La lectura del evangelio de hoy nos invita a ser humildes.
La primera lectura de hoy está tomada del libro de Sirac (Eclesiástico) y alaba la humildad. «Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y así alcanzarás el favor del Señor», nos dice. Más adelante: «La desgracia del orgulloso no tiene remedio, pues la planta del mal ha echado en él sus raíces».
El salmo responsorial (salmo 67) alaba a Dios, que preparó una casa para los pobres: «Dios prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los enriquece». Cuando somos unos desamparados que Dios rescata y nos lleva a su casa, no tiene sentido ser orgullosos, sino agradecidos.
La segunda lectura continúa con la carta a los Hebreos que venimos viendo desde hace varios domingos. Los cristianos no hemos tenido que sentirnos sobrecogidos con el fuego y el estruendo de la presencia de Dios en el monte Sinaí (como los israelitas cuando Moisés subió al monte para recibir la Ley), sino que Dios se nos ha mostrado, no como un Dios terrible, sino como el Dios que viene a nuestro rescate perdonándonos nuestros pecados para llevarnos con él a la Jerusalén celestial.
El evangelio continúa la lectura de san Lucas 14,1.7-14. Jesús llega a una cena que ofrecía uno de los fariseos principales. Nota que los convidados buscan los mejores asientos. Entonces le dice a sus discípulos que cuando vayan a una boda (o un banquete, o una fiesta) no busquen los primeros puestos, no vaya a ser que el que convidó los obligue a ceder el puesto a uno que es más importante y entonces tendrán la vergüenza de tener que irse al último puesto. Todo el que se ensalce será humillado y todo el que se humilla será ensalzado. Al final les dice, «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos».
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Hemos de notar a quién le habló Jesús cuando subrayó la necesidad de ser humildes. Le estaba hablando a los fariseos; estaba en casa de uno de los fariseos principales. Recordemos que los fariseos se sentían importantes porque ellos eran «buenos», porque cumplían con la Ley.
Los fariseos eran como una claque, un grupo de iniciados entre sí que se consideraban clase aparte ante los demás. Son como los católicos tradicionalistas de nuestros días que se consideran que ellos están en posesión de la verdad y eso los distancia del resto de los mortales.
A esos Jesús les dice que no busquen los primeros puestos cuando vayan a una fiesta, a alguna actividad pública. Esto es algo que ya vemos en Proverbios 25,6-7.
«Allí donde está tu corazón, allí está tu tesoro», dijo Jesús en el evangelio de unos domingos atrás (Lucas 12,34). No tiene sentido estar llenos de vanidad, porque eso no es lo más importante en la vida. Despertar a la luz del evangelio es despertar a lo que es importante, lo único necesario: el amor a Dios y al prójimo.
Es necesario tener una sana autoestima y saber ser justo con uno mismo. Uno sabe que uno es importante para Dios. Y uno sabe que lo verdaderamente necesario es el amor a Dios expresado en el amor al prójimo. Aun cuando uno viva y actúe de esta manera, de todos modos todo lo que uno ha hecho es cumplir con el deber (Lucas 17,10).
Una persona que no es vanidosa no le dará importancia a dónde está sentado en el banquete. Dios —el príncipe, el que nos convidó al banquete— sabe lo que hay en nuestro corazón y si merecemos un puesto más alto, ya él decidirá si nos cambia de sitio. No toca a nosotros juzgar (Lucas 6,37).
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Todo el que se humilla será ensalzado y todo el que se ensalza será humillado, concluye Jesús en el evangelio de hoy. El humillarse no es un valor en sí mismo y esa ha sido la confusión con más de un cristiano en la historia del cristianismo.
El humillarse, como el ayuno y la pobreza no son bienes en sí mismos. Para el cristiano, igual que para cualquier persona sólo pueden tener valor cuando se toman como medios y no fines en sí mismos. Una madre, por ejemplo, se humilla o pasa hambre para beneficio de sus hijos. Pero es absurdo decir que sus penas son deseables por sí mismas.
Lo mismo podemos decir del humillarse. Uno se humilla por el bien de los demás, como un medio para favorecer a los demás. Uno está dispuesto a humillarse para adelantar el Reino de Dios. Uno también puede practicar la santa indiferencia a los honores y los puestos porque no merecen tanta importancia en el contexto grande de la historia de la salvación.
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En la sociedad se establecen jerarquías e importancias. Pero ante Dios todos somos iguales.
Mientras que la pobreza, el ayuno y la humillación no son bienes en sí mismos, el amor al prójimo y hacer el bien al prójimo es un bien en sí mismo. Por eso Jesús al final del evangelio de hoy insta a que, si vamos a hacer una fiesta, se la ofrezcamos a los que no pueden viciar nuestra intención ofreciéndonos recompensa. El acto de amor más puro es el que es desinteresado.
Valga recordar esto en nuestros días cuando, bajo la influencia de conservadores como Trump, se criminaliza a los migrantes, a los pobres, a los marginados de la sociedad. No es de cristianos discriminar contra los demás porque no cuadran dentro de unos esquemas artificiales de raza, de nacionalidad, de sexo o etiquetas parecidas.
Invito a ver mi apuntes para este domingo del año 2016, un tanto extensos (oprimir sobre el año).
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