La primera lectura para este domingo está tomada del libro del Génesis capítulo 15:5ss. Dios le muestra a Abrahán el firmamento estrellado y le dice que su descendencia será tan numerosa como todas esas estrellas.
El texto dice, de esta manera, que los hebreos tienen pasado, y guardar la memoria de ese pasado equivale a tener identidad. Son todos “hijos” de Abrahán. “Mi padre fue un arameo errante,” escuchamos en la lectura del domingo pasado. Tres elementos constitutivos de la identidad del pueblo hebreo (no soy experto) serán la descendencia de Abrahán, la circuncisión, y más tarde, el templo. La Escritura, los libros sagrados, sustituyeron luego al templo y al territorio nacional.
Y en esta lectura Dios también le muestra a Abrahán la Tierra Prometida, o tierra de la promesa de Dios. Dios se compromete a permitir que esta tierra de Canaán sea la patria de los hebreos. Los descendientes del patriarca podrán ir errantes por el desierto, pero tendrán una casa a donde llegar finalmente.
“A tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río,” le dice Dios a Abrahán. Los judíos que escucharon esta lectura al volver del Destierro de seguro entendieron que ellos tenían derecho a todo ese territorio, desde Egipto, hasta el río de Babilonia, todo aquel territorio de los caldeos que los habían esclavizado a ellos.
Los cristianos vemos en este lectura el símbolo de nuestro caminar lejos de nuestra casa. Eventualmente encontraremos el camino para llegar. Dios se comprometió, lo prometió. Llegaremos.
Entre tanto, igual que los judíos, podemos ser vistos como ciudadanos sospechosos dentro del estado, o dentro de la nación en que estemos.
El salmo responsorial en sus versículos del salmo 26 expresa la total confianza en Dios y nos exhorta a tener ánimo en la esperanza que se siente de llegar finalmente a nuestro destino final. “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?”, nos dice al comienzo y luego termina, “Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida.”.
La segunda lectura de hoy está tomada de la epístola del apóstol Pablo a los Filipenses, del capítulo 3:20 hasta el primer versículo del capítulo 4. Este pasaje describe muy bien la condición de algunos cristianos que todavía piensan como paganos. Se comportan como enemigos de la cruz de Cristo. Es decir, se comportan como los que obstaculizan el acceso a la salvación.
“Su Dios es el vientre,” nos dice, “su gloria, sus vergüenzas.” Es decir, se enorgullecen de su capacidad para la comilona y la lujuria. Nos recuerda el orgullo con que algunos cuentan de sus borracheras. De esa manera Pablo describe a los que viven arrastrados por sus debilidades psicológicas y biológicas.
Y continúa, “Sólo aspiran a cosas terrenas”. Así describe a los otros, a los que viven cegados, que sólo ven lo inmediato, lo que tienen al frente; los que no ven más allá del horizonte de este desierto.
“Nosotros por el contrario somos ciudadanos del cielo,” añade Pablo.
Fíjese el lector. Eso aplica a más de un cristiano que se dice devoto y que hasta milita en algún grupo o instituto religioso. No dan testimonio de cristianismo los que no viven de manera sobria y sencilla y que muestran un ánimo ambicioso, la acepción de personas, lo hostilidad para otros, los que van movidos por criterios humanos principalmente.
Esos son los verdaderos herejes, los verdaderos enemigos de la fe.
Qué tal aquellos clérigos que en época de Lutero se comportaban como en los tiempos de la decadencia del imperio romano. Hay cuentos que no acaban sobre los excesos de aquella época. Por contraste, los perseguidos por la Inquisición eran verdaderos hombres de fe, como lo presento en mi libro sobre los reformadores italianos.
La vanidad, el orgullo, el interés monetario, el gusto por el poder y el poder hacer, lo mismo que los placeres del comer y del sexo, no parecen, ni son, algo maligno de por sí. Pueden ser compatibles con la vida del cristiano. Es como la historia del muchacho que era una especie de sádico, que le gustaba ver la sangre correr. Pero estudió para cirujano y todos los días se daba gusto en la sala de urgencias del hospital.
