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Exaltación de la Santa Cruz

 

Originalmente esta fiesta conmemora la construcción de la basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén, en el año 335 después de Cristo, después de que santa Helena, la madre del emperador Constantino, hubiese descubierto la Santa Cruz unos años antes. Desde entonces la devoción a la Santa Cruz ha sido una característica distintiva de los cristianos. 

Esta fiesta también se asocia a la recuperación de la reliquia de la Santa Cruz de los persas (que se la habían robado) en el siglo 7°.  Fue entonces que se inscribió en el calendario litúrgico de manera específica. 

La primera lectura es del libro de Números 21,4-9. Narra el episodio de la serpiente en el desierto. Los hebreos, cansados de caminar errantes por el desierto, comienzan a protestar contra Moisés. Entonces Dios les castiga con una plaga de serpientes. Las serpientes los picaban y muchos morían. El pueblo arrepentido, recurre a Moisés para que rece al Señor para que les libre. Dios entonces le da instrucciones a Moisés para que haga una serpiente de bronce y la coloque en un estandarte. Todo el que fuese picado por una serpiente miraba el estandarte y se curaba y salvaba su vida.

Las disposiciones litúrgicas de este día permiten sustituir la lectura de Números por el pasaje de san Pablo de Filipenses 2,6-11. Este es el llamado pasaje de la humildad de Jesús, que no se consideró ser tan importante como para no querer venir a estar con nosotros para salvarnos. Así tomó la forma y condición de uno de nosotros (la de un esclavo o de una persona de rango humilde, inferior) y se hizo obediente hasta la muerte y una muerte de cruz. Y debido a su sencillez y humildad y obediencia incondicional, por eso Dios lo exaltó sobre todo, dice san Pablo, y le concedió «el Nombre sobre todo nombre» de manera que al nombre de Jesús toda rodilla se doble y toda lengua proclame que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre. 


Los versículos del salmo responsorial (salmo 77) que cantamos resaltan el hecho del alejamiento y traición a Dios de parte del pueblo hebreo (representativo de todos nosotros) y de cómo siempre volvían a él cuando se veían en aprietos. Y Dios, como un padre bueno, sentía lástima y perdonaba sus culpas. 


El evangelio está tomado de Juan 3,13-17. Está tomado de la entrevista de Jesús con Nicodemo, el fariseo que vino a verse con él al amparo de la noche. «Nadie ha bajado del cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre,» le dice Jesús. Así le declara su divinidad y entonces le dice, «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» 

Valga notar las palabras de Jesús en el evangelio: como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre. Esta frase (levantar, exaltar) se repite en otros lugares como en Juan 8,18: «"Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy, y que no hago nada por mi propia cuenta; sino que, lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo»; Juan 12,32: «Y yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí.» 

Así Jesús es el que realmente sana y salva al ser exaltado sobre toda otra realidad. «Cree en el Señor Jesús y serás salvo,» (Hechos 2,21). Ya desde los profetas esto se anuncia: «todo el que invoque el nombre de Yahveh será salvo» (Joel 3,5); «Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hechos 4,12). 

No es la cruz por sí misma la que salva, sino Jesús, que reina desde lo alto de la cruz.

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El episodio de la primera lectura, de la serpiente de bronce en el desierto, plantea una contradicción con el rechazo a la idolatría y a la fabricación de imágenes en la Ley y los mandamientos. El rechazo de la idolatría conlleva el rechazo de amuletos y la atribución de poderes mágicos a los objetos. Así, esto resulta en una oportunidad para ver la interpretación católica de la iconografía cristiana, en que se entiende la prohibición de la fabricación de imágenes sólo en términos de la fabricación de ídolos. 

Dios —la Ley— no prohíbe la fabricación de imágenes. Lo que prohíbe es la fabricación de ídolos. Así, la serpiente de bronce no puede verse como un ídolo. Su poder no emana de sí misma como objeto material sino de la acción de Dios tras la imagen. En el momento que un católico trata una imagen como si tuviese poderes mágicos, cae sin querer en la idolatría.

