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Corpus Christi





Tradicionalmente esta celebración se da en jueves, recordando la Última Cena. En atención a la realidad contemporánea que ya no corresponde al mundo agrícola de antes, en algunos países se ha trasladado al domingo.
El misterio central de nuestra fe es Cristo resucitado. Nuestra fe se expresa en la catequesis de los primeros cristianos, lo que encontramos en los evangelios y en el Nuevo Testamento. Nuestra fe se expresa en la vida de la comunidad cristiana con la que compartimos y a la que pertenecemos. Esto incluye todo la actividad de la comunidad, como la atención a los enfermos, el socorro a los necesitados, las actividades de formación y educación, y así sucesivamente. 
La comunidad cristiana local puede ser grande; de ahí que pueda ramificarse su vez en pequeñas comunidades de base, cada una con un propósito particular. Tales comunidades han de reunirse en una asamblea dominical, representativa de la comunidad total, como gran comunidad de comunidades.
“La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y es al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza. Todos los trabajos apostólicos van dirigidos a que, una vez hechos hijos de Dios, todos se reúnan y alaben a Dios, participen en el sacrificio de la misa y coman la cena del Señor,” dice la Constitución sobre la liturgia, del Concilio Vaticano II.
Entonces, el propósito de la misa no es adorar al Santísimo, sino celebrar nuestra unión con Dios mediante el culto, la alabanza, la participación en la Cena del Señor. 


La adoración del Santísimo responde a la época en que los fieles no entendían nada de lo que el celebrante hacía sobre el altar y a sus espaldas. La única participación de los fieles, su única oración como presentes en la misa, era eso, adorar la hostia. Ahora, sin embargo, la misa no es algo que el sacerdote hace; es una acción de la comunidad total, de Cristo en su cuerpo místico.

La adoración del Santísimo tiene su lugar, pero fuera de la misa. 


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Con motivo de esta celebración presento unos párrafos de mi libro Vaticano II –Supuestos y Conceptos. Pertenecen al capítulo 3, “El camino al Concilio”.
Mientras que la eucaristía original era una celebración comunitaria, ahora [en la época medieval y moderna] era un rito cuasi supersticioso que los laicos no entendían, en que ellos eran meros espectadores y no participantes. Lo mismo había que decir de los demás sacramentos como la confesión, el bautismo, etc. Lo que antes eran celebraciones de comunidad ahora era un asunto privado en que “el celebrante” era el sacerdote sin necesidad de la comunidad para la efectividad del sacramento. Tal fue también el caso de las misas privadas hasta el Concilio Vaticano II.
En el caso de la misa, al no entender los rituales, se le comenzó a interpretar en términos de alegorías de la pasión. Las vestimentas del sacerdote se convirtieron en adornos, antes que vestimentas, y se le dio significados simbólicos ornamentales, como decir que el alba representaría la túnica de Jesús que fue sorteada entre los soldados en el Calvario. De la misma manera el lavatorio de manos sería un recuerdo de cuando Pilato se lavó las manos, y así sucesivamente. En realidad, las vestimentas del sacerdote tienen su origen en los vestidos típicos entre los primeros cristianos y el lavado de manos (en Oriente incluye hasta peinillas litúrgicas para peinarse) era parte del protocolo de las cenas de la Antigüedad, en que se lavaban los pies y las manos, como lo encontramos en los evangelios. 
Además de comenzar a interpretar los elementos de la misa como alegorías de la Pasión, los clérigos comenzaron a fomentar la contemplación de los sufrimientos de Cristo y la Virgen mientras se subrayaba la culpabilidad del feligrés o penitente. Entonces, surgió la idea sentimentaloide de que el devoto podría consolar a Jesús o a María y practicar actos de reparación por la maldad y los pecados de “los hombres”.
En la Edad Media, sobre todo en los siglos 14, 15, 16, floreció esta devoción a la Pasión y a las cinco llagas de Cristo, que luego dio paso a la devoción del Via Crucis, el Hombre de Dolores (el Ecce Homo) y la Dolorosa, los Sagrados Corazones de Jesús y María, el rosario, los novenarios, etc. Se sustituyó un cristianismo de fe por un cristianismo de sentimentalismo y pragmatismo. Se rezaba para experimentar sentimientos y se rezaba para obtener favores, al menos en el caso general de los laicos. Dentro de los claustros podía darse un cristianismo más de fe, pero dentro de unas prácticas mal entendidas y corruptas.
Tal es la visión que nos dio Louis Bouyer, por ejemplo, que fue una de las lecturas de nuestro Beato puertorriqueño, Charlie. Ello llevó a Charlie a exponer sobre el verdadero sentido del Misterio Pascual que celebramos en la Vigilia Pascual. Bouyer nos enseñó que las devociones populares y la obsesión con la Pasión, en vez de ser indicio de un cristianismo vigoroso, en realidad es un síntoma de un cristianismo enfermo y enfermizo. Habría que volver a desentrañar el verdadero sentido de nuestra fe y la naturaleza de nuestro encuentro con Cristo a través de la liturgia. De ahí la exhortación de nuestro Beato Charlie: “Vivimos para esa noche”, es decir, para la celebración de la Vigilia Pascual la noche del Sábado Santo.
La Iglesia ofrece la salvación y alimenta a sus hijos mediante el Banquete de la Palabra y el Banquete eucarístico. La Iglesia medieval y del Barroco y la modernidad preconciliar desconocía estas verdades e intentó cumplir su misión mediante todo tipo de devociones, muchas de ellas sacarinas, que no tienen fundamento en la Escritura o en la más sólida tradición (la que es compatible con el sentido común). Como resultado, en el catolicismo tradicional se ha localizado la experiencia religiosa en al ámbito de las emociones personales o individuales, al margen de la liturgia y al margen de las expresiones comunitarias de la fe.
Así, más de un católico ha pensado que puede amar a Dios sin preocuparse de los demás. Desconocen que en la liturgia la dimensión comunitaria no es sólo algo psicológicamente deseable o simpático; es algo teológicamente intrínseco a la celebración eucarística. Hay una relación intrínseca entre el cuerpo físico y resucitado de Jesús, su cuerpo presente en la eucaristía bajo las especies de pan y vino, y en tercer lugar, su presencia real en el cuerpo místico conformado por los bautizados y creyentes (o por la comunidad que celebra la eucaristía). Son tres formas de la presencia de Cristo en el mundo y en la celebración eucarística: el cuerpo resucitado, el cuerpo eucarístico y el cuerpo místico. 
Igual, podríamos decir que nuestro vocabulario ha tergiversado la realidad. “Cuerpo de Cristo” debería referirse al cuerpo de la asamblea de los presentes. “Cuerpo místico” debería referirse a las especies eucarísticas del pan y el vino. “Presencia Real” debería referirse al pan de la Palabra en las lecturas tomadas de la Sagrada Escritura.
Nótese por tanto que la reforma de la liturgia verdaderamente representa una profundización de la fe de los cristianos y en manera alguna puede verse como una trivialización de la misa “tradicional” (relativamente reciente, cuando se mide la vida del cristianismo en milenios). Al contrario, es la misa tradicional, sobre todo cuando se “resucita” cincuenta años más tarde como una especie de nostalgia, la que resulta ser una trivialización.
En la celebración eucarística Jesús se hace presente en el pan y el vino; pero también se hace presente, eucarísticamente, en el cuerpo conformado por la comunidad de los presentes. Esa unidad de los presentes en Cristo se expresa en el compartir del pan y en el abrazo de la paz.
Fue este aprecio renovado por el sentido litúrgico que dio pie a la Constitución de la Sagrada Liturgia.

