Es natural. Espontáneamente uno piensa que hay espíritus. Sin razonar mucho uno piensa que uno está en este mundo como un espíritu en un cuerpo. Hasta lo que sé, todas las sociedades, todas las culturas, han planteado la existencia de una dimensión espiritual.
Si una mira el mundo “desde arriba”, creyéndose que sabe cómo son los cosas, entonces es cuando de veras uno no se da cuenta de cómo son las cosas. Mirar el mundo desde los dogmas es un modo de estar ciego. Por eso Jesús denunció a los fariseos, por creerse en la verdad, sin pensarlo dos veces.
En los tiempos modernos mirar el mundo en términos “materiales” es también mirar al modo dogmático. Pensar que sólo está la “materia” y del resto, supersticiones, es también una manera de estar ciego.
Para “ver” lo que “hay” es necesario mirar “desde abajo”, conscientes de lo que se supone que haya según lo establecido “desde arriba”. Arriba están los dogmas, las ideas establecidas, que nos pueden cegar a la realidad. Heidegger llegó a plantear que de hecho, nos ciegan.
Más de un papagayos ha repetido eso, que las ideas no nos dejan ver; que los valores no nos permiten valorar. No toman en cuenta que, ¿Y qué hacemos con los datos disparatados de la experiencia? No basta con repetir fórmulas; eso fue lo trágico de la autoridad civil en manos de los escolásticos y esa es la ceguera del que no se da cuenta porque cree ciegamente en sus propias ideas. Las ideas y los valores, como cualquier otro instrumento, nos pueden ayudar o pueden militar en contra nuestra.
Así, “abajo” está la experiencia, que de por sí no tiene sentido sin nuestra mente, que ponga la coherencia de las ideas. En la experiencia visual, “un grupo” de aguacates; la mente ve “cinco” aguacates. La noción de “cinco” no estaba en la experiencia, la puso nuestra mente. Pero la noción no se aplica arbitrariamente. La noción corresponde a la realidad y si surge la duda, baste ponerse a contar.
Algo así podemos decir de la noción misma de “aguacate”. Hay muchos objetos que cualifican para que se les llame “aguacate”. Ese tipo de imprecisión conceptual contrasta con la precisión matemática de “cinco”. Por eso, la noción de grupos de cinco nunca será asunto dogmático; otra cosa es la noción de aguacate. Puestos a discutir y si el asunto fuese importante, habría que nombrar una comisión para definir con exactitud en qué consiste ser un aguacate.
Las generaciones posteriores podrían olvidar eso de “aguacate”aplicado a tantos objetos y tomar por aguacate solamente lo que corresponde a la definición oficial. La noción se ha convertido en dogma para entonces y sólo se mira “desde arriba”, desde la definición.
Algo así sucedió con las controversias religiosas. Luego del despiste inicial de los primeros humanos se acordó la solución, al menos en nuestra tradición helenista. El mundo tenía tres pisos: arriba, el cielo con los dioses; abajo el mundo debajo de la tierra, “mundo inferior” con otros dioses y sombras de humanos; en el medio, la tierra. ¿Fuera de esto? Nadie se lo cuestionó. Como ahora mismo nadie se cuestiona si el mundo es infinito o si tendrá límite. Porque aun si tuviese límite habría que preguntarse qué hay más allá del límite, que es como preguntarse quién creó a Dios. Y entonces habría que preguntarse quién creó al que creó a Dios…
Con Galileo y Newton llegó uno de esos momentos de hiato cultural. No fue asunto de proponer otras ideas, mirando el mundo desde “arriba”. Fue asunto de encontrar que los datos vistos desde “abajo” no compaginaban del todo con lo que se había pensado hasta entonces. La tierra se mueve y no es el centro del universo. Entonces, hay que volver a repensar el movimiento de las estrellas y los planetas. Cuando un objeto se mueve, su movimiento no es causado por la voluntad divina o la influencia de algunos espíritus. Es posible predecir la trayectoria de la bala de un cañón. La misma razón que explica la caída de los objetos, explica también la elevación de otros. El libro de la naturaleza está escrito en código matemático.
En los tiempos medievales uno llamaba al sacerdote cuando alguien se enfermaba. En mi casa, de pequeños, había pequeñas pilas de agua bendita en los cuartos. Todavía está quien barre la casa con agua de la flor de la buena suerte. En África llegaron a decir que “la magia del brujo de los blancos es superior a la magia de nuestro médico brujo”.
Sólo que esa mirada médica “materialista” luego se ha institucionalizado. Hasta los espiritistas van a resolver sus padecimientos con el médico. El resultado es una especie de esquizofrenia: se piensa como “moderno” y “medieval” a la misma vez. Uno no cree en los espíritus, pero “por si acaso” evita pasar por debajo de las escaleras, o como en el caso de esos edificios que les falta el piso 13.
El Concilio Vaticano II y teólogos como Karl Rahner y otros, nos enseñaron que es posible enfrentar tales dilemas y proponerse pensarlos hasta donde nuestras limitaciones nos permitan. El truco, por así decir, es comenzar desde abajo, como hizo Descartes mismo, precavidos del hecho de nuestra propia imperfección.
Visto desde abajo hay algo claro: todo ser humano está “a la escucha de Dios”. Dios, como planteaba Kierkegaard, puede ser Todo y puede ser Nada. Por eso es una tontería pretender que tenemos la Verdad agarrada por los dogmas.
Aparte de los dogmas está la fe en Jesús, la fe de los apóstoles y de los primeros cristianos, el testimonio de los evangelios. Es la fe del encuentro con el que nos dice, “Nadie va al Padre sino por mí” (Juan 14, 6).
En el caso de la Ascensión uno puede decir: veamos la esencia de lo que se nos quiere comunicar mediante el relato de Lucas al final de su evangelio (24:51) y luego en Hechos de los Apóstoles (1:9).
Podemos pensar: Jesús se separó de los apóstoles y discípulos para continuar con ellos y con nosotros desde una dimensión divina. Es lo que de todos modos pensamos de manera intuitiva. De esa manera, igual que con su resurrección, Jesús nos muestra el perfil de nuestro propio futuro, cuando también resucitaremos y entraremos a esa misma dimensión divina. Esto es algo que nos sirve de acicate, de esperanza.
Pero nuestra fe no es ciega. Es lo que también nos enseñó Don Miguel de Unamuno. Es una fe de adultos.
Comentarios