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Domingo de Pentecostés



La primera lectura corresponde a Hechos 2,1-11. Narra la versión tradicional de Pentecostés. El día de la fiesta de judía con el mismo nombre “estaban todos reunidos en el mismo lugar”; hay un gran ruido “como de un viento recio”; aparecen unas lenguas como de fuego que se posan sobre las cabezas de cada uno. Jerusalén estaba llena de judíos venidos del extranjero para celebrar la fiesta. Al oír el ruido muchos acuden a ver qué pasa. De la casa salen los discípulos, hablando de las maravillas de Dios. Cada uno entiende la predicación en su propia lengua. Todos quedan maravillados, cuando se trata de galileos, gente que no se supone que hable diversos idiomas.
 Esto es como una narración del bautismo del Espíritu. No somos nosotros los que tenemos la fuerza para dar testimonio de nuestra fe. Ni tan siquiera podemos tener fe sin la inspiración del Espíritu. Esa es la misma fuerza que nos lleva al regocijo en el Señor y que nos motiva a dejar saber, por diversos medios, acerca de nuestra fe.

El salmo responsorial canta versículos del salmo 103. Admiramos y alabamos a Dios al contemplar todo lo creado, todas sus criaturas. Vemos cómo Dios anima lo que existe y también les quita el espíritu, “su aliento”, y dejan de existir y luego vuelve a hacer nacer nuevas criaturas. Alabamos a Dios que goza en sus obras inspiradas por su espíritu.

La segunda lectura está tomada de la primera carta de San Pablo a los corintios, 12,3b-7.12-13. Nadie puede confesar que Jesús es el Señor si no es movido por la acción del Espíritu Santo, nos dice. Y una vez bautizados por el Espíritu, que nos permite reconocer a Jesús como Señor, formamos un sólo cuerpo unos con otros, el Cuerpo de Cristo. El Espíritu actúa en cada uno de una manera diversa, siendo el mismo. Hay diversidad de dones y de ministerios. “En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común.”

Secuencia. Tradicionalmente había un canto que seguía (secuencia) a la lectura como respuesta. Antes de las reformas del Concilio Vaticano Segundo sólo habían dos lecturas, por lo que la secuencia cumplía esta función. Al añadir una primera lectura tomada del Antiguo Testamento, se intercaló también el salmo “responsorial” entre la primera y la segunda lectura.

El canto secuencia de Pentecostés es ampliamente conocido como el Veni Creator Spiritus, “Ven Espíritu divino”. La versión en latín, en canto gregoriano, se cantaba al inicio de todas las asambleas importantes de la Iglesia y cada vez que se quiere invocar la asistencia del Espíritu para iluminar nuestras mentes y nuestras almas.

La tercera lectura, el evangelio, corresponde a Juan 20,19-23. El mismo día de la resurrección de Jesús, al anochecer, se le aparece a los discípulos que estaban todos juntos en una casa en Jerusalén. Allí se habían encerrado por miedo a las autoridades judías, cuando entra Jesús y se pone en medio de ellos. Y les muestra las heridas en su cuerpo para que supieran que era él. Como es natural, todos se llenan de alegría.
“Paz a vosotros,” les dice. Y entonces les sopla con su aliento. “Recibid el Espíritu Santo,” les dice. A quienes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados y a quienes les “retengan” los pecados, sus pecados quedarán retenidos. 

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En lo que sigue opino desde el punto de vista de la lectura de los textos, del análisis de los textos por uno que no es experto. El ánimo es el de una reflexión, una conversación. 

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En la segunda lectura de hoy San Pablo dice que, “Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”.
El haber sido bautizados en un mismo Espíritu no implica el bautismo de Juan, el bautismo del agua. Baste ser capaces de reconocer que Jesús es el Hijo de Dios y nuestro Salvador. Sólo eso es evidencia de la acción del Espíritu en nosotros (1 Juan 5,10). Con eso ya estamos bautizados. “Cree en el Señor Jesús y serás salvo;” la fe es suficiente, implica la iluminación del Espíritu (Hechos 16,31; Romanos 10,13; Efesios 1,13.2,8). 
Juan vino a bautizar con agua. Juan anunció a Jesús: “aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Marcos 1,8; Mateo 3,11; Lucas 3,16; Hechos 1,5.19,4). Jesús vino a bautizar con el bautismo del Espíritu.

