhesión ciega a “la causa”. Así es como ellos entienden este asunto de “vivir en el mundo sin pertenecer al mundo”. Pero piensan con los criterios del mundo y desconocen los criterios cristianos. Eso es lo que pasa.
Vivir en este mundo nos obliga a conducirnos según la regla de la sociedad en que estamos. En el monasterio hay una regla de vida; en la banca, otra es la regla, por ejemplo.
Esa dicotomía evangelio—mundo quizás tenía sentido en época de los Guisa, aun en época de la Guerra Civil en España. Por eso hay que tener cuidado con seguir como si estuviésemos en una cápsula del tiempo, como si estuviésemos en el mismo mundo agrícola y feudal de otros tiempos. Lo que antes podía tener sentido, ya no lo tiene.
Antes, para vivir no se necesitaba pensar tanto. Uno no necesitaba leer y escribir, por ejemplo. Lo de pensar, eso se le podía dejar a otros. “¡Que inventen ellos!”, se supone que dijo Unamuno refiriéndose a otros países, mientras que en España la ciencia y la tecnología andaban retrasadas.
Por eso fue que no hubo problema si en España no habían imprentas, que hasta los libros de devociones se comisionaban en el exterior, igual que los misales. Aparte de eso, montar una imprenta fue una empresa poco prometedora. En cualquier momento las autoridades quemaban el establecimiento, sin más.
De esa manera fue que un catecismo catalán del siglo 16 ponía, “¿Es pecado matar? — Sí. ¿Es pecado matar franceses? — No”. Entre tanto por los Pirineos entraban los libros de contrabando, porque en las aduanas españolas los confiscaban como si fuera droga hoy día.
Y luego, basta con recordar el pasaje del evangelio, de ser astutos como las serpientes e inocentes como las palomas (Mateo 10, 16).
Este problema no es privativo de los católicos. También afecta a los evangélicos. A nombre de Dios y el “opus Dei” —la labor en la viña del Señor— se da el escándalo de reverendos que esquilman a los feligreses sin cargo alguno de conciencia. La iglesia es más importante que la familia, aunque de boca no lo digan.
Un recuerdo de esto ha sido el fascismo de izquierda y derecha, de nazis y comunistas. Católicos tradicionalistas, nazis y comunistas tienen esto en común: baste pensar en consignas. A nombre de esas abreviaturas del pensar que no dejan pensar, se cometen los más terribles crímenes: campos de concentración, confesiones estalinistas en que se sabe que la persona dice lo contrario a lo que piensa obligado por la tortura, aparato de represión y espionaje del estado. A nombre de Cristo Rey y del Ché se justifica más de una canallada.
Pero ahí no queda el asunto. Ese pensar en consignas lleva a otros métodos más sutiles de entronización de las dictaduras. Se usa la manipulación psicológica como método de control, como en el chantaje emocional que pueden ejercer los maridos sobre las mujeres. Así es como las sectas religiosas pueden seducir a los incautos en circunstancias de fragilidad para luego ejercer un control mental total sobre ellos.
La sopa de los pobres, pintura del siglo 19. |
Es como decir que un alfanje es una espada. Lo mismo, pretender que el uso de una casulla de guitarra hecha de nylon equivale a modernizar. Igual, usar una copa de madera en una misa tridentina de cara al altar, aun con canciones en ritmo afroantillano. Cantar canciones de hace cuarenta años atrás con letra cristiana, eso tampoco es modernizar. En todo caso se termina en una nostalgia irrelevante. Pasa lo mismo al componer letra cristiana con ritmos populares de hoy, como el rap. Eso de por sí no es poner la Iglesia al día. Recuerdo cuando el obispo de Ponce prohibió el uso de tambores y maracas en las misas. Tenía razón, era juntar dos elementos incompatibles.
Al contrario, es posible un cristianismo más auténtico, un catolicismo más cristiano y “en el mundo” hoy por hoy. Por supuesto, ese cristianismo tendrá un aspecto más protestante, más calvinista, que “católico” medieval. No se podía dejar la misa dentro del formato de otra época. Todavía hoy por hoy muchos confunden “eucaristía” con el Santísimo. Interpretan lo de Vaticano II, “La eucaristía es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y es al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza” como, “La adoración del Santísimo es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia…”.
Lutero fue un pionero, un abridor de camino en el nuevo mundo que nos trajo a nuestra era. Hasta se podría decir que él salvó al cristianismo que estaba moribundo en manos de los papas. Por eso la renovación del catolicismo debía por la fuerza asumir elementos luteranos.
El cristiano tiene que vivir la fe de manera personal, tener su encuentro personal con Dios en la lectura de la Biblia. El individuo no es un peón sometido feudalmente a los señores (el párroco, el obispo, el comité, la línea del partido) sino que es un bautizado que pertenece a la comunidad cristiana y tiene sus propios derechos.
Por eso se puede ver una relación entre el desarrollo de la democracia parlamentaria de la mano con el luteranismo y el calvinismo. Todavía el catolicismo romano está en una transición difícil para sacudirse del pensamiento monárquico y aristocrático.
El pensar es una tarea que termina, pero no acaba (decía Ortega y Gasset, cito de memoria). Tiene términos, fronteras, pero la frontera sólo señala que hay mundo más allá de los linderos. Por eso el pensar sigue continuamente activo y como en la evolución de las especies, cada cierto tiempo hay un salto cualitativo, como decía Lenin de la sociedad en su panfleto, Qué hacer.
Tenemos la tendencia de asumir que lo pensado ya llegó a su término, que ya no hay que seguir pensando. Pero en nuestro tiempo, nos damos cuenta otra vez del dinamismo de la realidad y del pensar, como sucedió en tiempos de Grecia. Con Lutero y Calvino y el Concilio Vaticano II no hemos llegado tampoco a un final definitivo.
Es que no sólo el pensar, también el tiempo termina y no acaba. Por eso la Ascensión representa el quedarnos nosotros con la responsabilidad de nuestra fe con sus expresiones “siempre viejas, siempre nuevas”.
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