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Hace 50 años, un día como hoy, SS Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II


El 25 de enero de 1959, al terminar la ceremonia de cierre del Octavario de oración por la Unidad de las Iglesias, en la basílica de San Pablo Extramuros, el Papa Juan XXIII anunció su intención de convocar el Concilio Vaticano II, ante un grupo de diecisiete Cardenales allí presentes. El que habían pocos presentes demuestra que los tomó a todos desprevenidos, de lo contrario, no hubiera faltado un solo cardenal de Roma.

La ocasión del anuncio refleja las preocupaciones ecuménicas del Papa Juan. Dícese que en Francia en una ocasión informal en que conversaba con ministros de otras iglesias, les propuso una actividad conjunta como hermanos. Ellos objetaron: “Creemos cosas tan distintas,” le dijeron. A lo que él les contestó: “Para juntarnos no es necesario discutir ideas”. Pocos han llegado a entender el ecumenismo tan claramente. Ciertamente los “duros” de hoy día nunca podrán entender esto. (Ellos también dirán que los que traicionan su fe fomentando el ecumenismo son unos ilusos y unos… claro, “blanditos”.)

En esa ocasión, hace 50 años hoy, el buen Papa Juan también anunció la celebración, por primera vez en toda la historia de la Iglesia, de un sínodo para la diócesis de Roma. Juan XXIII fue el primer papa en siglos que demostró inquietudes de pastor para con la diócesis de Roma. Y también incluyó el anuncio de su intención de echar adelante la revisión del Derecho Canónico como un propósito importante del Concilio. La necesidad de esta revisión era evidente por entonces. Había que revisar los cánones a la luz de criterios pastorales y no jurídicos.

Según el testimonio de Mon. Loris Capovilla, secretario personal de SS Juan XXIII, el Papa le comunicó su idea apenas unos días después de su nombramiento, el 2 de noviembre de 1958. Mon. Capovilla también contó la anécdota de cómo el Papa al final de la jornada, por la noche, se arrodillaba frente al Santísimo en su capilla privada y rezaba y meditaba. El mismo Papa le contó que todas las noches al terminar su oración le decía al Santísimo: “Hago todo lo que puedo. Lo demás te toca a ti.” Quizás de aquí viene la anécdota de que al visualizar un problema antes imprevisto, pensó, “Tengo que ir a decírselo al Papa mañana a primera hora”. Entonces se dio cuenta, “Pero el Papa soy yo…”

En ese contexto surgió el proyecto de celebrar el Concilio. Sería un modo mucho más eficaz de enfrentar la difícil tarea de “poner la Iglesia al día”, de darle un “tune-up” a la Iglesia. No sería la continuación de Vaticano I. La situación y los temas a tratarse eran muy distintos a los de un siglo atrás. Claro, el primer problema, él lo sabía, sería encontrarse que muchos no veían lo que él veía. Los años no le habían pasado por encima de balde.


Aparentemente, hubo tres propósitos principales para el Concilio. El primero, como indicado antes, fue la renovación de la Iglesia, la puesta al día del catolicismo. Luego, en segundo lugar había que sanar el escándalo de la división entre las iglesias, había que buscar abrir caminos al ecumenismo, abrir caminos hacia el diálogo entre las iglesias. Finalmente, en tercer lugar, pero no menos urgente, la promoción de la paz y el entendimiento, pero entre las naciones. Era el momento más recrudecido de la “Guerra Fría” entre Rusia y Estados Unidos, y del proceso de descolonización que confirmó el surgir del llamado Tercer Mundo, con sus países con sentido de identidad propia y sus economías en vías de desarrollo.

Podemos decir entonces que el Concilio habría de moverse alrededor de tres grandes temas: el diálogo con el mundo, el diálogo con las otras iglesias, el diálogo consiga misma. En el diálogo consigo misma el esfuerzo iría dirigido a la renovación de sí misma, de su estructura y de sus enseñanzas y de su concepción de sí misma. Sólo así sería posible el diálogo (ecuménico) con las otras iglesias y el diálogo (evangelizador) con un mundo secularizado o en vías de una secularización ocasionada por el desarrollo económico.

Para que el diálogo con el mundo y con las otras iglesias fuera posible, era necesario renovar la Iglesia misma, iniciar ese diálogo de la Iglesia consigo misma. Si ese diálogo consigo misma no se daba, o si esa renovación de la Iglesia fracasaba, entonces los otros dos diálogos eran imposibles. (No es lo mismo cuando la Iglesia se entiende a sí misma en español jíbaro puertorriqueño, o en swahili, o en chino mandarín, que cuando se entiende a sí misma en latín medieval.)

Algunos luego han pensado con el cismático Mon. Marcel Lefebvre que Vaticano II intentó destruir la Iglesia, como si hubiese sido de inspiración diabólica. Pero si tantos se alegraron con el Concilio (la alegría es señal del Espíritu) y las votaciones a favor de los documentos fueron tan abrumadoras, habría que decir que no fue de la inspiración diabólica, sino del Espíritu Santo. Es extraño que alguien pueda pensar que de algún modo Vaticano II fue un error garrafal de unos “flower children” de los 1960…

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