Siento gran simpatía por los españoles. Pero eso no me ciega a sus defectos. Sobre todo cuando se trata del lado negativo de sus tradiciones y su impacto sobre nuestra cultura hispana en América. Aprecio a los españoles como ellos mismos se aprecian y se critican. Pero atrévase alguien de afuera venir a criticar.
En los siguientes párrafos el punto que busco proponer es: los españoles no nos pudieron legar algo que ellos mismos no tenían.
No nos podían legar la idea de la democracia participativa.
Nos legaron, sí, la idea de que hay que oponerse a toda forma de autoridad. Ser un buen español y por tanto ser un buen hispano, equivale a ser anarquista. Por eso nos oponemos y criticamos a todo lo que proponga el gobierno. España nos legó la idea de que la relación entre pueblo y gobierno es adversarial.
España nos legó el caudillismo y el caciquismo. Eso implicó un tipo autoritario de gobierno, suavizado por el carisma del caudillo. Y también la idea medieval que lo más admirable en una persona es ser “siempre fiel”. Por eso por encima de otra consideración lo importante es que el funcionario le sea fiel a su jefe.
Por eso es que seguimos ciegamente a los líderes de los partidos y no tenemos una opinión propia hasta que no sepamos cuál es la opinión del líder.
Por eso no discutimos ideas o proyectos. Discutimos personas. Aceptamos lo que nos dicen dependiendo de quién venga.
Así heredamos también la tradición de que las cosas se obtienen por astucia, no por el derecho o el esfuerzo y trabajo. Admiramos al que se sale con la suya. Es más admirable ser listo, que respetar lo que es justo.
España nos legó la mentalidad que lo importante es sobrevivir a toda cosa, “buscárselas”, como los náufragos.
Los españoles nos legaron la visión aristocrática de la vida.
Por eso nuestro ideal es no trabajar, porque el trabajo es degradante. Lo mejor es vivir como un señorito, “y no hago más ná”, aunque recibamos una miseria por ayuda social. Por eso las mujeres están ahí para servirnos, una idea que también heredamos de los árabes.
Y eso lo justificamos diciendo que “lo importante es ser”, más que “tener”.
Por estas razones es interesante cómo los líderes de los partidos que admiran mucho la cultura norteamericana están entre tanto inmersos en la mentalidad hispana, la del mundo de los caudillos y de los señoritos. Por eso son simpáticos al pueblo cuando bailan en público en una campaña en que no se habla de lo sustantivo, de los verdaderos problemas del país. Es porque también al rey no se le puede decir lo que no quiere oír.
Esto a su vez aclara qué sucede cuando alguien llega a ocupar un puesto en el gobierno, como alcalde o jefe de agencia. No se les pasa por mente que haya algo malo en que ellos adopten la actitud de los déspotas a quienes no se les cuestiona las órdenes que dan, ni tienen necesidad de rendir cuentas.
Es que también heredamos la visión del mundo que tienen los militares y los curas, las dos figuras principales de la tradición española. Los militares mandan y los demás obedecen y como los curas, tampoco tienen que explicar su conducta o dar cuenta del dinero que manejan.
En el mundo hispano es inconcebible que alguien se atreva a demandar al gobierno, o de arrastrar a los funcionarios a rendir cuentas en un tribunal de justicia. A los contratistas el gobierno les paga cuando a los gobernantes les da “la real gana” y es impensable que los contratistas se atrevan a demandar al gobierno. Total: no hay sentido de responsabilidad pública.
El puerto de Nueva York está controlado por la mafia, hasta el día de hoy. Se cuenta que un mafioso una vez dijo, "¿Usted piensa que yo soy un truhán?". A un funcionario hispano ni tan siquiera se le ocurriría esa pregunta. En Nueva York hasta los jueces están comprados. Pero eso no es obstáculo para que haya justicia.
Y cuando hay injusticia, hay la libertad democrática para marchar y recibir palos y cantazos hasta que quede claro lo que pasa. En un país totalitario uno también recibe palos, pero no se da por sentado que las cosas pueden cambiar.
El puerto de Nueva York está controlado por la mafia, hasta el día de hoy. Se cuenta que un mafioso una vez dijo, "¿Usted piensa que yo soy un truhán?". A un funcionario hispano ni tan siquiera se le ocurriría esa pregunta. En Nueva York hasta los jueces están comprados. Pero eso no es obstáculo para que haya justicia.
Y cuando hay injusticia, hay la libertad democrática para marchar y recibir palos y cantazos hasta que quede claro lo que pasa. En un país totalitario uno también recibe palos, pero no se da por sentado que las cosas pueden cambiar.
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