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En Hechos 8,13ss tenemos el caso de la conversión significada por el bautismo del agua. Pero aparentemente es el bautismo de Juan, el de la conversión de vida. Fue necesario que vinieran los apóstoles de Jerusalén para imponer las manos y recibieran el bautismo del Espíritu.
Claro, ese pasaje de Hechos queda abierto a análisis; pueden haber otras interpretaciones. Pero ciertamente no se menciona el pecado original en relación al bautismo. La primera carta de San Pedro habla de, “el bautismo que os salva y que no consiste en quitar la suciedad del cuerpo, sino en pedir a Dios una buena conciencia por medio de la Resurrección de Jesucristo”.
Tampoco se asocia la imposición de las manos (Hechos 8,17) a un sacramento del orden sacerdotal. 
En otros lugares encontramos que baste que alguien invoque el nombre del Señor Jesús para exorcizar demonios, como en el caso de unos “judíos deambulantes” (Hechos 19,13).
La imposición de las manos parece ser una forma del bautismo del Espíritu. El poder de bautizar de esta manera sólo lo tienen los apóstoles; pero no se habla de cómo los apóstoles transmiten este poder. Una cosa es el bautismo del Espíritu; otra, el poder de bautizar. 

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Es un hecho de que Jesús nunca bautiza en los evangelios. Lo que pone como condición para ser uno de los suyos es “seguirle”. Igual, le da importancia a la fe. Finalmente, y como un tercer elemento Jesús habla del bautismo del Espíritu. 
Lo mismo encontramos en Hechos de los Apóstoles, por ejemplo. En el capítulo 11 Pedro se encuentra con un grupo que recibe el Espíritu mientras él está predicando, sin que todavía hubiesen sido bautizados. Pedro entonces dice, “Había empezado yo a hablar cuando cayó sobre ellos el Espíritu Santo, como al principio había caído sobre nosotros. Me acordé entonces de aquellas palabras que dijo el Señor: ‘Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo’. Por tanto, si Dios les ha concedido el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para poner obstáculos a Dios?”.
El bautismo del Espíritu es tan o más importante que el bautismo del agua. ¿De qué estamos hablando? De que ni tan siquiera podemos tener fe sin la iluminación del Espíritu. Sin este bautismo, no podemos hacer el bien, ni mucho menos sentirnos motivados a hacer el bien. Es el Espíritu que obra en nosotros. A nosotros nos toca ser dóciles a su acción y estar atentos a sus inspiraciones.
Es el Espíritu el que nos hace a todos los cristianos Cuerpo Místico de Jesús. Porque la misma naturaleza de nuestra fe se da con una dimensión social. La misma asamblea de culto cuando nos reunimos los domingos constituye Cuerpo Místico. 

Si otros también actúan a partir de su fe en Cristo Jesús, ¿cómo no considerarnos todos miembros del mismo Cuerpo? La Iglesia son todos los que compartimos la fe. No la fe de las definiciones teológicas, sino la fe de reconocer a Jesús como nuestro Salvador. 

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La narración de la primera lectura es un ejemplo de cómo “leemos” más de lo que está en el papel. “Leemos” más de lo que “leemos”. Esta observación no quita del mensaje fundamental de la narración. El mensaje es: Dios infunde su Espíritu en nosotros al momento de nuestra conversión, cuando recibimos la gracia de la fe. Desde temprano en el cristianismo esto también se entendió como algo que se da junto al bautismo del agua. 

Pero también se lee más de lo que está ahí, en el texto. En el texto no se habla de los “apóstoles”, sólo de unos que estaban reunidos. No se habla del “cenáculo” (el lugar donde Jesús celebró la Última Cena), sino de un lugar; “Estaban reunidos en un mismo lugar.” No se menciona que la Virgen estuviese junto a ellos.

Esto es un ejemplo de la piedad popular, que añade a los textos básicos de la Escritura. Esto es legítimo. Es parte de la tradición. Pero tengámoslo en cuenta, porque se trata de elementos que no son esenciales a nuestra fe. No derivan de lo esencial en nuestra fe. 

La interpretación piadosa de los textos puede ser como la oxidación del barniz en una pintura de Rembrandt. La obra en sí se atisba a través del barniz oscurecido. Hasta ahora que lo menciono, quizás el lector no había caído en cuenta que el Cristo de Velázquez lo vemos a través del filtro del polvo y la oxidación de los siglos; más la interpretación del que lo limpió y lo retocó a través de esos siglos. No es posible llegar a ver lo que vieron los que estuvieron ante la obra recién estrenada. 

En cierto modo nosotros vemos mejor que ellos mismos; también, ellos tuvieron el privilegio de la cercanía al momento original.


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