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Domingo 1º de Adviento, Ciclo B

 


El tema de este domingo es el Adviento mismo, la espera por la llegada del Señor

La primera lectura está tomada del profeta Isaías 63, 16b-17; 64, 1.2b-7. El profeta expresa el abatimiento del pueblo israelita en el cautiverio babilonio. Han sido esclavizados y están una vez más, como cuando en Egipto, humillados por sus amos. ¿Es que Yahvé no se acuerda de su pueblo?

El profeta se lamenta, «Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema?»

Es que interpreta el sufrimiento y el abandono del pueblo como castigo de los pecados y el endurecimiento de los corazones de los israelitas. Es como pensar que Dios envía castigos al pueblo de Puerto Rico por culpa de tantos y tantos corruptos que sólo piensan en robar. Es como si Dios hubiese enviado a esos corruptos o hubiera permitido que mandaran esos corruptos y el pueblo quedara a la deriva víctima de huracanes y terremotos. Es el castigo que Dios envía por nuestros pecados. 

En cierto modo es verdad. Porque el abandono de nuestro país es culpa de nosotros mismos, de nuestros pecados, de nuestra avaricia, vanidad, egoísmo.

«Vuélvete, por a amor a tus siervos,» dice el profeta. Imploramos con él a Dios que se apiade y no mire nuestras culpas, sino que piense en el amor que nos tiene. Ese amor es lo que nos merece que él se apiade de nosotros. El profeta se desahoga: «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!»

Es que los babilonios se burlaban de Yahvé, que no tenía tanto poder como para salvar a los israelitas. Por eso Isaías invoca la venida del Señor para que, airado, ponga todo en su sitio. 

Pero también los israelitas deben temer esa venida de Yahvé. Por eso el profeta también implora misericordia; no para los babilonios, sino para los israelitas. «Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano.»

Una vez más, ¿qué puede mover a Dios a socorrernos? No ha de venir a causa de nuestros méritos. Porque nadie hay que pueda decir que es «bueno». Sólo Dios es bueno. 

Entonces, invocamos a Dios para que venga y nos salve, «por amor de su nombre» (Jeremías 14,7), por amor propio y respeto de sí mismo; por amor a su creación, que somos nosotros.

Con el salmo responsorial cantamos los versos del salmo 79, 2ac.3b.15-16.18-19. «Pastor de Israel», escucha, cantamos, «tú que te sientas sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos.» Y al final, terminamos: «danos vida, para que invoquemos tu nombre».

La segunda lectura está tomada de la primera carta de San Pablo a los corintios, capítulo 1,3-9. Al comienzo de su carta San Pablo saluda: «La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo sean con vosotros.» 

Luego les habla en el contexto de la convicción de las primeras comunidades, que ya estamos en la etapa final de los tiempos, y de esa manera se dirige a ellos, «vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él os mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el día de Jesucristo, Señor nuestro.»


Uno podría pensar que los cristianos nos quedamos esperando y dos mil años más tarde todavía no ha llegado «el día del Señor». Pero en realidad eso no es tan importante. 

Si vamos a ver, el día del Señor llega para cada uno de nosotros el día menos pensado. Todos estamos en riesgo de morir en cualquier momento. Sabemos de bebés que mueren poco tiempo después de nacidos. No hacemos más que nacer, y ya estamos ante la posibilidad de morir. 

Está el caso del hijo de uno de los Hermanos Warner (los «Warner Brothers», productores de cine) que se fue de vacaciones, le dio un dolor de muela (se le infectó el diente), y murió en cuestión de semanas, de una septicemia (envenenamiento de la sangre). Tenía 23 años. 

Mi esposa siempre recuerda la persona que la llamó y le pidió que se reunieran unos días más tarde para hablar de algo. Al otro día de eso se murió. Ella se pregunta qué querría contarle. 

Lo importante no es pensar que Jesús tarda en volver, o pensar que hasta que él no vuelva, no podemos hablar del «fin». Cuando uno va a los evangelios se encuentra con que ya Jesús inaugura la etapa final de los tiempos.

Sólo que no es como uno se lo imagina. Entre tanto, veamos el evangelio de hoy.


El evangelio de hoy es el pasaje de Marcos 13,33-37. Jesús le dice a sus discípulos, «Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento.» Y entonces les presenta una parábola. Es como un hacendado que se va de viaje y le encarga a los criados sus tareas y le encarga al portero velar a su vez a los criados. 

«Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa….Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!»

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Este es el tono del Adviento. Rogamos a Dios que rasgue los cielos y baje, venga y nos rescate. No merecemos que nos socorra, pero sí esperamos de su misericordia que por amor propio quiera venir a socorrernos.

De la misma manera, Adviento es un llamado a hacer nosotros otro tanto. Muchos de nuestros prójimos no merecen nuestra consideración. Escoria como lo son los corruptos que han llevado nuestro país a la ruina no merecen ni que les mencionemos. Sin embargo, podemos distinguir entre su persona y sus actuaciones. Nuestro desprecio hacia ellos puede cambiar. Pero no de gratis.

Si ellos se convierten, estamos dispuestos a mostrarles toda la consideración del mundo. Pero mientras no se conviertan nuestro amor quedará encerrado y callado. Eso es lo que Dios anuncia por sus profetas y ahora por boca del evangelio. El amor de Dios no puede mostrarse si no hay arrepentimiento, es decir, conversión de vida. 

El amor de Dios es de gratis, como lo es el amor de un padre y una madre por sus hijos. Pero la salvación no es de gratis, en el sentido de que está condicionada a la conversión de la persona. La conversión es una del corazón y de las buenas obras que entonces brotarán de una recta intención. 

La presentación de este mundo es frágil y la situación presente siempre es transitoria. Uno no puede confiarse de que podemos robarle a los pobres del dinero que es de ellos (como aquel puertorriqueño donante del partido que se apropió de los fondos para los enfermos del SIDA) pensando que podrá «salirse con la suya». 

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Es posible que más allá de la muerte no hay nada. Yo puedo vivir con eso. Pero también tengo fe que no es así y espero que no sea así. 

Cuando alguien se muere decimos, «Descanse en paz». Vivir es siempre luchar. No es asunto de quedarse pasivo. Al morir descansaremos. Yo espero el encuentro gozoso con el Señor. 

Ese es el Adviento. La alegría de pensar que aunque no somos perfectos y estamos llenos de malas mañas, Dios nos ama así como somos, con nuestras debilidades y a pesar de nuestros pecados. Pecamos porque somos torpes y porque vivir no es algo mecánico. Dios sólo pide que tengamos el corazón orientado hacia el bien (hacia el Sumo Bien, en último término), «convertidos» de corazón. 

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A lo largo del ciclo A leímos el evangelio de san Mateo. Este año litúrgico, en el ciclo B, leemos el evangelio de san Marcos. Nos dicen los estudiosos que de los cuatro evangelios, el de san Marcos es el más antiguo.


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