Hoy las lecturas dirigen la atención sobre Jesús, el Buen Pastor.
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“Somos su pueblo, ovejas de su rebaño.” En la predicación de un domingo como hoy fijamos la mirada en el pastor. Por un momento, cambiemos la perspectiva, qué tal si miramos al pastor desde la perspectiva de la oveja. Meditemos qué significa ser miembro del rebaño. Porque seguir a Jesús es ante todo ser miembro del rebaño.
La condición de cristianos se concretiza en la comunidad. La comunidad es signo y realización de nuestra fe, nuestra participación en el misterio pascual.
Los líderes del rebaño son los pastores, vicarios de Cristo. Los líderes del rebaño no son vicarios del otro que les supervisa. La relación entre los vicarios, los pastores, es horizontal, no piramidal. Los vicarios entre sí forman también una comunidad de fe.
La comunidad de fe entre los vicarios es horizontal. Con el Concilio Vaticano Segundo se volvió a un concepto de los primeros cristianos, la colegialidad. Es lo que encontramos en los sínodos y reuniones antes del Concilio de Nicea en el 325 AD. Aún Nicea fue convocado por el emperador, porque no se entendía que un obispo tuviera autoridad sobre los demás.
Al pensar en la colegialidad en la Iglesia no hay que pensar en el Congreso en Washington o el Parlamento inglés. Pensemos más bien en los apóstoles reunidos en la comunidad de Jerusalén para decidir si era cierto que había que abandonar las prácticas de los judíos. (“Eso suena muy fácil,” diría uno, “darse el gusto ahora de comer lo que a uno se le antoje”.)
Al pensar en la colegialidad de la Iglesia hemos de pensar en la unidad entre la iglesia de Oriente y la de Occidente, la del norte de África, y la de los países del norte, tierra de anglos, pictos y escotos y sabe Dios cuántos otros que fijarán la fecha de la Pascua sabe Dios cuándo, dirían en aquellos tiempos. Y no olvidar luego las comunidades de los eslavos que más tarde fueron evangelizados desde Roma por Cirilo y Metodio y otros monjes orientales.
Por eso, ecumenismo, como quizás lo vio el papa Juan 23, es volver a unirnos en aquella diversidad de rebaños tan distintos. Es comprender que hay muchos encargados de dirigir las comunidades y que las comunidades son diversas, distintas entre sí, pero unidas en la fe común.
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Hay un chiste sobre el soldado paracaidista que se quedó enredado entre las ramas de un árbol. Entonces decidió preguntarle a uno que pasaba por allí.
–“Perdone usted, ¿Dónde me encuentro?”, preguntó.
El otro le contestó,
–“Pues hombre, claro está, está usted colgando de un árbol.”
–“Ya veo, es usted un fraile dominico”, le dijo el soldado.
–¿Pero cómo lo sabe?
–Sencillo, me deja usted aquí colgando y entre tanto me dice algo que es absolutamente cierto, pero absolutamente inútil.
Se dirá que el dominico es como los filósofos distraídos que viven en el mundo de las teorías y las especulaciones que pueden ser ciertas a fin de cuentas, pero a fin de cuentas, también inútiles. Pero esto no es necesariamente cierto. Los mismos filósofos le han dado un nombre al tipo de error que cometió el dominico: la falacia de la definición demasiado amplia o demasiado estrecha.
Si las verdades son demasiado amplias, pueden ser ciertas; pero a fuerza de ser tan amplias, para los efectos son falsas. Es como decir, “Los tigres son felinos”, o también, “Los humanos son animales”. Ambas definiciones son ciertas, pero incompletas, porque son demasiado generales. Que los tigres estén emparentados con los gatos es cierto. Pero eso no es suficiente para decir lo que es un tigre. Lo mismo puede decirse de los humanos que son animales, pero que también son racionales. Con dejarlo en que son animales, se está diciendo una verdad, pero una verdad incompleta que puede tomarse como una falsedad si no se lleva el asunto más allá, a una mayor precisión.
Uno también puede pecar de verdades demasiado exactas o precisas, como decir que los zapatos son prendas de vestir para los pies y que están hechos de cuero. Porque también hay zapatos que no son prendas de vestir, sino de trabajar y los hay también que no son de cuero.
En el calor de una disputa, sobre todo si se trata de asuntos teológicos, uno fácilmente pasa por alto tales distinciones. Ese es el peligro cuando uno es un funcionario del Vaticano que nunca trabajó en una parroquia ni se encontró en carne propia con la miseria humana. En ese momento sí puede haber la tentación a quedarse con las verdades “perfectamente verdaderas” sin reparar en las exigencias que nos plantea la vida y sus requerimientos de mayor certeza.
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Y además, la fe no es asunto de definiciones lógicas. La fe es como nadar. Se puede discutir sobre cómo nadar. Pero para nadar, hay que tirarse al agua.
Nos guste o no, las verdades de la fe no se prueban o confirman a base de argumentos lógicos. No es que eso sea así porque sí. Es más bien lo que se puede constatar a lo largo de la historia del cristianismo. Es lo que encontramos en los evangelios. Jesús no habló con silogismos lógicos. Jesús habló en parábolas y sus discípulos luego convencieron, no por argumentos lógicos, sino al dar testimonio de la verdad con el martirio de sus vidas.
Esto es lo que llamamos la dimensión pastoral de la predicación. La predicación tiene sentido cuando se practica, no como una amenaza de sanciones jurídicas, ni como la conclusión de alguna argumentación lógica. Todos sabemos que una buena discusión de religión difícilmente logrará la conversión de los que emocionalmente se sienten seguros de sus convicciones.
El mejor modo de convertir es demostrar lo que se cree con las acciones. No hay que demostrar la fe; baste amar al prójimo de verdad. Baste dar testimonio de comunidad cristiana.
Si se ve una comunidad de fe y de amor, qué importa si algún miembro traiciona lo que todos aprueban y admiran, una comunidad de hermanos en la fe. Se verá lo que hay, un miembro muy humano.
No así cuando la Iglesia pretende que seamos ángeles. Jesús no pidió que fuésemos ángeles. Por eso cuando se ve un sacerdote que traiciona los ideales angelicales lo que se ve es un pastor hipócrita.
“Ama y haz lo que quieras,” decía San Agustín. Algo distinto es actuar por imposición de otro. Los pastores, igual que los cristianos, han de actuar por cuenta propia, según las exigencias primero, de la fe, luego de la dinámica de los hermanos en comunidad en relación dialéctica con esa fe. La Iglesia no es una empresa multinacional.
El resto llega por cuenta propia.
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