No fue una persona que pueda decirse que llevó una vida ejemplar. ¿O sí?
Es que fue una vida ejemplar de verdad, aunque dejó qué desear en su vida personal.
En su vida pública fue un predicador fogoso y un ministro de la Palabra como pocos lo han sido. En nombre del evangelio no sólo luchó contra la injusticia del racismo él solo, sino que logró atraer a miles a su causa y a exorcizar los prejuicios raciales que aquejaban a los Estados Unidos y su influencia se extendió al mundo entero.
No solamente fue un hombre del evangelio, también fue un gran patriota. Si la constitución de los Estados Unidos y la tradición democrática dice que los hombres nacen libres y que tienen un derecho inalienable a la felicidad, entonces a los negros hay que reconocerle sus derechos ciudadanos. Esto lo predicaba desde su púlpito.
King entonces promovió la lucha por los derechos ciudadanos siguiendo el modelo de otro santo del siglo 20, Mahatma Ghandi (no hay que ser católico para ser santo). Ambos se distinguieron por la lucha pacífica: su acción política pacífica fue un testimonio a unos principios y derechos que ningún humano de buena fe puede negar. Esos principios y derechos no necesitaban de ellos para ser válidos. Sí necesitaban de ellos para animar a otros a defenderse de las injusticias humanas y sociales.
En una época en que los norteamericanos estaban comprometidos en una guerra fría con la Rusia soviética, el movimiento de los derechos civiles de las minorías negras se vio como una amenaza a la seguridad nacional. Por eso King fue atacado, no en sus ideas, sino por su vida personal, un ataque “sucio”. ¿Qué tiene que ver su vida personal con sus defectos, con la validez de sus planteamientos?
Quizás por haber experimentado el látigo del ataque personal fue que King formuló su sueño, de que algún día los seres humanos serían juzgados, no por el color de su piel, sino por la cualidad de su carácter.
La lucha continúa. Ruega por nosotros, San Martín Lutero King.
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