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Cuando los monjes viven mejor que los pobres


Hoy, al leer la hagiografía de Santo Domingo de Guzmán en El Testigo Fiel, se me ocurrió el siguiente diálogo en el tribunal de la inquisición en Venecia, en algún momento del siglo quince.

–Verá usted. Cuando me siento más miserable y con más hambre y, mire usted, con más frío.... pienso en los ricos y en lo bueno que lo pasan.
Pero entonces pienso cómo sería si yo fuera rico... 
Entonces pienso en el cielo. Sí, en el cielo voy a vivir como rico.
Pienso: la felicidad de los ricos es no tener que darle cuentas a nadie y comer lo que se les antoje. Es vestir con vestidos caros y elegantes y verse bellos. Todos los ricos se ven bellos de la manera que visten. Y tienen alguien que los bañe y les lave la cabeza y les ponga ungüento en la cabeza y por eso sus mujeres siempre se ven bellas.
Los pobres siempre nos veremos andrajosos, apestosos, y con los pelos despeinados y “endurecidos”, apelmazados por la lluvia y el sol. 
Los pobres somos felices a nuestro modo. No tenemos que rendirle cuentas a nadie, tampoco y qué le importa a la gente la ropa que nos ponemos y el mendrugo apestoso que nos comemos. Los ricos toman vino y nosotros vamos al río a buscar agua. Ellos cagan en los gabinetes y pasan la vergüenza que los demás se enteran, y también tienen olerse su propia mierda, mientras que nosotros nos vamos al bosque y alabamos a Dios mientras cagamos.
– ¡Blasfemia! –dijo el Inquisidor. Temblaba y tenía los ojos desorbitados.
– Qué le puedo decir. Pero no he terminado el cuento. Déjeme seguir. 
El Inquisidor bajó los ojos y se escondió la cabeza dentro de su capucha. 
– Entonces un día pensé que nadie es feliz. La verdad es que no es verdad que no le rendimos cuentas a nadie. Todos tenemos a alguien que nos pide cuentas. Empezando por la mujer, que se pasa quejándose, sea la mujer de un rico, o de un pobre. 
Puede que el rico tenga leña para calentarse, pero siempre sentirá algo de frío. Puede que tenga ropa de verano, pero siempre tendrá calor. Comerá bueno, pero también le dará mal de estómago. Y también tendrá debilidad del cuerpo y nunca estará verdaderamente conforme. Mientras estemos aquí en este mundo, nunca estaremos conformes. Por eso, ni los ricos, ni los pobres, podemos ser felices. 
Mientras tengamos necesidades, nunca seremos felices, eso fue lo que me dijo el doctor Fausto, cuando lo conocí en el mercado de los lunes, cuando le pedí una limosna y me compró un kiletto de salchicha y pan. 
Por más que tratemos de remediar esas necesidades, nunca lo lograremos del todo. No podemos escapar de esta condición. Siempre estamos necesitados. 
Una vez un amigo me dijo que si a un rico se le rompe la rueda del carruaje en un camino apartado, para los efectos es tan pobre como el más pobre. Porque su dinero no le resolverá el problema de la rueda.
Una vez el conde de Toulouse le dijo a sus amigos –eso me cuentan– que era un escándalo ver cómo los monjes de Citeaux, los cistercienses, llevaban una vida regalada, comparada con los pobres de la región. Vestían, comían, tenían techo y abrigo en invierno, viajaban a caballo, y no tenían tantas responsabilidades; mientras que los campesinos las pasaban canutas, tenían que ir a pie y al volver a casa nunca estaban seguros si tendrían un plato de comida o un techo sobre sus cabezas. Por eso el conde de Toulouse se unió los albigenses, que sí llevaban una vida cristiana de negación y sacrificio en nombre de la fe.  
–¿Y qué sabes tú, miserable, de lo que es llevar una vida en nombre de la fe? –gritó el Inquisidor mientras se levantaba de su asiento.
–Creo que en el cielo sí seremos felices, porque no tendremos necesidades, porque vamos a ser como una burbuja flotando...
–¿Una burbuja flotando? ¡Habrase visto! –y volvió a sentarse mientras hundía la cabeza en sus manos en un gesto de desespero.

“Este va derechito a la hoguera,” pensó el secretario de actas. “Y su alma flotará como una burbuja cuando lo quemen”.


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