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Domingo de la Ascensión




Jesús vive. Está vivo, ahora, con su cuerpo, como lo vieron sus discípulos que comieron con él. Comieron con él: él también comió. Tomás le puso el dedo en la llaga. Que era Jesús resucitado, ahí está el testimonio de María Magdalena y sus compañeras, de Pedro y los demás. 
El Jesús resucitado no es un símbolo, ni una idea o fantasía. Jesús vive, como cuerpo resucitado, Dios encarnado y resucitado en la carne.
Tradicionalmente se dice que en las iglesias orientales les resulta difícil visualizar el aspecto humano de Jesús. Nikos Kazantzakis se dirigió a ese público de Oriente con su novela de 1955, «La última tentación de Cristo». En 1988 Martin Scorsese la convirtió en producción cinematográfica y provocó mucho que decir. Como sucede a menudo hubo mucha gente opinando sin haber visto el film, ni haber leído la novela.
En Europa y en Occidente no hemos tenido tanto problema con la humanidad de Cristo, pero nos cuesta trabajo aceptarla, sobre todo cuando llegamos a los pensamientos poco comunes. Por ejemplo, si le encantaban los guisos de la Virgen; si tuvo una mascota y ahora la echa de menos, si escupía en el piso y se reía a carcajadas.
Nuestra dificultad con visualizar el Cristo humano antes, es la misma que podemos tener con visualizar el Cristo humano después, el resucitado. 
Unamuno decía que su perro tenía que acompañarle al cielo – una anécdota probablemente apócrifa, falsa. Pero esa es la idea. Es el mismo sentimiento que lleva a las tumbas de mascotas. 
Pero los discípulos de Jesús no pensaban de esa manera, en cuanto no se imaginaban a Jesús paseando con su mascota en «el cielo», o el «más allá». Es que simplemente no pensaban que hubiese un «más allá», una dimensión alterna, un mundo aparte y separado al nuestro donde habitan los espíritus de los que se fueron a la eternidad. 
¿Dónde está Jesús? ¿Dónde están los que nos precedieron en la fe? ¿Dónde están nuestras queridas mascotas?
¿Estarán en el cielo? Claro que no, si hablamos de eso que se ve «allá arriba». En la narración de la ascensión unos ángeles aparecieron y le preguntaron a los discípulos, «Galileos, ¿qué hacen mirando al cielo?» (Hechos 1,11). 
Es que en aquel entonces Jesús, para ellos, no había salido de este mundo. Simplemente había subido a las nubes. En época de Jesús y los discípulos la gente creía que había un lugar físico allá arriba, como el de acá abajo. 
Eso de que «el cielo» fuera algo espiritual no se les ocurría. Eso de un mundo espiritual separado y aparte de este mundo se lo dejaban a los filósofos como Platón y sus seguidores. El común de las personas vivían en este mundo, el único del que sabían. Si había espíritus, tenían que estar en ese mundo con nosotros. Por eso los dioses acompañan a los humanos y hasta participan y disfrutan de lo que los humanos hacen, como en las epopeyas griegas. 
El mundo en que ellos se sentían estar era un mundo de tres pisos: (1) el cielo – «Padre nuestro, que estás en el cielo…»; (2) la tierra donde estamos – «hágase tu voluntad…aquí en la tierra»; (3) el infierno, el mundo inferior – «murió y bajó a los infiernos (al mundo inferior con sus regiones). 
Según las creencias de aquel entonces nadie iba al cielo. En el cielo –allá, en el piso de arriba– estaban los que ya estaban allí desde siempre, como los dioses y las estrellas. Nosotros al morir íbamos al mundo inferior, al Hades. 
Por eso, cuando los primeros cristianos decían que Jesús murió en la cruz y bajó a los infiernos, no querían decir que bajó a un lugar de castigo. Eso del infierno como lugar de castigo vino siglos después, con la influencia de los pueblos germánicos. El infierno de Dante ilustra esa imaginación germánica medieval con sus torturas de los condenados. 
En época de los primeros cristianos se quiso enfatizar que Jesús murió de verdad y no de manera simulada. Esto quiere decir que al morir, igual que todos nosotros, tuvo que encontrarse descendido a las profundidades del mundo inferior. En cuanto ser humano quizás habría dicho, ¿Y ahora? 
Tuvo que permanecer allí unas cuarenta y ocho horas, hasta que al tercer día, «…Dios, rotas las ataduras de la muerte, le resucitó, por cuanto no era posible que fuera dominado por ella» (Hechos 2,24). 
Recordemos que los discípulos se desaparecieron, ya desde el momento en que arrestaron a Jesús en el Huerto. Sólo Pedro y Juan se quedaron y…las santas mujeres. Los demás de seguro se fueron tan rápido como pudieron, de vuelta a Galilea. 