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La celebración de Corpus Christi se instituyó a finales del siglo 13, más de mil doscientos cincuenta años después de Cristo. La adoración del pan eucarístico no se registra, no se encuentra, en los primeros siglos del cristianismo.
Las cenas eucarísticas de los primeros cristianos derivaron de la cenas judías para la celebración de la pascua y del sábado, como es de esperarse. Eran cenas de acción de gracias, que de por sí eran un ritual de oración. 
Los paganos practicaban desde tiempos inmemoriales los banquetes en honor a los dioses. Uno “sacrificaba” o mataba un gallo a Esculapio, el dios de la salud. Luego lo asaba o lo guisaba y lo comía junto a los allegados, todo como una acción sagrada. Si faltaba algún ser querido, se le separaba una porción para que participara de lejos de esa acción significativa. 
Así también los primeros cristianos, sabemos, celebraban las cenas de Acción de Gracias, las eucaristías. La eucaristía era la acción, el dar de gracias por medio de la cena. El pan era el alimento. Se usaba pan fresco, no viejo. Se guardaban algunos pedazos para los ausentes, como los enfermos y a veces se enviaban pedazos “de comunión” a otras comunidades en expresión de unidad, solidaridad. Esto es lo que representa el momento en la misa tradicional cuando el sacerdote partía la hostia y echaba un pedacito dentro del vino. 
Cuando traían pan de otras comunidades, conjeturamos, ya estaba duro. Entonces se mojaba en el vino para ablandarlo. Se partía pan para enviar y se recibía pan de comunión de las otras comunidades. Por eso en la misa romana aquí se da el momento del abrazo de paz. En el ceremonial pontifical se abrazaban a los que traían el pan de comunión con las otras comunidades y se abrazaban los celebrantes entre sí. 
El pan eucarístico era el pan que se usaba en la Acción de Gracias, en la Eucaristía. Era pan, era alimento. Se guardaba para los enfermos y los ausentes como alimento, alimento de comunión, de unidad con la acción y actividad de la comunidad. No se guardaba el pan de una cena eucarística para usarlo en la próxima cena eucarística.
Todos estos detalles reflejan una teología.
Es como la primera iglesia que se construyó y se colocó un santo (San Vidal en Ravenna, por ejemplo) en el ábside, donde antes estaba Cristo triunfante. Eso reflejó un cambio de teología. No es lo mismo cuando el puesto de honor lo ocupa Jesús, que cuando lo ocupa un santo. 
En el momento en que el pan eucarístico deja de ser alimento y comienza a verse como objeto de adoración se ha dado un cambio de comprensión teológica de lo que es la asamblea de los cristianos reunidos para una cena de Acción de Gracias. El foco ya no será “Dios con nosotros”; “Elevamos nuestras mentes”; “Donde hay caridad y unidad, ahí está Dios”. La fijación en el pan eucarístico como objeto de adoración llevará el foco de la atención a nuestra relación privada con Dios y al milagro producido por las palabras del celebrante (como las de un mago encantador). Esto fue posible con la introducción del cristianismo entre las tribus bárbaras en la Edad Media.

