Una reflexión de Cuaresma
Ser afortunado es muy bueno. Rogamos que dure toda la vida. Sabemos que un abrir y cerrar de ojos podemos caer en la miseria. Igual, con nuestra inteligencia o nuestra buena salud. En esta vida se pueden ganar muchas cosas y también heredarlas. Y también esa fortuna no es algo estático. Aumenta y disminuye.
Lo mismo podemos decir de la fe. Hemos recibido la fe y por momentos aumenta y disminuye. Y también se puede perder en cualquier momento.
Los fariseos olvidan esto. Se sienten sabelotodos y sin pensarlo mucho se obsesionan con los que no piensan como ellos, porque conciben la fe como un cumplimiento de unas normas o la creencia en unas doctrinas. Algunos fariseos dedican su vida a luchas contra los enemigos, es decir, contra los herejes y los que no aceptan su moral estricta. Algunos parecieran que sienten un placer morboso al condenar a los otros. De ahí pasan al orgullo de sentirse superiores, aun de manera inconsciente.
Algunos fariseos visten de una manera determinada, olvidando que el hábito no hace al monje. Con esas vestimentas llaman la atención y hacen que los demás piensen que ellos son santos. Casi pareciera que para ellos la santidad estriba en el vestido y en una manera estricta de conducirse. Por eso algunos también se obsesionan con todos los detalles de la liturgia.
En el campo de las ideologías políticas esto sucede también. Están los fanáticos que necesitan imponer sus criterios. Le dan gran importancia al uniforme, o les importa mucho la apariencia de las personas. En la Revolución Francesa y en la Barcelona de la Guerra Civil inspeccionaban las manos para ver si se tenían callos y las uñas sucias.
Pero Dios no abandona a los fariseos, como no abandona a los pecadores, y les ofrece la oportunidad de la gracia. Un buen día algunos de entre ellos caen en cuenta que les preocupan más las cosas de su carrera en este mundo, que los asuntos de su fe, de su relación con Dios y lo que eso implica. Tal día puede darse con un papa que hace un llamado a ser pastores, antes que administradores celosos de su rango. Algo así decía Dante en los primeros versos de su Comedia - “En el medio del camino de nuestra vida me encontré en una selva oscura… No sé cómo llegué a ella, tan adormecido estaba…”
Pensemos en el prójimo. Él también lleva su tesoro en un recipiente de barro (San Pablo), igual que nosotros. Pensemos en el deambulante o en el que está sumido en una condición de vida que él tampoco quiere.
Para condenar al caído hay que olvidarse de que uno también puede caer y caer y caer… De un estado saludable pasamos a las enfermedades y siempre está la posibilidad de una enfermedad sin cura. En ese momento no hay apoyo para uno, aparte de la misericordia de Dios.
Por eso no hay que juzgar al momento. Vemos al caído – vanidoso, el drogadicto, la prostituta, el político corrupto, el clérigo que ya no piensa como pastor, el que ya no tiene criterios de fe, sino criterios egoístas – y no se nos viene en mente que ese podríamos ser nosotros mismos.
Eso es suficiente para un cambio de actitud. Es lo mismo que una conversión.
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