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Fiesta del Corpus Christi

 


La primera lectura de hoy (Génesis 14,18-20) presenta la figura de Melquisedec, rey de Salén, que ofrece pan y vino y bendice a Abrahán. Desde al menos el siglo 3° los padres de la Iglesia asociaron el ritual de Melquisedec, de ofrecer pan y vino, con la oración eucarística. Igualmente la «Salén» se identificó con Jerusalén, de manera que Melquisedec sería sacerdote del lugar santo desde sus inicios.

El salmo responsorial para este día (salmo 109, 1-4) refiere a Jesús los versos, «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec». 

La segunda lectura está tomada de 1 Corintios 11,23-26, de las cartas de san Pablo. «Yo he recibido una tradición,» dice. Entonces repite la narración de la Última Cena: Jesús, al terminar de cenar con sus discípulos (al modo de la celebración del sábado hasta hoy entre los judíos en que pueden haber hasta cinco bendiciones en diferentes momentos) tomó el pan y lo bendijo y lo partió y lo repartió diciendo, «Este es mi cuerpo que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía». Y lo mismo con el cáliz, añadiendo, «cada vez que coman de este pan y beban del cáliz, proclamarán la muerte del Señor, hasta que vuelva». Esto es lo que hacemos cada domingo cuando nos reunimos para nuestra cena de acción de gracias, recordando y proclamando su muerte y resurrección. Según los estudiosos este pasaje de san Pablo es el testimonio más temprano de la fórmula eucarística, anterior a los mismos evangelios. 

En otros tiempos, cuando la solemnidad del Cuerpo de Cristo se daba el jueves de la semana, se cantaba un himno responsorial propio de este día, la llamada Secuencia del Corpus Christi, el himno Lauda Sion Salvatorem (Alaba al Salvador, Sión). El lector puede hacer una búsqueda en Internet para escucharlo, o para ver su letra en español (el original es en latín). 

El evangelio de hoy narra el episodio de la multiplicación de los panes y los peces en la versión de Lucas 9,11-17. En esta versión los discípulos le dicen a Jesús que despida la gente para que se puedan ir a buscar alojamiento y comida. Debió ser algo así como decirle que ya era el momento de suspender la sesión para que cada uno volviera a lo suyo. Pero Jesús les dice que antes de despedirlos le dieran comida. Los discípulos de seguro reaccionaron sorprendidos (¿De dónde tela? Es decir, ¿con qué?). Le dicen que apenas cuentan con cinco panes y dos peces, que probablemente era para la colación del grupo. Pensemos que eran unas pencas de peces ahumados y que podían ser grandes, como para saciar a varias personas y lo mismo, con cinco panes pueden comer hasta veinte personas o más. Entonces Jesús les dice que hagan sentar a la gente en grupos y toma los cinco panes y los dos peces y pronuncia la bendición al modo judío y él mismo comienza a partir y repartir. Al final, «Comieron todos y se saciaron, y recogieron lo que les había sobrado: doce cestos de trozos». Cierto, que el modo de bendecir de Jesús debió ser algo peculiar, porque más tarde así lo reconocerán los discípulos de Emaús, en su modo de bendecir el pan.

A mediados de siglo 20 un intérprete propuso que al dividir la multitud en grupos, esto hizo que los que llevaban una «lonchera» o colación la compartieran, superando el egoísmo natural que todos tenemos para practicar la caridad cristiana. Que al final sobraran cestos de trozos de comida, eso demuestra lo que es compartir entre todos al modo con que se describe luego en Hechos de los apóstoles, «Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hechos 2,44). Esa explicación natural de lo que tradicionalmente tomamos como un milagro no anula lo milagroso del hecho. Es que somos naturalmente egoístas, porque eso responde a nuestro instinto de supervivencia. Pero el Espíritu nos mueve y si estamos abiertos a la acción del Espíritu, entonces somos generosos y compartimos con los demás y conocemos el gozo de la presencia de Dios con nosotros. 

Esa misma experiencia de aquellos primeros seguidores de Jesús es la que los cristianos tenemos cuando nos volvemos a reunir cada domingo a celebrar de nuevo la Pascua, el paso del Señor, su encarnación, muerte y resurrección, al compartir con los hermanos. No venimos a rezar en una relación piramidal con Dios (aunque también lo hacemos), sino que venimos a rezar en una relación horizontal con Dios (principalmente), con Jesús con nosotros. A Dios no le vemos, pero al hermano le vemos y no tiene sentido, una celebración eucarística a espaldas de la comunidad y su entorno con todos sus problemas.

