Esta semana el Vaticano se está reuniendo con los obispos irlandeses para hablar sobre el tema de los sacerdotes pedófilos y los casos de abuso sexual de menores en Irlanda.
Esta noticia tiene un aspecto negativo y otro positivo. Primero veamos la vertiente negativa y dejemos la parte positiva para disfrutarla mejor en un segundo momento.
Primero, que el Vaticano convoque a los obispos irlandeses para un diálogo sobre el escándalo de los sacerdotes pedófilos y los abusos sexuales en Irlanda es algo realmente indebido, porque le falta el respeto a los obispos. Lo es, no porque el tema amerite la atención y el diálogo, sino porque tal convocatoria representa una especie de paternalismo. Los obispos no son niños inmaduros incapaces de reunirse como Conferencia nacional episcopal para deliberar y proceder sobre el asunto.
La convocatoria de los obispos a Roma también los reduce a ser representantes del Papa en su país, como si fuesen funcionarios del Vaticano. Cuando se ejerce la autoridad de esa manera, el cristianismo se echa de lado, queda en el olvido. Uno ve al obispo, no como un testimonio pastoral de Cristo, sino como un representante de la administración vaticana. En vez de ser pastores de su grey, los obispos se ven obligados a ser portavoces de la línea diplomática del Vaticano.
Ahora veamos la parte positiva. Por primera vez en veinte años o más, el Vaticano ensaya una solución pastoral al problema de los abusos sexuales y se preocupa más por una solución verdaderamente cristiana para el asunto.
Desde siempre la jerarquía de la Iglesia mostró que era más importante defenderse mediante el secretismo y las tácticas evasivas a toda costa, antes que, como buenos cristianos, mostrar respeto a la verdad traída a la luz pública, que en este caso hubiese implicado la compasión cristiana por las víctimas de los sacerdotes abusadores. En su mayoría se trató de menores de ambos sexos que fueron endrogados, emborrachados, violados, sodomizados, y luego amedrentados psicológicamente. Tales víctimas sufrieron los estragos de ese maltrato por el resto de sus vidas. Algunos llegaron a suicidarse y otros nunca han recuperado su integridad emocional. En ese contexto, los obispos encubrieron a sus sacerdotes, trasladándolos de una parroquia a otra en un ciclo continuo de abuso de menores que llevaba a denuncias, lo que a su vez llevaba a traslados y la reincidencia en el abuso de menores. Mientras tanto el número de víctimas reportadas aumentó continuamente.
Cada vez que las víctimas, los feligreses o algún miembro de la prensa o del público en general buscó algún reconocimiento de responsabilidad o de alguna obligación de rendir cuentas por su actuación a sacerdotes u obispos, se encontraron con una muralla de encubrimiento, secretismo y muestras de indignación por haberse atrevido a retar la jerarquía clerical. Entonces fueron de nuevo víctimas del maltrato, esta vez a manos de los obispos y sus abogados.
Jurídicamente, la conmiseración con las víctimas y el castigo de los sacerdotes culpables equivalía a una admisión de culpabilidad de parte de los obispos y de la Iglesia, que no se ocupó de ejercer una supervisión adecuada. La oportunidad de aceptar culpabilidad fue una ocasión para dar testimonio de verdadero cristianismo. De haber sido así, cada obispo hubiese aceptado su responsabilidad personal, lo que podría equivaler a una especie de martirio (y recordemos que en griego “mártir” significa “testigo”).
En ese contexto los obispos se olvidaron de que los cristianos desde los primeros tiempos reconocieron que con el bautismo se acepta la posibilidad del martirio. Pero prefirieron salvar su pellejo y les fue imposible concebir otro curso de acción que no fuera el de actuar más como ejecutivos de una gran corporación que como pastores.
Entonces buscaron desacreditar y arrojar sombra sobre el carácter y motivación de las víctimas, como una táctica de defensa legal. Luego dieron la excusa de estar mal aconsejados por sus abogados. Pero si hubiesen visto el asunto en términos cristianos y pastorales, entonces ellos hubiesen podido encaminar los abogados hacia la reconciliación, desde el principio. Su “martirio” hubiese sido el de tener que perder prestigio personal por su irresponsabilidad como pastores y como administradores, aunque a la larga hubieran sido admirados por su entereza.
Para los obispos lo correcto debió haber sido el estar dispuestos a pagar grandes sumas en compensaciones o en programas de rehabilitación para las víctimas. Pero entre tanto hubiesen logrado mucho en términos de su testimonio cristiano ante el mundo, que también hubiera visto que no necesariamente fue un asunto de una pobre supervisión pastoral de los sacerdotes y párrocos.
Claro, por otro lado el Vaticano intervino pronto en el asunto y pasó la orden de que ningún obispo actuara o hablara sin antes recibir la aprobación para ello de parte de la Santa Sede. Pero en la Curia no entendían adecuadamente el asunto, y lo juzgaban con ojos clericales, de la misma manera con que han juzgado tradicionalmente los casos de sacerdotes que han faltado a su celibato y desean “corregirse” sin importar las mujeres y los niños que dejan atrás...
Según el testimonio de las mismas víctimas, en sus comienzos la mayoría sólo esperaba un reconocimiento del problema y algún castigo canónico o algún compromiso de buscar la rehabilitación de los sacerdotes perversos. Lo realmente escandaloso es que a ningún obispo se le ocurrió esa solución.
