Jesús es el rostro del Padre.
Porque el Padre no tiene rostro. Tampoco tiene figura. Si tuviese figura, entonces tendría limitaciones, porque sólo se forma la figura mediante limitaciones. Pasa como en los cuadros de los pintores, que a veces las figuras se ven gracias al contraste de los colores y de las luces y sombras.
Si el Padre tuviese limitaciones, entonces habría realidad fuera del Padre. Pero entonces, no sería Dios. Precisamente, habría una realidad fuera de su ser y de su control. Eso es imposible. Si Dios es Dios, no puede tener limitaciones.
Por eso el mal no puede contra él, porque nada puede enfrentarse a Dios de igual a igual. Todo está en Dios y nada sucede por medio de él. Ese es el misterio de Dios. Es a lo que Job se enfrentó.
Por eso es que decimos que “Dios” no es una cosa. Si fuera cosa, sería algo y si fuera algo, tendría figura y limitaciones. Dios es “el que es”, “el siendo”, como han indicado varios autores desde tiempo atrás. Dios se revela, no como una cosa que se puede idolatrar, sino como acciones, intervenciones.
Dios actuó de una manera especial o eminente a través de la figura del hombre Jesucristo. Quien ve a Jesús, ve al Padre. El que sigue a Jesús, va al encuentro con el Padre.
Seguir a Jesús significa amar al prójimo y amar al prójimo significa amar a los enemigos, y a los extranjeros que despiertan repudio espontáneo en nosotros, y a los que padecen alguna asquerosidad de enfermedad, y a los que están en las cárceles y siguen cometiendo fechorías allá dentro, y así sucesivamente.
Quien no ama al prójimo, no conoce a Jesús y no conoce al Padre.
El que dice que ama a Dios y no ama al prójimo, es un mentiroso.
Pero con Jesús nos llega la fuerza para amar al prójimo.
Rezar, eso es un medio, no es un fin. Eso es un medio para reconocer a nuestro pastor, para reconocer a Dios en Jesús.
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