Supuestamente, algo que preocupa mucho a SS Benedicto XVI es el tema del relativismo, al que aparentemente asocia la decadencia de Occidente. Supuestamente, según su razonamiento, el relativismo es una posición suicida y por ende, implica algo así como el suicidio de Occidente. El punto es traído por Carla Powell en la revista católica inglesa The Tablet, con fecha de agosto del 2010. Ver http://www.thetablet.co.uk/article/15189. Yo creo que no hay razón para alarmarse.
El tema tiene su importancia, porque está asociado a la controversia que generó una minoría desde la época del Concilio Vaticano II, que alegó que el concilio estaba destruyendo el catolicismo y que tras la mentalidad del concilio subyacía la filosofía del relativismo. Supuestamente, para poder cambiar la Iglesia había que postular ese relativismo en cuanto a las tradiciones que habían sido hasta entonces el sello de identidad del catolicismo. En el concilio habría triunfado “la hermenéutica del cambio”, cuando la tradición siempre había sido la de transmitir lo recibido, la misma fe y las mismas tradiciones Quod semper, quod ubique, quod ab omnibus, la fe que siempre, en todas partes, todos los cristianos han profesado.
Claro, el papa Benedicto se ha distanciado también de los extremistas, como los seguidores de Mon. Marcel Lefebvre, el obispo cismático que propuso de manera tajante lo planteado en el anterior párrafo. Se ha llegado a afirmar continuamente que el Santo Padre condenó la “hermenéutica de la discontinuidad”. A base de repetirlo, más de uno ya da por cierto que habló así. En realidad nunca pronunció tal frase. Habló sobre la “hermenéutica de la reforma” y la recomendó, junto con la noción de la renovación de la Iglesia. El lector puede consultar http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2005/december/documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_roman-curia_sp.html.
Para calibrar el asunto, reflexionemos sobre el asunto de base, el relativismo, la filosofía suicida. Algo que caracteriza la civilización occidental desde sus comienzos es la capacidad para dudar de sus propios principios y sus propios estilos y formas de vida. Si se le quita esa capacidad para el pensamiento crítico, entonces sí que la civilización occidental se desvirtúa.
En las ciudades griegas de la antigüedad siempre hubo cabida para los extranjeros y siempre hubo diálogo con ellos, lo mismo que en Roma. Esa capacidad de diálogo no hubiera sido posible sin un sano distanciamiento de las propias ideas, una ironía socrática y cartesiana frente a las propias convicciones. Durante la Edad Media, los bárbaros olvidaron esto y asumieron una actitud de intransigencia y hostilidad hacia los extranjeros. Pero esto duró relativamente poco, porque ya cerca del año 1000 comenzaron de nuevo a tener un contacto fructífero con los árabes. Y así ha continuado la historia occidental hasta hoy día. Sin el pensamiento crítico, no habría una ciencia occidental de talante humano.
Es que no es lo mismo una afirmación indecidible como “Esto que te digo es falso” (no hay manera de saber si eso es cierto o falso), y el estar alerta ante la posibilidad de que uno esté equivocado. Sólo así, por ejemplo, fue posible salir de la ilusión de que el sol se mueve en una trayectoria por el cielo, “sale” por oriente y “se pone” o se acuesta por occidente.
¿Va la Iglesia también a dudar de sus propios principios? No hay que volver a inventar la rueda. Ya los teólogos de Vaticano II trabajaron el asunto y el resultado ha sido el admirable conjunto de documentos del Concilio. No hay razón para volver a los dilemas preconciliares sobre cuál habría de ser la posición de la Iglesia frente a los retos de la época contemporánea.
Todos los concilios de la Iglesia dependieron de la teología y de los teólogos y de las aventuras de la imaginación teológica. Cuando el pensamiento se apaga, ya no es posible hablar de una Iglesia viva. Está claro que los que ven a los teólogos como unos enemigos se parecen a los que ven a los científicos como unos enemigos. Pero lo natural en nosotros los humanos es vivir en medio de las dudas y de la inseguridad. Quizás por eso nos sentimos llevados a aferrarnos de unas ideas como si fueran "tablas de salvación", como decía José Ortega y Gasset.
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