La condición de pecado surge cuando esto se va fuera de nuestro control, cuando domina nuestra conducta, nuestra vida. Por ejemplo, se puede dar cuando aquel cirujano comienza a operar sin necesidad o urgencia. Y cuando algún médico comienza a recetar llevado por el afán de dinero y de pagar sus préstamos.
Es natural que en alguna ocasión perdamos el control, la tabla. Una golondrina no hace verano; eso no nos convierte en en hijos del Maligno. Otra cosa es cuando eso se repite y sin darnos cuenta vayamos resbalando. Uno comienza con buenas intenciones y excepciones inocentes. Y poco a poco, sin darse cuenta, se va convirtiendo en alguien que ya no es el que era.
“No sé cómo entré en aquella selva oscura (del pecado), tan adormecido estaba (confundido en medio de las pasiones)”, dirá Dante en el primer capítulo del Infierno.
“Sólo aspiran a cosas terrenas,” dice San Pablo de esos cristianos confundidos, desenfocados. Un verdadero cristiano no puede orientarse de ese modo. “Nosotros por el contrario somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. El transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo.”
Para eso está la cuaresma, para recapacitar. En vez de decir conversión, podríamos decir recapacitar.
Y la tarea de nuestra vida en la fe no es asunto propio. Es un asunto compartido, recibido, del Espíritu de Dios. Es el Espíritu el que nos capacita y nos lleva a la conversión. Y esta tarea también es compartida cuando adquiere su dimensión comunitaria, de Pueblo de Dios. El camino de la revisión de vida cuaresmal, del recapacitar cuaresmal, ha entenderse como algo que se da junto a la comunidad de fe.
Los que nos ilumina la fe, gracias al Espíritu, somos ciudadanos del cielo, nuestra casa. Así, Cristo nos transformará, y sabemos del futuro también con su propia transfiguración.
La tercera lectura, el evangelio, corresponde a Lucas 9:28ss. De igual modo que el primer domingo de cuaresma se dedica a las tentaciones de Jesús, este domingo segundo se dedica a la narración de la transfiguración.
Jesús se lleva a Pedro, Juan y Santiago y van a lo alto de una montaña a orar. Hay un paralelo con Moisés, que fue a la montaña a encontrarse con Dios.
Mientras están en el monte, los apóstoles están rendidos de sueño, como luego sucederá en el Huerto de los Olivos. En eso despiertan y ven a Jesús transformado; su rostro brilla y sus vestidos también. Y allí ven dos hombres que conversan con Jesús acerca de su muerte en Jerusalén. Eran Moisés y Elías, nos dice el narrador, el evangelista. Serían símbolos de la Ley (Moisés) y los profetas (Elías).
Pedro propone quedarse a vivir allí, tanto es el gozo que siente. Pero sin terminar de hablar, una nube los cubre y se oye la voz de Dios reconociendo a Jesús como “mi Hijo, el escogido”. Entonces todo desaparece y sólo queda Jesús solo. El pasaje termina diciendo que los apóstoles no contaron a nadie lo sucedido.
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Jesús transfigurado, resplandeciente, glorioso… el Resucitado. Este es Jesús vivo, ahora, el que nos acompaña en nuestro caminar. Este domingo nos lo propone, recordándonos que lo que los apóstoles vieron prefigurado, luego ellos y nosotros hemos visto realizado.
Este es el Jesús de nuestra fe, el Jesús glorioso, triunfante, que también representa la condición de nuestra vida futura. Por eso en el arte de los primeros siglos del cristianismo nunca lo encontramos sufriendo y muriendo en la cruz. Las imágenes son de una cruz enjoyada, un Cristo resucitado.
