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Tiempo Ordinario, Domingo 30, Ciclo C





Primera Lectura

Libro de Eclesiástico 35,12-14.16-18. El Señor es juez y no hace distinción de personas. Es decir, no tiene consideración especial para los ricos y poderosos mientras es injusto con los pobres que no pueden reclamar la misma consideración. “El que rinde el culto que agrada al Señor es aceptado, y su plegaria llega hasta las nubes.”

Mientras más repugnante, con más razón no hemos de tratar a la persona distinto a los demás. Mientras más simpática… Dios mismo no distingue. 

En todo caso las prostitutas y los publicanos van a entrar primero que los fariseos al Reino de los cielos. 



Salmo responsorial
Salmo 34(33),2-3.17-18.19.23. El salmista proclama su alabanza a Dios en todo momento porque escucha las súplicas de los humildes. Los que se refugian en Dios no serán castigados.


Segunda Lectura

Segunda Carta de San Pablo a Timoteo 4,6-8.16-18. Al final de esta segunda carta Pablo se despide diciendo que se le acerca el final, el día de su martirio. Reza por los que no lo apoyaron, como cristiano que no guarda rencores. La justicia es de Dios.  



Tercera Lectura

Evangelio según San Lucas 18,9-14. Jesús, “Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola” — comienza el evangelio, como introducción a la parábola del fariseo y el publicano. El fariseo sube al templo a orar y se siente justo ante Dios, no como el publicano que “no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!’” El pasaje de la lectura de hoy termina diciendo, “Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”.

Eso último es uno de los dichos de Jesús que pudo haber sido añadido aquí, mientras aparece en otros contextos en los evangelios. Ello ha provocado confusión al llevar a pensar que sólo por ser privilegiado el fariseo merece reprobación, mientras se asocia al publicano con una persona pobre, de los marginados por la sociedad, y sólo por eso merece alabanza, no por su humildad de espíritu, sino por su humildad social, como un marginado.

Pero en su contexto original, el sentido de la parábola parece que era el de su introducción en el evangelio. Habla de los que se consideran justos, y de los que se reconocen pecadores. 



Comencemos por el publicano. Si fue al templo a rezar, es que era judío. Los publicanos eran los encargados de recoger los impuestos. Era un “lacayo del Imperio”. La corrupción era parte de la descripción de su trabajo, del perfil de su encomienda. Vivía de las ganancias de los demás. 

El “gobierno” les daba la autoridad a los publicanos para cobrar los impuestos y quedarse con un porciento de lo cobrado. Por eso, al estimar los bienes de sus víctimas, los publicanos exageraban la cotización para poder quedarse con una parte mayor. 

Como era una cultura árabe de regateo, sus víctimas tenían que entrar en un regateo y un toma y dame con ellos. Desde el punto de vista del comerciante o el hacendado podía ser más conveniente darle unos regalos por debajo de la mesa para que la tasación de la propiedad fuera menor. Por eso los publicanos eran vistos como seres despreciables.

Si uno no podía pagar los impuestos, el publicano por ejemplo podía venderlo como esclavo para sacar el dinero que supuestamente era la deuda por una riqueza inexistente. Para alguien podía ser más conveniente ofrecerle al publicano la mitad de su cosecha, hasta una hija, una sobrina virgen, por ejemplo, a cambio de la deuda, cosas por el estilo. 

Imagínese la alegría por un publicano arrepentido. “Arrepentido” significaría cambio de vida. Pero en la parábola no se dice que estaba arrepentido en ese sentido. Puede que hable de alguien que, como un drogadicto, está metido en un camino del que no puede salir. En las películas de mafiosos a veces dicen, “No es algo personal, es asunto de negocios, por eso lo maté”. El publicano quizás no tenía medio de salir de su camino en la vida. Tratar de salirse podía ser como suicidarse.

¿Iría usted al templo a rezar si sabe que con eso no remedia nada en su vida? No sabemos si ese fue el caso del publicano. Sólo que en su oración en la parábola, no habla de que cambiará de vida. Sólo se reconoce indigno, que no merece la consideración de Dios. Pero con todo se arroja a sus pies y pide piedad. 

