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Domingo 12 del Tiempo Ordinario, Ciclo B

 


El tema de este domingo es la narración de Jesús que calma las aguas del mar.

La primera lectura para este domingo está tomada del Libro de Job 38,1.8-11. Recordemos la historia de Job. Él era un varón justo y temeroso de Dios. En nada había ofendido y sin embargo Dios permitió que perdiera todos sus bienes y hasta dejó que le diera una enfermedad que le causó una especie de afección de la piel que lo hizo repugnante a la vista. También perdió a todos sus hijos y su mujer lo insultó a más no poder. «Maldice a Dios y muérete,» le dijo la mujer (Job 2,9). Pero Job le contestó diciendo, «Si aceptamos de Dios el bien, ¿por qué no aceptar el mal?»

Job es representativo de todos nosotros. Es representativo de Jesús también, que fue azotado, coronado de espinas, crucificado, sin merecerlo. Job representa la tentación a blasfemar, al preguntarnos cómo es que Dios permite tanto sufrimiento. Una de las contestaciones la encontramos en Hechos 2,10: Dios perfeccionó a Cristo por medio de los sufrimientos. Esa es la idea cristiana: Dios nos perfecciona mediante el sufrimiento. 

Pero no se trata de que por eso busquemos el sufrimiento. El sufrimiento viene por cuenta propia, como en el caso de Job. Querer abrazarse al sufrimiento buscándolo por nuestra cuenta también es algo enfermizo, hasta posiblemente es una blasfemia también. 

Entre tanto en el pasaje de la primera lectura de hoy Dios le indica a Job: «¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando salía impetuoso del seno materno, cuando le puse nubes por mantillas y nieblas por pañales, cuando le impuse un límite con puertas y cerrojos, y le dije: "Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas"?» 

Esto es, que Dios es Todopoderoso y dueño de todo. Nosotros no podemos entender la manera con que él entiende el orden de cosas. Nos toca a nosotros abandonarnos a su inmensa majestad y sabiduría, a la manera con que Job lo hizo.

El pasaje también parece haber sido puesto ahí porque anuncia lo que encontraremos en el evangelio de hoy, que es la revelación de Jesús en su divinidad, al que las olas obedecen.

El salmo responsorial. Cantamos versos del salmo 106,23-24.25-26.28-29.30-31. Corresponden al tema del día: el mar embravecido y Dios, que acude a nuestra ayuda. «Entraron en naves por el mar,» cantamos, recordando a los marinos, que también «Contemplaron las obras de Dios, sus maravillas en el océano». Dios envía entonces una tormenta, «un viento tormentoso, que alzaba las olas a lo alto; subían al cielo, bajaban al abismo, el estómago revuelto por el mareo». Pero entonces invocaron a Dios y él manda la calma, como sucederá también en el evangelio. Y cantamos de nuevo las maravillas del Señor: «Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres».

La segunda lectura continúa la Carta 2ª de San Pablo a los Corintios 5,14-17. «Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos,» nos dice. El Padre envió a su Hijo para que tengamos vida, gracias a la roca fuerte que tenemos. Así, tenemos en qué apoyarnos, en medio del mar embravecido de esta vida. 

Pero no es sólo una roca externa a nosotros, sino que es la seguridad interna de la vida en el Espíritu. Cristo murió por todos para que tengamos vida en el Espíritu. Si tenemos vida en el Espíritu ya no vivimos para nosotros mismos, sino para Dios. Es lo que subraya San Pablo. «El que es de Cristo es una criatura nueva.»

El evangelio de hoy continúa la lectura de San Marcos en el capítulo 4,35-40. Jesús había estado predicando en parábolas a la gente y a los discípulos. Al atardecer les dice, «Vamos a la otra orilla» — del lago de Galilea, se supone. Entonces «se lo llevaron en barca…otras barcas lo acompañaban». Como salieron al anochecer, se entiende que terminaron todos durmiendo. El evangelio dice que Jesús iba en la popa de la barca, en la parte de atrás. Como en los aviones, debía ser un área de mucho movimiento según las olas del mar. Pero Jesús duerme profundamente. En esto, surge una borrasca con un gran oleaje y ya la barca hacía agua, en peligro de hundirse. Los discípulos entonces le despiertan. Le dicen, «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Jesús entonces se levanta, y como que regaña al oleaje y el viento de una manera que recuerda el pasaje de la primera lectura de hoy, cuando Dios le pone un límite a las aguas. Al momento todo se calma.

Jesús entonces le dice a los discípulos, «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?». Ellos por su parte estaban llenos de temor y maravillados. «¿Quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?» —se decían. 

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Jesús regaña al mar y al viento, y también regaña a los discípulos. Al mar y al viento le da órdenes. A los discípulos los reprocha y los exhorta. Debieron haber invocado a Dios, haber tenido fe en Dios. Este es un tema que se repite en los evangelios. Jesús no puede hacer nada sin la cooperación de las personas. Por eso es que en Nazaret no pudo hacer milagros. A la vez, es cierto que, si somos personas temerosas de Dios, si respetamos a Dios, se espera que pongamos nuestra confianza en su gran poder. 

Luego, está el hecho de que todos quedaron maravillados al ver que Jesús, efectivamente, era alguien especial, imbuido de la gracia de Dios, imbuido del Espíritu. Es lo que encontramos también en otros lugares de los evangelios, en que las personas lo reconocen de la misma manera, con un maravillarse por sus obras, como en Marcos 1,27.

Así vemos aquí dos elementos que caracterizan a un cristiano: la confianza en Dios y el reconocimiento de Jesús como el enviado del Padre.

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Podríamos ver el mar como una metáfora de la vida misma. Desde que nacemos la vida amenaza con ahogarnos. Por eso es que no es posible dejarse ir a la deriva, estrictamente hablando. La vida es como estar flotando en ese mar de nuestra circunstancia de nuestro cuerpo (metabolismo; biología, química; neurobiología); de nuestro entorno (padres, familia), de nuestra sociedad, y nuestros tiempos, en que en raras ocasiones todo está en calma, pero que aun así requiere estar atento para uno mantenerse a flote. Recuerdo leer que hay especies que duermen con un ojo cerrado y otro abierto.

Por momentos el mar y el oleaje se levanta embravecido con olas de hasta seis pies de alto, hasta más. Igual, sentimos las corrientes submarinas que amenazan con llevarnos. Hay días que todo nos va mal. Hay temporadas de huracán. Y uno se pregunta, ¿dónde está Dios?

Pero el cristiano, igual que los discípulos de Jesús, invoca a Dios y como Job acepta lo que viene porque su puerto de seguridad es Dios mismo. Jesús demuestra esa misma confianza en Dios que entonces le resucitó de entre los muertos. Esa es nuestra fe.

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Jesús no vino a eliminar el sufrimiento. El primero que tuvo que sufrir fue él. 

No es asunto de preguntarse cómo es que Dios permite que seamos víctimas del mal en el mundo. 

Es asunto de ver a Jesús que calma la olas. Ese es el testimonio del amor del Padre. Evidentemente, si el Padre hizo el mundo como es, por algo ha sido. Pero eso no significa que no nos quiere. El testimonio de su amor es la misma persona de Jesús. 


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