Este domingo vemos la parábola del fariseo y el publicano, cuando vienen al templo a orar.
La primera lectura de hoy está tomada del libro del Eclesiástico (Sirac) 35,12-14.16-18. El Señor es Juez, nos dice, y no distingue entre las personas, «para él no cuenta el prestigio de las personas. Para él no hay acepción de personas». Dios escucha siempre nuestras oraciones, no importa quiénes somos nosotros. Es lo que vamos a ver en el evangelio, que nos exhortará a no hacer distinción entre ricos y pobres, pecadores o «santos». Lo que le importa a Dios es nuestro corazón. Dios no desprecia, sino que aprecia siempre un corazón vuelto hacia él de buena fe. A Dios le agrada la oración del humilde y «resiste a los orgullosos» (Santiago 4,6; 1 Pedro 5,5-9; Proverbios 3,34).
Con el salmo responsorial (33,2-3.17-18.19.23) bendecimos al Señor que borra a los malhechores de la tierra y escucha los gritos de auxilio de los afligidos.
La segunda lectura continúa con la segunda carta de san Pablo a Timoteo 4,6-8.16-18, en su conclusión. «He combatido el buen combate,» dice, «he conservado la fe». Los estudiosos nos dicen que cuando san Pablo habla de la fe también se refiere a la fidelidad a Dios y a los mandamientos. Por eso él dice estar seguro del premio que le espera y que Dios da a los que le son fieles. «A él la gloria por los siglos,» termina. Notar que Pablo no se jacta de una vida buena por su propio esfuerzo, como si estuviera orgulloso de sí mismo (como los fariseos), sino que tiene una actitud de agradecimiento a Dios que le llamó y le concedió todo tipo de gracias a pesar de sus debilidades y pecados.
La tercera lectura continúa la lectura del evangelio de san Lucas 18,9-14, con la parábola del fariseo y el publicano, que ambos llegaron al templo a orar, pero con diferente actitud. El fariseo está orgulloso de sí mismo y de lo bueno que él es, mientras que el publicano está muy consciente de que es un vil pecador, un ser despreciable y por eso ni se atreve a acercarse al frente, sino que se mantiene atrás y ruega a Dios que tenga misericordia de él. «Os digo que este (el publicano) bajó a su casa justificado y aquel (el fariseo) no», concluye Jesús; «porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
En cierto modo la parábola de hoy continúa el tema de la oración y la fe que venimos viendo con san Lucas en los evangelios de los pasados domingos. Reflexionamos y meditamos sobre cómo se da nuestra oración y nuestra fe ante la presencia de Dios.
Uno se puede preguntar qué hay de malo en la mentalidad del fariseo. El fariseo es un hombre escrupuloso que quiere cumplir la voluntad de Dios y así organiza su vida, así se conduce. No es ladrón, ni adúltero, cumple con sus obligaciones de persona religiosa y ayuna, así sucesivamente. Esto está bien y eso no es lo que critica la parábola. Para entender, habría que recordar las palabras de san Pablo, «si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe» (1 Corintios 13,1). Así es como se entiende lo que Jesús dice en Mateo 5:20, «Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos». Para entrar en el reino de los cielos no basta la fe; hace falta la caridad, el amor. Esto es lo que no ven los tradicionalistas evangélicos y católicos.
Lo natural hubiera sido sentir desprecio por el publicano. ¿No es que nos indignamos ante la poca vergüenza de los insolentes y los descarados? ¿No es que sentimos una ira, una irritación visceral ante los abusos de los poderosos en su engreimiento? Es la reacción natural ante la insolencia de un asesino que se burla de nosotros y de sus víctimas y el Antiguo Testamento está lleno de ejemplos de esto. Es lo que provocó que el profeta Habacuc (1,2-3) exclamara «Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo» como leímos hace dos domingos. Igual, podemos ir el salmo 37 para ver la visión del Antiguo Testamento: Dios castiga al impío y premia al justo que busca el bien y obra el bien. En los salmos vemos continuamente esa reprobación de la conducta impía del que no tiene temor de Dios ni respeto por los demás y vemos que Dios envía su castigo terrible, mientras premia a los fieles a su Ley.
