Hay quien piensa que en la Iglesia no pueden haber cambios porque la Iglesia es perfecta. Es como decir que la verdad no es histórica, ni cambia. Y si la Iglesia está en posesión de la verdad...
Tal concepción no es acertada, aunque sea un acierto parcial. Ese es el problema, que los aciertos parciales nos confunden y nos hacen tomarlos como aciertos totales. Veamos las razones para decir que sólo es un acierto parcial.
En primer lugar, la verdad en posesión de la Iglesia no es una verdad filosófica o una verdad lógica. No es el tipo de verdad eterna, como la verdad de que dos más dos son cuatro, o de que lo que es blanco no puede ser negro.
Aun si eso fuera cierto, habría que tener en cuenta de que el blanco como tal no existe, excepto en nuestra mente. Lo que se da en la realidad son los tonos de negro y los tonos de blanco. Cada tono de blanco es y no es blanco. Porque blanco, lo que se dice ser blanco, es sólo el concepto en nuestra mente. Lo mismo podemos decir de las verdades que predica la Iglesia, que son verdades absolutas en abstracto, pero que en lo concreto se dan en realidad como tonalidades de esas verdades absolutas. Luego, para entender esas tonalidades hay que razonar, no como los científicos y los matemáticos, sino como los artistas y los humanistas. Eso es lo que a algunos irrita, que haya que razonar dentro de esos márgenes de ambigüedad en que las cosas no se dan de manera ideal, sino de manera gris, es decir, real.
Pero aparte de las verdades de las definiciones y de la lógica y de la realidad, está el hecho de que la verdad en posesión de la Iglesia es la “Verdad” con mayúscula, es una persona, es Cristo. Y la verdad al centro de nuestra vida cristiana que es Cristo mismo, no es un algo, ni es una definición, sino que es una vivencia. Con mayor razón no se trata de una verdad ideal, estática. Es una verdad que siempre se presenta dentro de la historia, dentro de la experiencia de los seres humanos. Si los seres humanos cambian y la historia cambia, es de esperarse que la experiencia de Cristo varíe, como varía el matrimonio en las diversas culturas. La esencia del matrimonio siempre es la misma, su concepto de entrega mutua y de fidelidad y compromiso. Pero la manera con que se da el matrimonio en las diversas culturas, eso cambia, varía.
En ese contexto podemos decir que la Iglesia es santa y siempre es la misma, como cada uno de nosotros es santo y siempre somos los mismos. Pero a la misma vez y simultáneamente la Iglesia también cambia y es pecadora, como cada uno de nosotros también es pecador y cambia a través del tiempo. Ese es el misterio.
Por eso es que cada uno de nosotros, a pesar de ser santos por el bautismo y a pesar de ser templos del Espíritu Santo, también estamos, cada uno, constantemente llamados a la conversión. De la misma manera la Iglesia está constantemente llamada a la conversión, y de ahí el aforismo que ya circulaba antes del Concilio Vaticano II, “Ecclessia semper reformanda”, “La Iglesia siempre necesita ser reformada”.
Por eso se necesitó la reforma que proclamó el Concilio y por eso ahora se necesita “la reforma de la reforma” que ha pedido SS Benedicto XVI. Pero esa “reforma de la reforma” no puede significar volver al pasado preconciliar, porque eso sería ir a contracorriente con los movimientos del Espíritu Santo. El Espíritu habló por boca de los documentos del Concilio, que fueron aprobados por virtual unanimidad de unos dos mil padres conciliares. Por eso “la reforma de la reforma” implica evaluar lo que ha sucedido en los últimos cincuenta años del Concilio y revisarlo a la luz de los mismos documentos del Concilio. Pero los documentos del Concilio no pueden tomarse en sentido legalista o estático. Para entenderlos a cabalidad hay que tomar en consideración el trasfondo de ideas y presupuestos sobre el que surgieron los textos conciliares. Esto es lo que busca facilitar la publicación Vaticano II: Conceptos y supuestos.
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