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Conmemoración de Todos los fieles difuntos

 


El leccionario para esta fecha tiene varias combinaciones de lecturas. El lector puede saltar a la sección de comentarios más adelante.

La mayoría de los años esta conmemoración cae en día de semana y por eso tiene dos lecturas (epístola  y evangelio). Al caer en domingo y sustituir la solemnidad dominical del Tiempo Ordinario se le añade una primera lectura del Antiguo Testamento con dos opciones, una del libro de la Sabiduría y otra del libro de las Lamentaciones de Jeremías.

La primera lectura común a las posibles combinaciones de lecturas para este día puede ser la del libro de las Lamentaciones 3,17-26. Supuestamente fue escrito por Jeremías con ocasión del desastre nacional cuando los babilonios entraron a Jerusalén, destruyeron el templo y deportaron a la mayoría de la población, que se los llevaron como esclavos. «Recordar mi vida errante y mi miseria es como ácido en mi alma,» canta el profeta. Pero entonces encuentra paz en Yahvé, «el amor de Yahvé no se ha acabado, ni se ha agotado su ternura». A pesar de todo Yahvé permanecerá fiel en medio de la desgracia. «Bueno es esperar en silencio la salvación de Yahvé», termina. Es lo que podemos decir de nuestras vidas, que todas terminan en medio de la desgracia, porque terminan con la muerte. Pero en medio de esta desgracia Dios no se olvida de nosotros y por eso confiamos y esperamos en Dios con voluntad firme.

Otra opción para la primera lectura es la del libro de la Sabiduría 3,1-9. «Las almas de los justos están en las manos de Dios, y no los afectará ningún tormento», nos dice. A los ojos mortales la muerte parece el final de todo para cada uno de nosotros, pero no es el final, no. Nuestra vida es un periodo de prueba y después de pasar por el crisol del sufrimiento los justos brillarán junto a Dios en el firmamento. «Los que confían en él comprenderán la verdad y los que le son fieles permanecerán junto a él en el amor. Porque la gracia y la misericordia son para sus elegidos», termina.


Para el salmo responsorial hay varias opciones.

Una es la del salmo 27(26), 1.4.7.8.9.13-14. «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?», cantamos. El lector puede leer el salmo completo. 

Otra opción como salmo responsorial es la del salmo 130(129),1-2.3-4-8. «Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor escucha mi voz…porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa», cantamos.

Una tercera opción es la del salmo 116(115),5-6.10-11.15-16. «El Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerza me salvó…Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles», cantamos.

Todavía otra opción es la del salmo 103(102),8.10.13-18. «El Señor es compasivo misericordioso…como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por los que le temen». 

El lector puede leer y meditar cada uno de estos salmos en toda su extensión.


Para la segunda lectura de este día hay tres opciones, todas de la epístola de san Pablo a los romanos.

La primera opción es Romanos 6,3-9, que nos recuerda que por el bautismo fuimos sepultados en la muerte y con el bautismo resucitamos a la vida en Cristo. Por el bautismo fuimos incorporados a la muerte de Cristo y por el bautismo también viviremos con él. De la misma manera que la muerte ya no tiene dominio sobre Cristo, así tampoco la muerte tiene dominio sobre nosotros. Esto a su vez implica que, mientras vivimos en esta vida mortal, hemos de conducirnos como ciudadanos del cielo, porque ya no le pertenecemos al pecado. 

La segunda opción es Romanos 8,31-35.37-39. Dios está con nosotros y por eso nada podrá contra nosotros. Dios todo lo puede y no hay poder en el universo que pueda contra Dios y por eso no hay poder en el universo que pueda contra nosotros. Mantengámonos fieles a Dios y fiel es Dios para con nosotros. Nada podrá separarnos de Dios y así tras el velo de la muerte estaremos con él siempre, algo que ya se da desde ahora en nuestra vida en Cristo.

