En el evangelio de hoy vemos la parábola del buen samaritano
La primera lectura está tomada del libro del Deuteronomio 30,10-14. La Ley de Dios ya está en nuestros corazones, nos dice. «El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas.»
Con el salmo responsorial de hoy (Sal 68,14.17.30-31.33-34.36ab.37) cantamos, «Buscad al Señor y revivirá vuestro corazón».
La segunda lectura está tomada de la carta de san Pablo, Colosenses 1,15-20. Cristo es la imagen de Dios. Dios es invisible y es una inmensidad como la del mar, algo infinito con profundidades que no podemos abarcar. Pero Dios se manifestó en Jesús, el Hijo de Dios por quien todo fue hecho («todo fue creado por él y para él…y todo se mantiene en él»). Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia (el conjunto del nuevo Pueblo de Dios, que incluye a todos los cristianos, no sólo a los católicos romanos). Por Cristo Dios quiso reconciliar a todos con todos, todas las cosas, «haciendo la paz por la sangre de su cruz».
En Jesús todos, judíos y no judíos quedamos hechos una sola familia, junto a los ángeles y espíritus del cielo, que todo tiene por cabeza a Cristo, lo mismo lo que está en el cielo como en la tierra (Efesios 1,10; igual, Efesios 2,14-16; igual, Efesios 5,27). Y esto ha sido posible gracias a su obediencia en el amor, el mismo amor de Dios que le llevó a aceptar su muerte en cruz (Filipenses 2,8).
De esa manera Jesús muestra el mismo amor incondicional de Dios. El amor de Dios, como verdadero amor que es, no impone condiciones antes de darse en amor. Dios ama a los malos y ama a todos. Otra cosa es que los malos reconozcan su maldad y se conviertan. Otra cosa es que nosotros reconozcamos que amor con amor se paga; que si no vemos a Dios, vemos al prójimo. Es lo que encontramos en el evangelio.
El evangelio de hoy continúa la lectura del evangelio de Lucas 10,25-37. Un maestro de la Ley se hace el tonto y le pregunta a Jesús qué ha de hacer para heredar la vida eterna. Jesús le lleva a recitar la oración que a diario pronuncian los judíos devotos hasta el día de hoy, el Shemá Israel, «Escucha Israel»; «El Señor Dios es tu dios…». De esa manera se establece lo fundamental de nuestra fe heredada de Israel: amar al Señor nuestro Dios y al prójimo como a ti mismo.
Con todo, el maestro de la Ley se sigue haciendo el tonto y pregunta, «¿Y quién es mi prójimo?» Jesús entonces narra la parábola del Buen Samaritano.
Cuenta la historia de un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y que fue asaltado por unos maleantes que lo apalearon y lo dejaron medio muerto a la orilla del camino. Pasaron por allí un levita y un sacerdote y dieron un rodeo para evitarlo y siguieron de largo. Entonces llega un samaritano y se hace cargo de la víctima, cuida y venda sus heridas y lo lleva a una posada para dejarlo allí que lo sigan cuidando en su recuperación, dejando un depósito de dinero con este propósito. ¿Cuál de estos tres se portó como un prójimo para con la víctima, pregunta Jesús. Obviamente, el samaritano; así lo admite el maestro de la Ley.
Al considerar lo que hizo el levita y el sacerdote, podemos recordar que tocar un cadáver conllevaba impureza según la Ley (Levítico 5,2; igual, Levítico17,15; igual, Levítico 21,1 y Números 19,11; en Ezequiel 44,25-27 el mero hecho de acercarse a un muerto incurría en impureza). El hombre a la orilla del camino podía ser un muerto. Eso puede explicar el hecho de que el sacerdote y el levita dieron un rodeo para ni tan siquiera acercarse al que estaba allí tirado en el camino. Vemos que la parábola ilustra la diferencia entre la observancia estricta y rígida de la Ley y el cumplimiento de la ley del corazón que nos deja ver el espíritu de la ley, su sentido humano y cristiano.
Que haya sido un samaritano el que demostró el verdadero sentido de amor a Dios y al prójimo no sorprende cuando revisamos la presencia de otros samaritanos en la vida de Jesús, como la mujer del pozo en Sicar (Juan 4,9) y el leproso curado (Lucas 17,6). Podemos pensar que Jesús y los discípulos lograron muchas conversiones entre los samaritanos (Juan 4,39; Hechos 8,25) y se dio hasta el caso de que «los judíos» (escribas y fariseos, los enemigos de Jesús en el lenguaje del evangelista Juan) lo acusaron de ser un samaritano (Juan 8,48). Aparte de eso valga mencionar que en Mateo 10,5 cuando Jesús envía a los Doce a predicar por las aldeas les dice que no entren en ciudades de samaritanos. Valga también recordar que los samaritanos hasta el día de hoy también se rigen por la Ley de Moisés, porque se dicen descendientes ellos también de Israel.
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Vemos cómo el anuncio de la Buena Nueva llega asociado a la llegada del Reino y a la Nueva Alianza.
La Nueva Alianza ya fue profetizada por Isaías y por Jeremías. Llegarán días, dicen, en que Dios pondrá la Ley en los corazones de su pueblo y podrán ver y reconocer lo que es bueno y el Espíritu de Dios se derramará en los corazones para que hagan el bien. Esos días de la Nueva Alianza ya llegaron con Jesús y esto es lo que él anunció y lo que encomendó a sus discípulos que anunciaran.
Si recordamos la primera lectura de hoy, eso mismo es lo que anunció Moisés en el Deuteronomio, que la ley de Dios ya está en nuestros corazones.
Nuestra fe es una fe del corazón. Al descubrir que Dios está con nosotros nos alegramos sobremanera y por eso salimos a compartir este descubrimiento con los demás.
Eso fue lo que anunciaron primero los doce apóstoles y luego los setenta y dos que salieron de dos en dos a curar enfermos y expulsar demonios. Fueron los que fueron a promover la conversión de las personas al reconocer que la Ley se resume en el amor a Dios y al prójimo.
Esta experiencia de fe se concretiza y se traduce a la vida en comunidad, la vida de la comunidad cristiana en que no nos reunimos solamente para celebrar un ritual en el vacío, sino rituales que están asociados a nuestra actividad comunitaria de cristianos en el mundo, con la que practicamos de manera comunitaria el amor a Dios y al prójimo. Hagamos una realidad aquello de que la parroquia es una comunidad de comunidades.
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