Esa es la pobreza de espíritu. Quizás se debería traducir como sencillez de espíritu. La humildad es saber quién uno es. El publicano, quién sabe, estaba en una situación desesperada.


¿Pedir perdón por lo que uno es? 

Esa ha sido la interpretación de más de uno. Por eso los liberales clásicos del laicismo reaccionaron rechazando la pusilanimidad (falta de una sana autoestima) cristiana.

Ser pobre de espíritu no es pedir perdón por lo que uno es. 

No es lo mismo lo que uno es y lo que uno ha hecho con su vida. Como decía Ortega y Gasset, una cosa es el yo y otra, la circunstancia. La circunstancia donde uno está metido es como un paisaje alrededor, incluso el cuerpo y la propia psiquis, que es parte del cuerpo. Por eso no hay problema con descubrir que las imaginaciones y las decisiones son producto de la química del órgano que es el cerebro y que antes se le atribuían al alma. La misma disposición de ánimo es producto de la química cerebral. Algunos tienen un hígado más así, asao; algunos tienen más voluntad que otros, porque su cerebro es así, asao.

Lo que yo llego hacer como yo, como identidad, es lo que yo logro con mi circunstancia. Esto es, en mi yo fundamental soy pianista, pero soy torpe con los dedos. Reconocer esa torpeza es pobreza de espíritu. Quizás sería mejor decir, sencillez de espíritu. 


No es asunto de pedir perdón por lo que uno es, un pecador sin remedio.

Se trata más bien de decir, “Este no es el traje que yo me hubiera puesto, pido excusas, este no soy yo, pero no tengo otra ropa que ponerme”. 

El orgulloso no se da cuenta de la ropa que tiene puesta. No tiene pensamiento crítico, es incapaz de examinarse a sí mismo. Si se siente bien vestido, es incapaz de de pensar en la posibilidad de que se haya equivocado y ande por ahí con la ropa que no es. 

Si el orgulloso se da cuenta de que no tiene la ropa adecuada, entonces pretende que ese no es el caso, hasta se excusa diciendo que todos están en la misma situación, nadie tiene la ropa adecuada. Cualquier cosa, menos admitir que anda mal vestido.

La pobreza de espíritu no tiene que ver con clases sociales, ni con marginados, ni con pobres y ricos con mucho, poco dinero, ni con puestos de poder o estar “enchufado”.

No es asunto de pedir perdón por lo que uno es. Porque uno no es el traje que lleva, la vida que lleva. El camino que uno lleva en la vida es como un destino, como el traje que uno se hizo con lo que encontró a la mano. Por eso, uno no pide perdón por lo que uno es, sino por lo que uno ha hecho con lo que encontró y que nunca es adecuado.



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El fariseo era pecador, por ser fariseo. El publicano era pecador por ser publicano. 

Pero sólo el publicano se reconoció pecador. El fariseo ni se dio cuenta de que pecaba por su orgullo. El fariseo no se reconoció pecador.

Llevar la vida de un fariseo equivalía a ser santo. Es como decir que llevar la vida de un religioso de hábito y rosario al cuello equivale a ser santo. Por eso era imposible ver que llevar ese tipo de vida con orgullo equivalía a ser un gran pecador. 

Para encontrarse con Dios hay que reconocer que uno anda por malos caminos. Entonces uno puede cambiar de vida. Así la conversión es posible. 

¿Cómo cambiar de vida si uno entiende que ya está en el buen camino? ¿Cómo uno que se siente capaz de juzgar a otros desde su “santidad” va a poder ver su vida de pecado por ser precisamente, “santa”?



Al no poder verse en un camino equivocado y en una vida de pecado, el fariseo no podía sentir conmiseración alguna con la debilidad de otros, o con la manera de ser de otros. 


¿Cambiar de vida, convertirse? Sí, es posible cambiar de rumbo. No por nuestra fuerza, sino por la gracia de Dios.


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