En el evangelio de hoy comenzamos la lectura del evangelio de San Lucas, desde el capítulo 1. Jesús inicia su misión en la sinagoga de Nazaret y proclama que se han cumplido las Escrituras.
De esta manera con el año litúrgico continuamos la celebración de nuestra salvación al recordar el momento en que Jesús comenzó su recorrido desde Galilea para darnos la Buena Noticia.
La inauguración de la vida pública de Jesús en la sinagoga de Nazaret es ya la inauguración del Reino de Dios. Veamos el asunto como lo pudieron haber visto los que estaban allí y le escucharon leer las Escrituras. “Aquí está uno que todos conocemos y que nos dice que ya llegó la salvación, que se han cumplido las Escrituras,” pensarían. Recordar que es en la sinagoga de Nazaret, una aldea de una treintena de familias.
Pero si le damos fe a las narraciones de los evangelios, la noticia se regó y llegaron muchos a verle y escucharle. Llegó a tener tal importancia que en Jerusalén se sintieron obligados a decidir qué hacer con él.
¿Qué pasó con el Reino de Dios? Es algo parecido a decir, ¿Qué pasó con Venezuela? ¿Qué pasó con el Estado Libre Asociado? Porque resulta que la salvación llega de lo alto, pero hay que recibirla, acogerla, trabajarla, luchar por ella, forcejear con Dios y con el diablo, por así decir. (Intento poner en palabras algo difícil de precisar.)
Como observaron los griegos en sus dioses y sus personajes (Aquiles, Hércules, Edipo, Orestes, Jasón) la vida está tejida de decisiones que nunca traen buenas consecuencias, no importa las alternativas disponibles. “Como quiera que te pongas, siempre tienes que llorar,” decía Don Macario en el Tremendo Hotel, en los años de mi niñez. Jefferson habló del derecho a la felicidad que va de la mano con el derecho a la vida, pero “del dicho al hecho hay un buen trecho”. La tesitura de la vida es inherentemente injusta. Sólo Dios puede escribir derecho sobre superficies torcidas. Nosotros no podemos. Si el aire está contaminado, no podemos evitar respirarlo.
Si los puertorriqueños hubiésemos actuado con responsabilidad, “como Dios manda”, quizás el Estado Libre Asociado no hubiese caducado como fórmula política de autonomismo, en lo que se lograba algo más conveniente. Hasta tendríamos más fuerza política y moral para exigir la estadidad, como quieren algunos que se olvidan que los norteamericanos son pragmáticos y no actúan por cuestión de principios. Véase el caso de Vietnam.
Pero no es fácil nadar en el fango. En una charca enfangada el fango se va al fondo. Pero puede llegar el punto en que el fango parece que no tiene remedio. No importa en qué dirección se vaya Venezuela, se vaya Puerto Rico, izquierda o derecha, qué más da.
Como dijo San Clemente, papa, que fue monje antes de ser llevado (“elevado”) a la cátedra de San Pedro. Uno comienza por cortesía a hacer lo que uno aborrece, como las conversaciones frívolas de la embajada y termina regostándose en ellas. Así es como uno va del entusiasmo de la generación de 1952 (Roosevelt y el Nuevo Trato; Muñoz Marín y Rómulo Betancourt; en la época de los movimientos y partidos de la democracia cristiana en Hispanoamérica (Eduardo Frei, otros) al cinismo de los hijos malcriados de los que llegaron al poder, la corrupción de los 1980.
Véase el caso de Nicaragua, la historia que de seguro ha sufrido Ernesto Cardenal. Del entusiasmo de los 1970 a las bravuconearías de ahora. Recuerdo cuando leí que Daniel Ortega iba a Miami a comprarse los marcos de los espejuelos, de los de marca, que costaban cientos de dólares. Al momento pensé que era un cuento plantado por sus enemigos, la CIA. Pero no; ha resultado cierto y Ortega podría ser un dictador peor que los Somoza, porque igual que Maduro y Stalin se sostendría sobre el engaño de una revolución para los pobres.
Nicaragua fue capaz de un interludio democrático con Violeta Chamorro pero llegó otra vez la corrupción. Arnoldo Alemán no escondía los Rolex que llevaba en la muñeca. La diferencia con la democracia es que se puede denunciar la corrupción y se pueden bajar sus niveles, algo así como limpiar el agua, aunque el fango siga en el fondo. Es como limpiar la casa, que en unos días volverá a seguir acumulándose el polvo. El precio de la libertad es la eterna vigilancia, rezaba la propaganda aquella de la Guerra Fría. Pero aplica aquí; el polvo se acumula si no se puede atender. Es lo que sucede en las dictaduras.
Los buscones y los tocados de la mente como maniáticos que gustan de dirigir las multitudes se aprovechan de la democracia para pervertirla. Es lo que también ha sucedido en Estados Unidos.
El Reino de Dios ya está aquí, pero tenemos que recibirlo. Es como una semilla y como la levadura. La semilla nos cae del cielo; la levadura se desarrolla de las bacterias del aire. En época de Jesús no se compraba levadura, se dejaba aparecer mezclando un poco de harina con agua durante unos días y como el agua estancada, aparecía la pasta con sus burbujas, producto de las bacterias del aire.
Ahí está la semilla, la levadura. Ahí está Jesús. Ahora, nuestra parte.
No es asunto de flagelaciones y ayunos, complejos de culpabilidad y vida en una eterna cuaresma. No; es la alegría de saber que el amor vence. Y dedicarnos a llevar eso a la práctica, con el apoyo de Dios.
Esa es la liberación de los cautivos y el año de gracia en el Señor. Ya lo dijo San Agustín, “Ama y haz lo que quieras”.
Esa liberación es un riesgo. Es como soltar al adolescente con el riesgo de que termine drogadicto en una cuneta. Es más fácil dejar a Dios a un lado y poner reglas y reglamentos al estilo de los fariseos. En la década de 1950-60 escuché unos cuantos sermones de vozarrón y espanto que buscaban mover las ovejas como el pastor que se la pasa mencionando al lobo.
Esa iglesia de reglas y reglamentos, en una eterna cuaresma, no tiene que ver con el Reino de Dios. Por eso es que hay más de un cura cínico como algunos que me he encontrado a lo largo de mi vida (y también, más de un pastor evangélico) que no se conducen como cristianos. Recuerdan a San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno, el cura de aldea que perdió la fe. Sólo que el personaje de Unamuno era una persona decente. Era un buen cristiano, a pesar de ser ateo inconfeso.
El Reino de Dios no es cosa de lógica.
¿Cómo es? El reino de los locos no es cosa de lógica, y comparte esa dimensión con el reino de los cielos, pero no coinciden. La falta de lógica de los locos no es la misma que la del reino de los cielos. Esa falta de lógica también la comparten los artistas, pero a su modo. Son diversos modos de falta de lógica: la del artista, la de los locos, la del cristiano.
No es que artistas y locos sean totalmente anárquicos. Siempre tienen una lógica interna; es algo inevitable. Pero el punto es: no se trata de la lógica de los matemáticos, sino la de los seres humanos. El reino de los cielos tiene su propia lógica, la del amor.
Aparte de lo anterior, están las reflexiones sobre las lecturas de este domingo del 2016. Ver Domingo 3° del tiempo ordinario, ciclo C — 2016.
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