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En una publicación de 1949, Corpus Mysticum: L’Eucharistie et l’Église au moyen âge (Paris: Aubier) Henri de Lubac demuestra cómo el término “cuerpo de Cristo” antiguamente se refería a la Iglesia, mientras que “cuerpo místico” se refería a la eucaristía.
Cristo está presente por el mismo hecho de los cristianos reunirse en asamblea. Es Cristo que alaba al Padre en nosotros, el que nos hace partícipes de su propio sacerdocio.


El estudio más completo de la misa tradicional, desde sus orígenes hasta 1949 lo hizo el jesuita alemán José Jungmann, traducido a El sacrificio de la misa (Madrid: BAC, 1963). Ahí encontramos, entre tantos otros detalles interesantes, que no fue sino hasta el año 1068 en la abadía de Cluny, Francia, que se dispuso por primera vez que el celebrante mantuviese los dedos juntos sin separarlos después de la consagración. Hasta entonces no hay tal preocupación de haber tocado el Cuerpo de Cristo y evitar tocar otra cosa con esos mismos dedos.
También nos señala, con apoyo documental, cómo para esas fechas el pueblo exige ver la hostia que el sacerdote va a consagrar, antes de consagrarla. Entonces es que surge la costumbre de elevar la hostia. Aun cuando se trata de una hostia no consagrada que se le muestra al pueblo, surgen un número de visiones o milagros. Hay quien ve al Niño Jesús y no la hostia; otro, que la vio brillar como un sol. 
Por tal razón, para que no se le diera culto a una hostia sin consagrar es que el obispo de París en 1210 dispuso que no hubiese elevación hasta después de la consagración. “Es es la primera noticia segura que poseemos sobre la forma actual [en 1949] de elevar la sagrada hostia,” dice Jungmann. Es que en la reforma de la liturgia luego de Vaticano II se omitió mención de tener que elevar la hostia, lo mismo que tantos gestos innecesarios que hacía el celebrante antes. 
Por fuerza de la costumbre, sin embargo, en el siglo 20 los presbíteros continuaron elevando la hostia para la adoración del pueblo. 
Resulta curioso que durante los siglos 13,14, 15 hubo varios sínodos que impugnaron la costumbre “para que no se adorase una criatura en vez del creador,” indica Jungmann. 
Entre tanto surgió la costumbre de reaccionar a la vista de la hostia consagrada y elevada, con jaculatorias, música y cantos. Pero ya para época de Lutero esto ya no se daba. Parece que sí continuó apagadamente, porque tan tarde como 1926 el papa prohibió cualquier expresión en voz alta a la vista de la hostia consagrada, en Portugal. 
Al reformar la liturgia en 1964 se intercalaron unas aclamaciones de pueblo, dentro del mismo ritual eucarístico al momento de terminar la consagración. Las mismas tienen un sentido más litúrgico que de piedad personal como, “Este es el sacramento de nuestra fe…”
La prescripción incluye una variedad de ellas a escoger, pero ha sido más fácil repetir la primera, que ya todo el mundo conoce. Con todo, por fuerza de la costumbre continúa el uso de las reacciones tradicionales como la de la exclamación, “Señor mío y Dios mío”.

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La Bendición con el Santísimo es una paraliturgia, una acción que se da paralela a la actividad litúrgica como tal. La Iglesia, el catolicismo, el cristianismo, bien pueden vivir sin la Bendición con el Santísimo. Pero sin la celebración eucarística… 
Las paraliturgias y los sacramentales, como les llama la Constitución sobre la liturgia, son loables, recomendables, deben promocionarse. Pero no deben sustituir el misterio central de nuestra fe. No podemos quitar a Cristo para poner al santo.
No podemos sustituir al cristianismo con la adoración al Santísimo. No hay conflicto entre ambos, como no hay conflicto entre rezarle al santo y tener a Cristo en el centro de nuestra vida. El conflicto viene cuando nos vemos encaminados a olvidar lo que es nuestra fe.
Cómo, ¿“olvidar nuestra fe”? Recordemos que nuestra fe la encontramos expresada en la predicación de los primeros discípulos de Jesús. Esa es la fe que podemos olvidar al cegarnos con elementos que no son fundamentales. 
Si la adoración del Santísimo nos fortalece como miembros de la comunidad cristiana y en el amor entre los hermanos, mejor todavía. El lector puede mejorar esta reflexión.


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