La tercera opción es Romanos 14,7-9.10c-12. Desde ahora y como cristianos ya pertenecemos al Señor. Ninguno de nosotros vive para sí mismo, sino para Dios. En Dios Cristo reina como Señor de vivos y muertos y por eso él también reina en nuestro corazón. Algún día daremos cuenta de nuestra vida ante el tribunal de Cristo, nos dice y entonces viviremos con él para siempre. Aquí viene al caso el salmo 103(102) que cantamos en el canto interleccional (responsorial): el Señor es compasivo y misericordioso y no nos trata como merecen nuestros pecados. Un corazón vuelto hacia Dios, Dios no lo desprecia, como también cantamos en el salmo 51(50),19. 


Para la tercera lectura (el evangelio de hoy) también hay tres opciones.

La primera opción es del evangelio de Juan 14,1-6, de la plática de Jesús con sus apóstoles en la última cena, su discurso de despedida. En la casa del Padre hay muchas moradas y Jesús nos promete que hay un lugar para nosotros en esas moradas. «A donde yo voy, ya sabéis el camino», dice Jesús. En ese momento Tomás le pregunta, «¿cómo podemos saber el camino?». Ahí es que Jesús le dice, «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí». Si seguimos a Jesús estamos seguros de alcanzar la vida eterna. 

La segunda opción también es del evangelio de Juan 17,24-26, siempre en el contexto del discurso de despedida de Jesús. Jesús ora al Padre por los que el Padre le ha dado, que somos todos los que nos unimos a él por el bautismo y por la fe. Ruega que siempre estemos con él y así creemos que ha de ser, que estaremos con él para siempre.

La tercera opción es del evangelio de san Mateo 25,31-46 en que Jesús presenta cómo será el Juicio Final. Llegará el Hijo del Hombre y separará a los buenos de los malos. Los buenos recibirán el premio eterno porque practicaron las obras de misericordia: dieron de comer al hambriento, dieron de beber al sediento, dieron acogida al forastero, vistieron a los desnudos, visitaron a los encarcelados. «“En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”», les dice Jesús. Los que no practicaron las obras de misericordia son condenados «al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles». Unos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna. 


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A continuación unos comentarios.

La tradición de recordar nuestros difuntos se remonta a los primeros cristianos y lo mismo, a tantas tradiciones equivalentes en diversas culturas. En el trabajo de investigar los fósiles humanos y la transición de simios a humanos un criterio para identificar un hallazgo humano es el del enterramiento. Los simios no entierran a sus muertos. Cuando nos convertimos en humanos de lo primero que reconocimos fue nuestra desnudez (no necesariamente nos vestimos, pero sí comenzamos a sentir necesidad de adornar el cuerpo) y comenzamos a darle valor a nuestros seres queridos. Los simios también tienen sentimientos hacia sus seres queridos y eso se ha observado en la naturaleza. Entre los humanos esto se da de manera más compleja, más elaborada. No sabemos si entre los simios está la idea de la vida más allá de la muerte. Entre los humanos ciertamente esto se ha dado en las diversas culturas y sociedades. 

En tiempos de la Reforma protestante hubo una gran controversia sobre la necesidad de rezar por el eterno descanso de los difuntos. Se persiguieron de ambos lados y de ambos lados se quemaron en la hoguera unos a los otros por creer cosas distintas. Eso es trágico, porque para un cristiano no es legítimo desearle ni provocarle  la muerte a nadie. No tiene sentido perseguir, torturar o quemar viva a una persona porque piensa distinto. 

Si buscamos analizar el asunto con serenidad, digamos que Dios es absolutamente libre y soberano y nadie puede obligarlo a decidir o hacer algo. Es como si una hormiga nos quisiera imponer sus ideas. Si Dios es Dios, es totalmente libre y ni siquiera el diablo puede burlar su voluntad. Por tanto, no podemos imponerle a Dios que nos tenga que dar el cielo porque fuimos buenos o porque rezamos mucho. No podemos obligar a Dios con las buenas obras: ese es el argumento que los católicos reconocieron como válido en la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación proclamada el 31 de octubre de 1999 por el Vaticano bajo SS Juan Pablo II y la Federación Luterana Mundial (el lector la puede buscar por Internet). Las buenas obras son el resultado de la fe. De la misma manera que la flor emite aroma, así el cristiano con fe produce obras buenas. «Por sus obras se sabrá, se darán a conocer» (Mateo 7,16). 

