El que se crea que puede llegar a un estado espiritual en que ya no peque es un iluso.
El que crea que los santos no pecaron está en la luna.
Dadas las condiciones apropiadas podríamos serle infiel a Dios, pecar. Es como serle infiel a la esposa o el esposo. Hasta que no llega el momento de la verdadera tentación, uno nunca sabe.
Es como los que se han dejado corromper por el dinero, o por la droga. Como los que han hecho carrera eclesiástica olvidándose que se supone que son pastores. Esto incluye a los reverendos y reverendas en denominaciones no católicas. Las condiciones apropiadas se dieron y algunos ni se enteraron de la bifurcación de los caminos.
Tenemos hambre y eso es normal. Nos interesa que los demás tengan una opinión de nosotros y tenemos vanidad, eso es normal. Nos gusta tener poder y mandar, es normal. Es natural que, si pudiéramos, nos gustaría llegar a tener una vida de millonarios.
Las tentaciones de Jesús en el desierto son parte de la condición humana.
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Ser cristiano es como ser civilizado. Un caballero sigue ciertas normas de conducta.
Sólo que esto puede desembocar en la hipocresía. El caballero es infiel, pero lo oculta. Uno puede ser civilizado de apariencias.
Si es normal la infidelidad, también es normal la vanidad y por eso hay quien pretende ser “bueno” ante los demás. No es que nieguen su naturaleza. Es que hay una escala de importancias, también natural. Así, sin querer, surgen los fariseos.
Entonces, desde la hipocresía condenan a los “débiles” por su pecado. Es como burlarse del que es torpe, tanto como indignarse y condenar su torpeza. Como si el que se burla o se indigna no fuera capaz de ser torpe. Quién sabe si esas reacciones responden al miedo de ver que eso es, que nosotros también somos débiles.
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Jesús no condenó, Jesús comprendió. Comprendió, tanto las debilidades, como los pecados maliciosos. Por eso cenó con prostitutas y corruptos. Dijo que las prostitutas y los corruptos entrarían primero al Reino, antes que los clérigos y los “justos”.
Jesús no condenó, sino que invitó a levantarse.
Jesús no condena a la esposa infiel, ni al político sinverguenza. Más bien los invita a convertirse.
Ellos a su vez, no se ven condenados por unas leyes o una moral. Esa es la libertad de los hijos de Dios, que Jesús nos ha liberado de las leyes religiosas o de la moral que condena.
Así fue que San Pablo dijo que ya no hay que hacerle caso a lo que dicen los libros del Antiguo Testamento. No hay que celebrar el sábado, el séptimo día, por ejemplo. No hay que apedrear a la adúltera. Y así sucesivamente.
Dios perdona, hasta setenta veces siete. Su gracia no se impone, sino que deja margen para nuestra libertad. Su gracia la ofrece.
Ese perdón y esa gracia no la alcanzamos por habernos portado bien. Uno no puede obligar a Dios a hacer algo, eso no tiene sentido.
No es que ayuno y me azoto y me visto de saco y Dios está obligado a responderme. Si Dios así lo quisiera podría mandar a los santos al infierno y traerse a Satanás al cielo. ¿Quién le va a decir que no?
Sin nosotros merecerlo, nos ha llegado la Salvación.
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