Fue necesario que el número de denuncias ascendiera a cientos y que la prensa lo denunciara y las autoridades judiciales impusieran severas sanciones económicas, antes que la jerarquía llegara a estar dispuesta a reconocer alguna responsabilidad en el asunto del abuso sexual de menores por sacerdotes pedófilos. Aun así, todavía hubo obispos y cardenales que no demostraron preocupación alguna por el asunto. El Vaticano tampoco demostró estar enterado, al respaldarles. Un cardenal de alto rango, el arzobispo Bernard Law de Boston, renunció ante el clamor público y como un modo de aplacar las decisiones judiciales en contra de la diócesis. Tal pareció que el Vaticano entonces le premió, antes de hacer de él un ejemplo de amonestación por la insensibilidad hacia las víctimas y el encubrimiento continuo de sus sacerdotes. Se le encomendó una alta posición en la Curia, puesto que ocupa hasta el presente.
Hubo que esperar a los litigios en corte para que se comenzara a castigar a los culpables. La Iglesia por su propia iniciativa no fue capaz de tal cosa. Roma decidió intervenir directamente cuando le tocó el bolsillo, cuando la crisis se tradujo en dólares y centavos, cuando en Estados Unidos bajó el primer fallo adverso contra una diócesis, que tuvo que responderle al tribunal y a las víctimas con compensaciones de millones de dólares. Entonces el Vaticano, igual que lo hace ahora con los irlandeses, intentó dirigir las decisiones de la Conferencia Nacional de Obispos de Estados Unidos y sólo logró empeorar la situación.
La actitud hacia las víctimas era algo análogo a la actitud hacia las mujeres asociadas con las faltas al celibato clerical. Había más consideración para el sacerdote, por malévolo que resultara, que para su víctima. Esto incluía la indiferencia hacia los hijos que estuviesen de por medio.
Hoy admitimos que esto se ha dado en todo el mundo. En África, por ejemplo, han habido muchas denuncias de monjas violadas y continuamente utilizadas como objetos sexuales por sus capellanes. En Irlanda, famosa por su catolicismo tradicional y fervoroso, las denuncias que se dieron a finales del 2008 han revelado un nivel increíble de corrupción sexual y abuso de menores. En Irlanda al menos hubo cierta honestidad. Cuatro obispos irlandeses renunciaron a sus cargos, reconociendo así su responsabilidad. En ningún otro caso ha sido así.
En el 2002 el Vaticano citó a una reunión del Papa con los cardenales norteamericanos para considerar la cuestión. Pero sólo logró demostrar que los miembros de la curia del Vaticano no habían prestado suficiente atención al asunto (SS Juan Pablo II dependió de sus ayudantes para la clarificación de la postura oficial de la Iglesia). Las relaciones con los representantes de la prensa norteamericana fueron un desastre. Al final se produjo un documento que sólo repetía unas generalidades, no reconocía la responsabilidad de los obispos, y echaba la culpa sobre los hombros de los sacerdotes que faltaron a su deber.
Además, el documento del Vaticano del 2002 pasó por alto el dolor de las víctimas, el escándalo de los feligreses y el desprestigio de la Iglesia que toda aquella situación representaba. Demostró así que para la Iglesia institucional eran más importantes los sacerdotes que sus víctimas. A ninguno de los que autorizaron la redacción se le ocurrió hablar de las víctimas del maltrato clerical escandaloso con simpatía y conmiseración. Fue una expresión de la mala comprensión de lo que es el liderazgo clerical verdadero, que no mira a los privilegios de los clérigos, sino a sus responsabilidades, que son su verdadero privilegio.
Finalmente, el documento habló sobre los sacerdotes homosexuales, como si su existencia fuese el resultado de las reformas del Concilio Vaticano II. Igualmente, la sugerencia de que todo el problema giraba en torno a las desviaciones sexuales de unos pederastas fue algo ridículo, para el que estaba enterado de toda la situación (como lo debían haber estado ellos). Con esto revelaron que estaban más pendientes de denunciar un supuesto desorden en la Iglesia norteamericana, tan influenciada por los liberales del Vaticano II, en vez de atender a un análisis objetivo de la situación, a la luz del evangelio. Y es que el problema de la sexualidad clerical no tenía que ver con el Concilio Vaticano II, ni las reformas de los seminarios y su programa de estudios.
Por el bien del Evangelio y nuestra fe en el Espíritu Santo que guía a la Iglesia, esperamos los resultados de la reunión que se da en estos días entre los obispos de Irlanda y el Papa y los oficiales del Vaticano.
Nota Bene: Al terminar estos párrafos me acabo de enterar de otro escándalo más de abuso sexual de menores, esta vez en una prestigiosa escuela de los jesuitas en Berlín, Alemania. El provincial de los jesuitas acaba de admitir que desde 1981 estaban al tanto de la situación, pero que no hicieron nada para evitar que siguiera sucediendo. Parece que el abuso sexual también se estuvo dando en otras escuelas de los jesuitas en Alemania.
Pienso que el Espíritu Santo empuja a la Iglesia en alguna dirección, al encontrarnos en esta situación. Es algo parecido a la crisis en la Iglesia Anglicana con motivo de la ordenación de mujeres y la ordenación de homosexuales al sacerdocio y al episcopado. Hay que estar atento a los signos de los tiempos, buscar discernir hacia dónde es que Dios nos empuja.
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