Al reflexionar sobre el Espíritu Santo podríamos hacer teología. Podríamos enfocar en la naturaleza del Espíritu de Dios. También podemos retrotraernos a mirar “desde abajo”, desde el punto de vista de los que reciben ese espíritu. Por ejemplo, cómo saber si lo que anima a una persona es Dios, o el demonio.
Católicos matando a protestantes. |
De partida, es de esperarse que una persona animada por el Espíritu de Dios no haga llamados a la guerra, o a la muerte de alguien. Ciertamente no tiene sentido que uno diga tener el espíritu del arcángel San Miguel, como el curandero de Pontevedra arrestado en estos días, mientras dice que limpiará el alma de una chica mediante relaciones sexuales. (Ver mis otros apuntes de esta semana sobre “Razón y mística”.)
Esa fue una de las razones para titubear sobre las apariciones de la Virgen en Medjugorje. La Virgen se estaba apareciendo en todas partes por los alrededores, a todas horas. En una comenzó a amenazar al obispo local con el castigo de Dios por dudar de la autenticidad de las apariciones.
Uno puede preguntarse de qué manera es que podemos distinguir si una persona está animada por algún espíritu extraño a ella. Es lo que sucedió en el pasado cuando acusaban a alguna mujer de ser bruja. Estornudaba y ya estaba siendo sacudida por los demonios.
Ese es el mecanismo mental de los chismorreos de aldea. Se levanta la calumnia; la víctima no se entera; no importa lo que haga y lo que diga, confirmará las sospechas.
A veces los prejuicios surgen como una manera de poder dar cuenta de sucesos inesperados y aconteceres que parecen inexplicables. Un niño que nace con defectos físicos, una cosecha arruinada por el granizo, la coincidencia entre un eclipse y alguna desgracia: es de suponer que así nació la idea de los espíritus.
Pero sí es posible distinguir el Espíritu de Dios. Un sacerdote pedófilo que abusa de las niñitas y los niñitos a su cuidado no está imbuido del espíritu de Dios.
Cuando en la Escritura se habla de una persona con el “Espíritu de Dios” probablemente se entiende que es alguien decente, de “buena voluntad”, imbuido de paz y buen juicio, de “sabiduría”. Es alguien capaz de distinguir el mal del bien y está lleno de buenos consejos.
Esas son las señales del verdadero profeta. Como le sucedió a Elías, el Espíritu de Dios puede ser muy sutil. Y no hay que ser clérigo, monje, monja o sacerdote, para estar imbuido del Espíritu. Tampoco se requiere un certificado eclesiástico de Roma.
En Adviento Juan anuncia la llegada del Mesías, que bautizará con fuego y el Espíritu. En Pentecostés esto se cumple. El bautismo del Espíritu es el que permite que podamos abandonar la prisión de los lazos de “este mundo”. Este mundo nos llama la atención como el traficante de la esquina. Una vez picamos la carnada nos vemos arrastrados a una madeja de obligaciones. Es como entrar en política o en el mundo de los negocios. Uno entra en el juego del toma y dame como algo natural. Una vez adentro, no es fácil salirse, escapar los amarres de la red. Es lo que le ha sucedido a más de un párroco, algún obispo, algún abad o madre superiora.
El bautismo del Espíritu nos permite actuar con libertad, sin estar amarrado por consideraciones sociales de dinero, compromisos, “qué dirán”, obligaciones artificiales, o los sutiles lazos y nudos psicológicos de la codicia, la envidia, el resentimiento, cosas así.
Por nuestra propia fuerza no podemos hacerlo. Que el Espíritu Santo inspire a todos los miembros de nuestras iglesias, nuestras parroquias, nuestras comunidades cristianas.
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