«Allí donde dos o más de ustedes estén reunidos en mi nombre, allí estaré yo con ustedes,» dijo Jesús (Mateo 18,20). Por eso ya Jesús está con nosotros desde el mismo momento en que comienza nuestra reunión, nuestra celebración. Venimos a la celebración eucarística para alimentarnos de la Palabra de Dios y de Jesús mismo que se nos da bajo la apariencia de pan y vino. El pan eucarístico no es alimento de santos porque ninguno de nosotros es un santo, en el sentido de estar exento de pecado. Todos somos pecadores y por eso no tiene sentido que alguien se sienta o se vea como superior a otro.

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Una última reflexión. Desde que el mundo es mundo los humanos hemos estado inclinados a la idolatría. Desde el comienzo de la historia de la salvación, desde que Dios comenzó a interpelarnos con Abrahán, hemos sido llamados a rechazar la idolatría, a no confundir la imagen de Dios con Dios mismo.

Dios mismo no es una cosa, porque si fuera una cosa, tendría limitaciones y habrían otras realidades, otras cosas, aparte de Dios. A fin de cuentas no sabemos cómo es Dios y por eso hablamos del misterio de Dios, como del misterio de la Santísima Trinidad. Pero si no sabemos de Dios en términos de la lógica y la filosofía y el pensar, sí sabemos de Dios en términos de la historia de la salvación, en términos bíblicos. Es lo que señaló Pascal, y luego Kierkegaard y también Unamuno, que Dios no es el de los filósofos, sino el Dios de los que creen con el corazón, el de las Escrituras. Con mayor razón hemos de tomar esto al ver las Escrituras como alimento, tan alimento como la eucaristía. 

Los judíos y los cristianos también caemos en la idolatría, sin darnos cuenta. Eso es parte del mensaje original de Jesús, que nos cuidemos de no caer en la idolatría. La idolatría de los fariseos consistió en idolatrar las leyes y las prácticas religiosas y no ver que las leyes y las prácticas son medios y no fines. Son medios para expresar nuestra experiencia de Dios, nuestra relación con Dios. El sábado se hizo para nosotros y no para esclavizarnos a nosotros (Marcos 2,27-28). Lo mismo hemos de decir de la Real Presencia de Jesús en el pan eucarístico. El pan eucarístico no está para ser idolatrado. Sin querer así fue, y fue una blasfemia cuando se rechazaron, se persiguieron, se torturaron, se quemaron vivos y se mataron a los que cuestionaron los detalles de cómo entender ese misterio de fe. 

A la luz de esta reflexión vemos cómo la idolatría —adorar cosas— no tiene sentido. Hay cristianos que idolatran los hábitos religiosos, o el latín, o el tema del aborto tomado a la ciega, y cosas parecidas que obsesionan la mente de los cristianos tradicionalistas. Igual sucede con ciertos protocolos y formas y maneras de hacer las cosas, que también obsesionan a la diversidad de las iglesias cristianas. Están los que se obsesionan con las propias instituciones religiosas, como los que parecen adorar al papa, o al Opus Dei, el Sodalicio, los Legionarios, cosas así. Algo parecido (una idolatría parecida) y equivalente puede verse en otras iglesias. Es la misma idolatría que vemos en los movimientos políticos, en los líderes políticos, así. La idolatría es una forma de paganismo. Muchos confunden el hábito con la santidad. Eso fue lo que nos recordó Vaticano II, que no hay que ser monje para ser contemplativo, o para ser un cristiano como Dios manda. La vocación a la santidad la tenemos todos los cristianos. La comunidad cristiana es de todos los cristianos y la Iglesia no es una compañía multinacional cuyos dueños son los clérigos. Eso fue lo que nos recordó papa Francisco con su llamado a la sinodalidad, otra propuesta de Vaticano II.  

Nuestras ideas nos dividen, pero nuestra fe debe unirnos. A Dios no le vemos, pero al hermano lo vemos. «Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está aún en las tinieblas.… Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.» (1 Juan 2,9. 4,20).


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