Pero con los profetas de la Nueva Alianza apareció lo que vino a decir Jesús: «yo, el Señor, juro por mi vida que no quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta y viva» (Ezequiel 33,11). Jesús confirmó que Dios no odia al pecador, sino que lo ama con el mismo amor con que nos invita a nosotros a amarle. «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Juan 3,17).
Si Dios no detesta al pecador, no nos toca a nosotros tampoco despreciarlo. Recordemos lo que eran los publicanos en tiempos de Jesús, que eran seres despreciables. Eran los colaboradores del imperio romano que se aprovechaban para administrar la recaudación de impuestos y robar hasta más no poder a expensas de sus víctimas. Se daban la buena vida como los políticos corruptos de nuestros días a expensas de los pobres, los marginados, los necesitados. Es como hablar de amar al torturador que te tortura, amar al que abusa de ti.
¿Significa que hay que dejarse abusar del abusador? De ninguna manera. También hay que resistir al abusador, denunciarlo, buscar por todos los medios legítimos cambiar la situación y los escenarios que permiten o facilitan que hayan abusos y que hayan abusadores. Pero en nuestro corazón no debe haber cabida para el odio. El odio es promovido por Satanás; el amor viene de Dios.
Así, ver un publicano arrepentido que reconoce que no lleva una vida de bien y que quiere cambiar de vida debe ser motivo de alegría para un cristiano.
Pero los fariseos siguen prejuiciados en contra de los pecadores, aunque se hayan arrepentido. Viven engreídos en que ellos son los buenos y ellos son los únicos que saben. Se creen santos y no se dan cuenta de que todos somos pecadores. La mujer arrepentida a los ojos de un fariseo siempre será una prostituta; el publicano colaborador y corrupto siempre será despreciable aunque se arrepienta; así.
Pero al reconocer que yo también gusto del pecado en las entretelas de mi corazón, reconozco que no puedo tener razón alguna para sentirme superior. El mismo Jesús dijo, «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios» (Lucas 18,19). Esa es la actitud de corazón que nos enseñó Jesús: amar al prójimo de manera incondicional porque Dios nos ama de manera incondicional.
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Una crítica que hicieron los modernos (Nietzsche y Schopenhauer) a los cristianos —crítica en que también proyectaron su antisemitismo— es que el énfasis en la humildad no valora justamente la dignidad intrínseca en todo ser humano. De esa manera el cristianismo representaría la perversión de los valores naturales en que el ser humano tiene un valor tan extraordinario que espontáneamente debería provocar en él un amor propio, un orgullo en sí mismo y por sí mismo, cosa que ni judíos, ni cristianos, reconocerían.
Hoy día también podríamos decir que la humildad del judío y del cristiano (que contrasta con el orgullo humano de los paganos) es una forma de violencia pasiva-agresiva contra los mejores en la sociedad. Sería una expresión del resentimiento y la envidia de los que no pueden y no tienen hacia los que pueden y tienen. Esto es algo así como la predicación mezquina de más de un sermonero que despotrica contra los ricos por el pecado de ser ricos, cosas así. Como mi suegra, que citaba el refrán de, «Lengua no criticó algo que no gustó». Más de un predicador se deleita describiendo los pecados sexuales porque en el fondo siente el deseo y la pasión y en realidad está expresando la envidia y el resentimiento hacia los que pecan. No se da cuenta de que esa es una manera de ser perverso.
No hay que irse a los extremos de un ateísmo moderno (que vería la religión como un obstáculo a la vida con calidad humana) ni a los de un cristianismo ultra conservador que no ve nada bueno en la modernidad. Baste pensar que tenemos legítimo motivo para sentirnos orgullosos de nosotros mismos en la sana auto estima de los hijos de Dios, como para reflexionar con Shakespeare en Hamlet, «Qué admirable el ser humano, cuán noble en su uso de razón».
Dios no nos pide que nos despreciemos a nosotros mismos, sino que apreciemos lo que es bueno, justo, admirable y que reconozcamos la dignidad intrínseca en cada ser humano, no importa si es un malvado o si es un santo en su conducta. El amor incondicional cristiano es como el de Dios, por toda la creación y por todo ser humano como seres buenos y en todo lo que pueden llegar a ser, porque el mundo no es algo estático, sino dinámico.
Invito a ver mis apuntes de años anteriores (pulsar sobre el año): 2022, 2019, 2016.
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