«No todo el que me diga: “Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial”», dice Jesús en Mateo 7,21. Y la voluntad del Padre es el amor incondicional, como vemos en los evangelios. 

Si tenemos fe, resucitaremos. Es lo que vemos cuando Jesús se entera de la muerte de Lázaro y va a Betania y Marta le dice, «Mi hermano resucitará en la resurrección, en el último día». Ahí es que Jesús le dice, «Yo soy la resurrección, el que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Juan 11,24-25). 

En la misa también rezamos, antes de la comunión, «Señor Jesucristo, que dijiste a tus Apóstoles: «La paz les (os) dejo, mi paz les (os) doy», no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia». Lo mismo hacemos cuando pedimos piedad y misericordia por nuestros pecados y cuando rezamos por nuestros muertos, que Dios tenga piedad y misericordia y no se fije en nuestros pecados, sino en la fe que profesamos y que expresamos en el amor al prójimo.

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En la muerte todos somos iguales. Desnudos llegamos al mundo, desnudos volvemos a la fosa. La muerte desmiente nuestras vanidades y nuestro mundo artificial humano. Pareciera que entonces lo humano sólo tiene un valor efímero, pasajero. A fin de cuentas es como una burbuja con una belleza, un valor, solamente pasajero, transitorio. Estamos ahí y luego ya no estamos. Pero lo pasajero ciertamente tiene su valor propio. Es como el valor de la libertad, que se tiene y es algo precioso, aunque se pierda al momento de tomar una decisión. Lo mismo podemos decir de la belleza y la juventud, que tienen su valor propio, aunque sea por un instante en la biografía de cada uno. 

En eso consistió la sabiduría de los griegos, en reconocer que un campeonato se da dentro de un escenario inventado por nosotros mismos, con unas metas puestas por nosotros mismos y una gloria definida por nosotros mismos. Y el valor no radica en ser campeón, sino en el placer de participar del juego. Porque en realidad se trata de un juego y no de algo serio. El juego sólo es serio dentro del juego y uno juega con seriedad, porque si no, el juego no vale la pena jugarlo (quién quiere jugar con alguien que no se toma el juego en serio). Pero mientras uno juega con seriedad sabe también que en el esquema universal de las cosas se trata de un juego, de algo inventado para ocupar los días y las horas. 

Ese es el ideal de vida aristocrático, claro está, de los que son libres para organizar su vida al modo de un deporte. La mayoría de nosotros no podemos darnos ese lujo y vivimos atados (esclavizados) por nuestras necesidades económicas, es decir, biológicas, para comenzar. Pero aun comprometidos por las necesidades económicas siempre podemos encontrar tiempo («espacios») en que la vida también es deporte y juego. 

Aun aquello que tenemos que vivir y hacer por obligación lo podemos asumir desde nuestra libertad y con ironía, es decir, sabiendo que a fin de cuentas la muerte anula todo lo que hacemos y todo lo que valoramos en esta vida. 

Qué tal ensayar pensar desde la perspectiva de Dios. Dios hizo el mundo para que fuera eternamente transitorio, produciendo bellezas y valores transitorios. Nos podemos regocijar con él en estas bellezas y valores transitorios, incluyendo la de la vida de los seres especiales para nosotros y de nuestra propia vida.

Todos sabemos que la vida que vale la pena vivirse es la que es algo más que comer y dormir y resolver las necesidades biológicas. En ese momento podemos reconocer el valor cristiano de pensar primero en el prójimo, antes que en nosotros mismos. Y eso es lo que dijo Jesús, que lo que realmente vale es acordarnos de los necesitados y vivir con solidaridad unos con otros. Si lo hacemos en nombre de Jesús, viviremos con él y con él seguiremos en la vida eterna. Porque es algo bello, eso de la solidaridad y el amor en el seno de la comunidad cristiana y el amor entre hermanos de madre y padre y hermanos de la solidaridad cristiana. Así es como la vida es bella y vale la pena vivirse.

La muerte no es el final. Es la continuación de lo que ya vivimos desde ahora.


Preparé una presentación con otras reflexiones asociadas a esta fecha. El lector puede verla en YouTube: youtube.comFielesDifuntos2025




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