Entonces Jesús empezó a aparecérseles en múltiples ocasiones, como en el caso de los discípulos de Emaús. Probablemente eran de los que habían salido huyendo y decepcionados. ¡Qué sorpresa, ver que el Maestro les acompañó, con ellos! Y entonces se sentó a comer con ellos y «le reconocieron en la manera de partir el pan» (Lucas 24,30; ver también la nota explicativa de la Biblia de Jerusalén a Lucas 24,16).
De lo que tenemos en los evangelios en las narraciones de las apariciones pascuales, parece que fueron muchas y casi todas sorpresivas. Los discípulos de primera intención no lo reconocen, pero pronto se dan cuenta por algún gesto peculiar. A orillas del lago de Galilea, por ejemplo, los espera con un desayuno de pescado a la brasa. (Juan 21,9)
Ninguna de esas narraciones habla en términos de haber visto un fantasma, una alucinación cegadora, cosas así. 
Esto lleva a pensar que Jesús, siendo él, «el Primogénito de entre los muertos» (Colosenses 1,18) abrió el camino para que el rebaño también llegara a la resurrección y fuésemos todos «elevados al cielo». De la misma manera que él ascendió, así también la Virgen María fue la primera asunta al cielo y por ahí…iríamos todos. De la misma manera que Dios lo resucitó y lo hizo subir al cielo, así también nosotros. 
Recuerde el lector que la resurrección de los muertos está presente en las Escrituras, de lo que los discípulos estaban al tanto. Véase el ejemplo de Eliseo, que logró con sus oraciones la resurrección del hijo de la mujer de Sumen (2 Reyes 4,32). La Biblia de Jerusalén, por cierto, remite también a un episodio en que Pablo imita lo que hizo Eliseo en Hechos 20,10. Aparte de eso está también el testimonio de lo que era la mentalidad de la época de Jesús en diversas fuentes. Está lo que encontramos en los libros de los Macabeos, que algunos cristianos no reconocen como parte de la Escritura, pero que aquí podemos tomar en el sentido de visualizar la creencia en la resurrección que circulaba entre los galileos y otros habitantes de Tierra Santa.
Cuando Jesús anuncia que el Reino ya ha llegado, la resurrección de los muertos es parte de eso. Así, le dice a los discípulos, cuando los envía a predicar por toda Galilea: «Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios.» (Mateo 10,8).  Cuando los discípulos del Bautista van a preguntarle si él es el Mesías, les dice, «los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mateo 11,5).
Esta es la fe que hemos recibido. El Reino de Dios ya está aquí. 
No hay dos mundos separados y aparte. Sólo hay uno, en el que estamos. Ese es el contexto de la predicación original de Jesús. Cuando habló del Reino de los cielos no dijo «vamos a cambiar todo»; tampoco, «seremos espíritus». Jesús no habló de meternos a guerrilleros; tampoco habló de lo bueno que es vivir fuera del cuerpo. 
No; dijo que el tiempo se ha cumplido, el Reino está aquí. La salvación no es cosa del futuro. La salvación ya llegó.
  • La Escritura se ha cumplido, todo lo que anunciaron los profetas (Marcos 1,15;  Lucas 4,21).
  • Los cojos andan, los ciegos ven, los muertos resucitan (Lucas 11,2-6).
  • Satanás ya no manda; mando yo («Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios.» Mateo 12,28).
  • Los pecados son perdonados (Marcos 2,10). 
  • Yo soy el camino (Juan 14,6). Yo soy la puerta (Juan 10,7-9). 
«Sigue en paz, tu fe te ha salvado,» dice Jesús (Marcos 5,34). No se refiere a creer en unas tesis sobre cómo son las cosas. Se refiere a la persona que se adhiere a Jesús y de esa manera entra en el Reino ya, ahora, aquí.
Eso de «tener fe» se ha entendido como un creer, un acto psicológico. Pero Jesús no habla de la fe como un acto psicológico. No es lo mismo hablar y pensar sobre cómo nadar y otra cosa es tirarse al agua y salir nadando. Jesús se refiere a la fe como el acto de aceptar en la práctica que el Reino de Dios ya llegó, el equivalente de tirarse al agua.
A Dios no le vemos, como dirá San Juan (I Juan 4,12; I Juan 4,20), ni tampoco sabemos si realmente existe ese otro mundo alterno del «más allá». Lo que sí sabemos es que ni Jesús, ni sus oyentes, parecen haber estado pensando en que serían unos espíritus en «el más allá» después de la resurrección.



Si uno quiere rechazar a la ciega esto que propongo como reflexión, al momento encontrará pruebas y razones para rechazarlo. Otra cosa es aceptar la posibilidad de que sea cierto y ponerse a reflexionar y a buscar en los evangelios y analizar y, claro, rezar.

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