Antes de pasar a la lectura de estos apuntes pido al lector que considere la orientación de estas observaciones. No se trata de criticar, ni promover una agenda a favor o en contra de alguna ideología. Se trata más bien de un analizar a la luz de los principios del Concilio Vaticano II, de la orientación pastoral que se obtiene al reflexionar sobre las consecuencias de la lectura de los evangelios, algo que llegamos a captar sobre la marcha.
Recientemente fui a misa a una parroquia en que apenas asistieron una treintena de personas, todas mayores de sesenta años. Uno podría pensar que dentro de poco esa parroquia se va a quedar sin feligreses. El celebrante fue un sacerdote relativamente joven de unos 24-28 años y por un momento pensé que estaría deprimido ante una situación así.
Entonces pasó al frente para el sermón a partir de la fiesta de la solemnidad de este domingo. No fue homilía, porque homilía hubiera sido una meditación, un rezar a partir de los textos de las lecturas del día. A cambio desarrolló unos planteamientos no derivados del tema del día, sino como algo aparte, aunque siempre a propósito del tema del día. Eso es lo que es un sermón.
El sermón no estuvo mal. Sólo que repitió lo que era apropiado en tiempos anteriores al Concilio Vaticano II, cuando ni siquiera sus padres se habían conocido aún. Me pareció representativo del marco conceptual de sus planteamientos el hecho que él estaba revestido de un alba que yo no veía desde 1963, de aquellas que eran hechas de encajes. Hasta pensé que daba un testimonio de pobreza, que la había desengavetado algún clóset de la sacristía por no contar con el dinero necesario para comprarse una de las que se vienen usando desde entonces.
En su sermón habló de la necesidad de orientar nuestra vida hacia el más allá y vivir para el más allá y que para eso es necesario retirarnos, hacer retiros, y desvincularnos de este mundo. En cierto modo el sermón fue apropiado para aquella audiencia en que había muchos mayores de sesenta, setenta y ochenta años, en cuyo grupo me cuento yo también. Pero fue el tipo de sermón típico de aquella iglesia preconciliar en que era importante el rechazo a la sociedad laica, el repudio de la modernidad y el secularismo, así; que fue lo que vino a corregir Vaticano II.
Ser cristiano no significa que hemos de ser espirituales en actitud de rechazo a todo «lo material». No es que Dios está del lado de «lo espiritual» y lo material es provincia de Satanás. Ese es el dualismo y el maniqueísmo que la Iglesia rechazó constantemente a través de su historia. Ese dualismo entre materia y espíritu no es algo bíblico, porque los judíos no pensaban así. Ese dualismo es una herencia platónica, pagana.
El mundo que Dios mismo creó no es una alternativa a la comunión con Él, como si estar en el mundo fuese un obstáculo a comulgar con Dios. El mundo es la realidad y es en la realidad (del mundo) donde se da el encuentro con Dios. El mundo es el espacio de nuestra comunión con Dios. El mundo es el medio en que se da nuestra comunión con Dios.
Por eso hemos de cambiar nuestra actitud hacia el mundo. Esto es algo que los sacerdotes formados en los seminarios franquistas no entendieron y por eso no pudieron comunicarlo a las nuevas generaciones de sacerdotes. Los obispos españoles votaron en bloque en contra de muchas de las medidas innovadores de Vaticano II y fue porque no las entendían y volvieron a España y siguieron con la formación de las nuevas generaciones con aquel enfoque que hasta veía a Erasmo de Rotterdam como un hereje.
Pero hay algo todavía más importante que esta lamentación de la falta de comprensión de lo que significó el Concilio Vaticano II. Es el hecho demográfico de que los templos se están quedando vacíos a medida que la juventud ya no viene a los templos. Esto es un fenómeno que no sólo está presente entre los católicos romanos, sino que también lo vemos en las otras iglesias.
Al pensar esto también podemos pensar en el camino abierto por papa Francisco. La preocupación por el ambiente y los migrantes y la justicia social, la democracia y la atención a los pobres es un modo de traducir el evangelio a la vida diaria y al encuentro con Dios en el mundo hoy.
Decía Cicerón que el que tenía algo que decir no tendría problema con encontrar las palabras para decirlo (rem tene, verba sequuntur). De la misma manera no hay que acercarse a los jóvenes con trucos y subterfugios como hacen los del Opus Dei. Basta tratarlos de tú a tú (no mirarlos «desde arriba»), sino practicar un acercamiento a su mismo nivel y enfocar todos en la misma dirección: Dios en medio de nosotros, con nosotros, en el mundo y todos sus problemas.
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