La primera lectura de hoy continúa la lectura del libro de Hechos 15,1-2.22-29 (capítulo 15, versículos 1-2 y versículos 22-29). Algunos judíos cristianos que bajaban de Jerusalén se pusieron a enseñar que había que seguir lo estipulado en la Ley mosaica, como la circuncisión, so pena de verse condenados en la otra vida.
Esto provocó una violenta discusión que tuvo que ser decidida por los apóstoles y presbíteros en Jerusalén. Se decidió que la circuncisión no es necesaria para la salvación y que del resto de la Ley, sólo habría que seguir “lo indispensable”: no contaminarse con idolatría, no comer sangre, no comer carne de animales estrangulados, no fornicar. La decisión se anuncia a nombre de la asamblea: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros”.
Hasta el día de hoy este tema puede ser controversial, si los preceptos de la Ley de Moisés siguen vigentes para los cristianos. Más de uno se une a grupos que observan el sábado, antes que el domingo, ya que está en Éxodo 20,8: “Recuerda el día del sábado para santificarlo”. Otros no comen morcillas, por ejemplo, ya que en la misma lectura de hoy dice que no es permisible comer sangre.
Por otro lado, Levítico 5:2 establece que tocar un animal muerto implica impureza (pecado). Tocar un pescado muerto, un pedazo de conejo, piense usted. Lev 20,10 establece que hay que matar a los adúlteros, tanto él, como ella.
Quien secuestra otra persona debe morir (Ex 21,16); el que maldiga a su padre o a su madre, debe morir; si dos pelean y uno tiene que ser hospitalizado, el que le pegó correrá con los gastos; “darás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal” (Ex 21,24). Ni los bueyes se salvan porque si un buey acornea a uno y le mata, el buey será apedreado, junto a su dueño. ¿Alguien sabe del dueño de un buey que haya sido sentenciado a muerte junto a su buey?
Y como en el caso de Ex 21, hay tantos otros ejemplos de castigos extremos y de costumbres que son repudiables para nosotros. Ex 21,7 justifica la práctica de vender a la propia hija, por ejemplo y establece que ella no podrá ser rescatada como los demás esclavos. ¿Venderla al tráfico de blancas? ¡La Biblia lo dice!
¿Cuáles son entonces “los preceptos indispensables”? En la lectura de hoy la asamblea de apóstoles y líderes de la pequeña cristiandad de entonces (el grupo de Jerusalén y de Antioquía, probablemente) reprueban la idolatría, comer sangre de animales estrangulados, la fornicación.
Sin que lo diga la Biblia, se sabe que la idolatría es un desatino.
¿Matar un pollo agarrándole el pescuezo con la mano y dándole vueltas en el aire, eso cuenta como estrangularlo?
Pero Jesús resolvió todo ese asunto de la comida. “No es lo que entra por la boca de un hombre lo que lo hace impuro.” (Mateo 15,17; Marcos 7,19) La Ley de Moisés quedó a un lado. Ahora estamos en el Nuevo Testamento con la Ley del corazón, la ley del amor.
Que haya que reprobar la fornicación indica que era algo bastante generalizado. Es que fornicar es algo natural. Por eso, por ser natural, Santo Tomás de Aquino y Dante no lo consideran un “pecado” tan grave. Más pecaminoso para ellos es la mentira, que es síntoma de malicia intencional.
No es lo que uno hace. Es lo que uno piensa. La intención es lo que cuenta. Para un cristiano no es tan importante lo que uno hace; es lo que uno piensa lograr con lo que uno hace.
Pero la asamblea de Jerusalén en la lectura de hoy todavía no ha visto bien el asunto. Más adelante en el mismo libro de los Hechos esto se aclarará.
El asunto fue decidido en asamblea y la decisión se vio como iluminada por la inspiración del Espíritu Santo. Desde entonces los cristianos hemos tomado las decisiones de los concilios de la misma manera. Puede que tales decisiones hayan sido incompletas, como en el caso de hoy. Para eso habrán otros Concilios. El cardenal Newman escribió sobre esto, Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana.
Cierto, que las conclusiones de los concilios siempre han sido controvertidas. El caso del Concilio Vaticano Segundo confirma la costumbre.
El salmo responsorial canta versículos del salmo 66. Es un canto de alabanza y de alegría, propio de este tiempo de Pascua.
La segunda lectura es del libro del Apocalipsis 21,10-14.22-23. Una vez más se nos presenta la Nueva Jerusalén que baja del cielo, “enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios”. A diferencia del peregrinar por el desierto de cuaresma, en la Revelación final de Pascua la salvación, la Tierra Prometida, viene a nosotros, baja del cielo.
La descripción de la ciudad santa, Jerusalén, está llena de símbolos. Toda la ciudad es templo del Señor y no necesita luz, porque Dios mismo es su lámpara con el resplandor de su gloria.
En un pasaje alterno para la segunda lectura de este día en la celebración se puede leer Ap 22,12-14.16-17.20. En este pasaje se anuncia la Segunda Venida del Señor. Jesús ya vuelve, para dar a cada uno “su salario”, su paga. “El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven!” y “Dichosos los que lavan su ropa, para tener derecho al árbol de la vida y poder entrar por las puertas de la ciudad.”
¡Ven Señor Jesús! ¡Maranatá! Los cristianos no nos distinguimos de los demás en medio de la realidad en que habitamos. Sólo que estamos orientados en nuestro vivir hacia la llegada del Señor.