Lo mismo podemos decir de Jesús y la cruz. El enfoque, la orientación de nuestra atención, no es la cruz, sino Jesús que reina desde la cruz y por la cruz. Se equivocan los que ven a Cristo Rey como un rey que gobierna e impone y no como el Salvador que muestra la compasión de Dios y el camino al Padre.

Al adorar la cruz adoramos a Dios y a Jesús. Durante los primeros siglos del cristianismo se representó una cruz gloriosa, enjoyada, signo triunfante del triunfo de Jesús en la cruz. Con Jesús triunfamos todos. 

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Podemos asociar el tema de la exaltación de la cruz —que en realidad es el de la exaltación de Jesús—con las lecturas de los evangelios de los últimos domingos. En los últimos domingos hemos estado viendo la necesidad de subordinar nuestra vida al valor supremo del evangelio, del Reino de Dios y su justicia, de la obediencia a la voluntad del Padre y su plan para la creación y para nosotros. Eso fue lo que hizo Jesús y él es nuestro modelo. Jesús no pudo ser exaltado en gloria sin haber sido primero exaltado en la cruz. Jesús es el camino al Padre. De la misma manera que Jesús no quiso la cruz, pero la vio como algo necesario, como un medio necesario para cumplir su misión, así tampoco nosotros queremos la cruz, pero la aceptamos como una consecuencia del amor incondicional al prójimo como expresión de nuestro amor incondicional a Dios.

El ideal cristiano de dejarlo todo para seguir a Jesús y para plantearse el criterio de sólo Dios y todo para la gloria de Dios es eso, un ideal y no una realidad. Sólo en la Jerusalén celestial será posible la realidad de nuestra unión con Dios como Pueblo santo de Dios. Mientras tanto en este mundo sólo lograremos aproximaciones según cada uno en su circunstancia personal. 

Dejarlo todo para seguir a Jesús aplica a todos los cristianos. Todo cristiano está llamado a poner al prójimo por encima de todo como expresión de su poner a Dios por encima de todo. Y eso se cumple tanto en la vida consagrada de los monjes y las monjas como en la vida de los seglares. Cada uno expresa su seguimiento de Jesús a su manera y cada uno vive la imperfección que se da en su vida diaria (religiosos, clérigos y seglares) de su valorar al prójimo como expresión de su amor a Dios. No es que unos son más santos que otros; todos somos humanos y vivimos en medio de la imperfección. 

Desde los tiempos de la construcción de la basílica del Santo Sepulcro hubo cristianos que entendieron su itinerario hacia Dios de manera individual y así nació el monasticismo, el mundo de los monjes y las monjas. Se tomó la vida del claustro como el modelo ideal de la vida cristiana. Pero luego hemos caído en cuenta que el modelo de la vida cristiana es más bien el de los primeros discípulos y las primeras comunidades como la de Jerusalén según descrita en el libro de los Hechos de los apóstoles. Lo anterior no excluye que alguien sienta la vocación a la vida consagrada del claustro.

Con el Concilio Vaticano II hemos vuelto a entender la vocación cristiana en términos de una vocación a ser parte de una comunidad cristiana (como en las comunidades de base en una parroquia), al modo de las primeras comunidades cristianas de los primeros siglos del cristianismo. La comunidad de religiosos no es el único modo de hacer comunidad cristiana. 

Nuestro itinerario a Dios se da en nuestra condición de ser parte del Pueblo de Dios, no como individuos desde la soledad como si se tratase de algo puramente espiritual, como si fuésemos ángeles y no seres humanos. En nuestra vida cristiana todos somos iguales y todos, desde nuestra condición de vida (vida consagrada, vida seglar) somos igualmente humanos y siempre de camino, sin poder decir que uno es más santo que otro sólo por su ser clérigo o sólo por haber profesado votos. Ese es el sentido de hablar del llamado universal a la santidad, que no es otra cosa que expresar el amor a Dios por el amor al prójimo. Que alguien se piense más santo que otro es ya una señal de fariseísmo, lo opuesto de la santidad de Jesús como lo vemos en la lectura de Filipenses. Nuestro modelo de la perfección cristiana no es la de una vida angelical individualista, sino Jesús mismo, y también la manera como se vivió la vida de fe cristiana en la comunidad de Jerusalén, como apuntado.

El lector puede completar esta reflexión.



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