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(Catedral de Chartres) |
Jesús se quedó con nosotros, entre nosotros, en la comunidad. Cada vez que nos reunimos en su nombre, Jesús está en nosotros, con nosotros. Cada vez que leemos la Escritura nos alimentamos de la Palabra de la Revelación, finalmente encarnada en Jesús. Cada vez que cantamos y bailamos alabándole y adorando a Dios en él, inspirados por el Espíritu, Jesús está con nosotros, en nosotros. Al bautizarnos ya formamos parte del Cuerpo de Cristo.
Jesús no es una cosa. Dios no es una cosa. Nosotros tampoco somos cosas; ser un ser humano no es ser una cosa. Adorar cosas es idolatría. Si decimos que adoramos a Dios no lo hacemos como quien se inclina ante un ídolo.
La fiesta el Corpus es de creación relativamente reciente. Pasaron más de mil años después de Cristo antes que apareciera esta fiesta. Responde a unos tiempos en que el sentido judío y pascual de la celebración eucarística ya no se recordaba, se había olvidado. En el siglo 13 después de Cristo el antisemitismo en Europa era algo sintomático de ese olvido. Las raíces judías de nuestro cristianismo ya no se tenían presentes, no se recordaban. Se dio algo como las representaciones de Cristo al modo de un germánico blanco (visigodo, franco, sajón) sentado en una silla frente a una mesa. El olvido histórico persistió hasta el siglo 20.
En el siglo 16 la decadencia de la iglesia cristiana occidental (el catolicismo romano) ya no se pudo disimular. Podemos datar el laicismo moderno desde el mismo milenio, como puede constatarse en las narraciones de las Cruzadas y en la literatura posterior, culminando con la Divina Comedia de Dante y el Decameron de Boccaccio. En el contexto de la decadencia general de la iglesia institucional la Reforma protestante vino a salvar el cristianismo, vino a recordar la verdad del Evangelio y la Palabra. Roma reaccionó pero hubo la complicación de los intereses políticos y militares de los tiempos, algo que analizo en mi publicación "Los reformadores italianos" (disponible en Amazon). En más de una ocasión la reconciliación entre romanos y protestantes fue cuestión de nada y entonces las necesidades del tablero de juego político, el egoísmo de más de uno, la inmadurez de otros, así; dieron al traste con la unidad del cristianismo occidental.
En el siglo 19 los absurdos del cristianismo oscurecido por el correr de los siglos fueron evidentes, lo mismo entre protestantes, que romanos. En la primera mitad del siglo 20 una generación de teólogos protestantes y católicos (estudiosos de la Biblia, teólogos como Barth a quien el mismo papa Pío XII elogió como lo mejor desde Santo Tomás de Aquino; así) conformaron el movimiento de "la vuelta a las fuentes", el rescate del cristianismo auténtico sin el barniz histórico de los siglos. Es lo que el papa Juan XIII de feliz memoria formuló con la consigna del "aggiornamento", la puesta al día de la Iglesia, del cristianismo.
Esto es lo que habría que captar: está la verdad y están las expresiones múltiples de la Verdad. Dios nos habla de múltiples maneras, en una pluralidad de maneras. El cristianismo, igual, se expresa de una pluralidad de formas. La devoción de un tradicionalista (casulla de guitarra, misa en murmullos apagados de cara a la pared, el olor de velas y de incienso) puede ser tan válida como la devoción de un culto "gospel" con un Little Richard saltando y dando alaridos mientras los fieles se tongonean moviendo sus cuerpos en medio de un éxtasis. Eso es lo que quiso decir Jesús y luego san Pablo: Dios está en la letra, pero sólo bajo el soplo del Espíritu.
Tan válida es la adoración al Santísimo como el culto de adoración al modo luterano, bautista o evangélico, si ello significa "Dios con nosotros"; "Jesús está ahí, venid adoradores, adoremos". Es obvio que sin caridad, ninguna forma de cristianismo te va a resultar. Entonces sí que se tratará de idolatría, de culto a los objetos y a las formas vacías.
De nada vale el culto si le das la espalda a tu prójimo. De nada vale decir que adoras y amas, si en la práctica te comportas como uno que no cree. Por eso es que podemos decir que la misma comunidad cristiana es signo y realización (sacramento) de la realidad de nuestra fe.
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