En ese sentido somos como los que esperan.
Digamos que estamos a la espera de un amigo, o de la novia que se ausentó. Si ellos significan algo importante para nosotros, el conjunto de lo que estemos haciendo se ordenará en ese sentido. Si no son tan importantes, entonces lo que estemos haciendo se organizará de otro modo.
No es que sea una maldad “estar en el mundo”, en los intercambios con los demás, en diversas actividades. Si me ausento y al volver encuentro que mi amigo ni se acordaba de que yo venía, eso no quiere decir que mi amigo esté entregado a la maldad. Si alguien vive sin acordarse de Dios, eso no significa que esté en el reino del mal.
Uno puede vivir alejado de Dios, pero nunca en un lugar en que Dios esté ausente. Hasta cuando Dios parece estar ausente, en realidad está allí.
La tercera lectura, el evangelio, es de Juan 14,23-29, enlazando con los domingos anteriores. En el contexto de la Última Cena Jesús continúa su discurso de despedida. “El que me ama guardará mi palabra,” dice. Como lo apuntado para la segunda lectura, el amante respeta al amado y tiene presente las cosas que ha dicho el amado.
No se confunda el respeto con el miedo. Eso sucede a menudo en nuestro mundo hispano. El miedo hace que no actuemos ni decidamos por preferencia propia. El amado quiere que le sigamos porque sí. El amar no requiere de razones, de lógica. Baste la soberanía de nuestra voluntad. El miedo es un obstáculo al amor.
No es lo mismo respetar por amor, que respetar por miedo. Por eso Dios no está pendiente de castigarnos.
“El Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.” Sin el Espíritu no podríamos ni tan siquiera tener fe.
En la vida diaria, en nuestro vivir, tenemos que afanarnos por una cantidad de cosas, de tareas. Vivir es como nadar. Si dejas de estar pendiente, te hundes. Así es como algunos se aprovechan de los incautos y se presentan como videntes. “Veo en las cartas una persona que te da problemas”; “Hay problemas de dinero”; así sucesivamente.
¿Quién puede vivir sin problemas? Vivir de por sí es un problema.
En un momento dado uno se encuentra luchando, luchando. Pareciera que a fuerza del agobio por lo que hay que hacer, no hay tiempo para vivir.
¿Los ricos serán los que “viven”, los que se dan “la buena vida”? ¿Qué tal los “vividores”? Sabemos que no; los ricos y los que viven del dinero de otros tampoco encuentran que viven. Nunca hay tranquilidad, nunca hay modo de vivir como se supone.
“La Paz os dejo, mi Paz os doy,” continúa Jesús en la lectura. Él es el camino y la vida. Una vez uno tiene el encuentro con Jesús, descubre el camino, es decir, la jerarquía de valores, la perspectiva que le permite a uno vivir. Uno está en el trajín de vivir, pero a la vez vive con orientación. Es la paz dentro de la contienda.
En un pasaje alterno para la tercera lectura de este día en la celebración se puede leer Jn 17,20-26. Jesús levanta los ojos al cielo y ruega por sus discípulos, para que crean en él y a su vez logren convertir a otros para que todos crean en su predicación.
Se repite la invocación que encontramos el domingo pasado, “que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.”
Uno no entiende cómo todavía están los que se oponen al movimiento ecuménico pro unión entre los cristianos. A pesar de los malos entendidos, que son inevitables, es necesario caer en cuenta de que la unión entre los cristianos no es asunto de la mente, sino del corazón.
No es cuestión de ver quién tiene razón, sino de ver cómo nos unimos en nuestra fe común, fe que no es asunto de definiciones. El amor no es asunto de definiciones.
La unión entre los cristianos no es asunto administrativo, de ver quién gobierna sobre los demás.
En ese contexto veo resultados inesperados en la creación de una prelatura anglicana, es decir, una diócesis internacional católico romana de rito anglicano. Es inevitable pensar, a pesar de que no fuese cierto, que la tal prelatura/diócesis fue creada con la intención de atraer a los anglicanos más conservadores y a la vez tenerlos dentro de un redil aparte para que no se vea tan a las claras la incongruencia de aceptar sacerdotes casados mientras se exige el celibato a los demás. En la prelatura anglicana se sigue también el ritual anglicano, del Libro de Oración Común.
Alguien podría ver aquí el modelo del camino a seguir en el ecumenismo. Pero hay que hacer una salvedad. Las iglesias no deben verse como diócesis del Vaticano. De esa manera los Bautistas de Estados Unidos, por ejemplo, jamás aceptarán la unidad.
Entre tanto se confirma el concepto de colegialidad: la relación entre el Vaticano y las diócesis del mundo no es una piramidal, como si fuese una multinacional. La relación de colegialidad es una de pares, de iguales. Por fin va quedando atrás la idea monárquica de la relación entre pastores y fieles, aunque todavía haya que camino que recorrer en la práctica.
En un futuro, quién sabe, el papa será más bien una figura como la del obispo de Canterbury. No tendrá poder, pero diversas ramas de la confesión con sus propios ritos y convicciones podrían seguir reconociéndole como la figura de unidad.
De ahí la importancia de la Conferencia de Lambeth.
Algún día, ojalá, calvinistas, luteranos, unitarios, iglesias orientales, iglesias latinas, y suma y sigue, todas llegará al concepto de unidad en la fe común, en la Revelación del Padre en Jesús.
Que el Espíritu venga en nuestro apoyo.
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