En la Edad Media, de la misma manera que el latín desapareció y se transformó en lenguas romances, así con el cristianismo en general, en Occidente. Surgió, entre otras cosas, una atención extrema sobre la Pasión y Muerte, al punto que la Semana Santa terminaba el “Sábado de Gloria”. Se olvidó la dimensión pascual del domingo y de toda la vida cristiana.
Es hora, entonces, de repensar el foco central de los templos. Porque nuestra arquitectura y nuestro arte es también una expresión de nuestra teología. Los calvarios han de dar paso a las figuras expresivas del Cristo transfigurado, glorioso, el que vive entre nosotros.
Para los hispanos algo así no es tan fácil. El cristianismo medieval es algo cultural en el mundo hispano. Ser católico y ser español (entendido al modo medieval) es casi consustancial. Pero si hemos de recapturar lo que significa el cristianismo, el catolicismo tiene que limpiarse, tiene que pasar por una cuaresma.
Hoy el Espíritu nos plantea el reto de ponernos al día, es lo que viene sucediendo desde comienzos de siglo veinte. No es asunto de dejar todo igual en su esencia y ponerle un aspecto “moderno” para hacerlo simpático a nuestra época, que es lo que algunos han entendido.
Es asunto de repensar nuestra fe a la luz de lo que vamos descubriendo sobre los primeros cristianos junto a los textos de los evangelios, como hoy.
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En cuanto al pasaje bíblico visto por sí mismo, uno lee este relato tratando de verlo aparte de lo que nos dicen los especialistas de la Biblia y los intérpretes de la tradición y no es fácil de entender. A diferencia del relato de las tentaciones de Jesús, aquí hay testigos. En otros lugares de los evangelios se habla de cómo Jesús se retiraba a lugares apartados para orar y se repite el tema de que a veces era con unos escogidos. Hasta ahí podemos aceptar la parte histórica.
Que los apóstoles no le hayan contado esta experiencia a nadie, puede ser la manera de explicar cómo es que no se habló de esto hasta un tiempo después de la muerte de Jesús. Que nunca se hubiese oído hablar del asunto podría explicarse de dos maneras. Una es que los que tienen experiencias místicas no gustan de hablar de ellas (¿Le diría usted a sus amigos que anoche se le apareció un ángel?). Alguien que alardea de sus visiones no es lo que uno espera. La otra posibilidad es que se trate de un invento.
Pero aun si se tratase de un invento, lo fue desde la mentalidad con que un creyente ve en Jesús al Escogido de Dios. No hubo intención de engaño. Uno puede conjeturar que hubo un suceso original (fueron al monte a orar) y hubo una experiencia original (tuvieron una visión) y luego a esto se le fueron añadiendo detalles. Se terminó con un relato cuyos elementos fundamentales serían Jesús transfigurado y Dios manifestándolo como su Escogido desde una nube (igual que Dios desde la nube en el Sinaí) y luego, Moisés (la Ley) y Elías (los profetas) junto a Jesús. Ahora Jesús sería, a la vez, el nuevo Moisés, que nos habla lo que Dios le comunica, y el nuevo Elías, que también anuncia lo que Dios quiere decir, la Palabra. Y los apóstoles serían las nuevas personas autorizadas para anunciar esa Palabra, ese mensaje, desde el círculo íntimo de Jesús, como en otra época sucedió con Moisés cuando bajó del Sinaí.
Otro elemento en el relato de la Transfiguración recuerda la narración del Bautismo de Jesús, que equivale por tanto a una teofanía (revelación de Dios). La nube o la “shekináh” de Dios es señal de la presencia de Dios a los largo de toda la Escritura. Los israelitas en el desierto así lo veían cuando les precedía, así baja sobre el templo de Jerusalén al momento de su consagración (I Reyes 8:10), es la sombra del Altísimo que cubre a la Virgen María (Lucas 1:35), lo mismo que la nube y voz desde lo alto que se manifiesta al momento del Bautismo de Jesús. De esta manera se valida la misión de Jesús. Es el Padre mismo que nos ha hablado en la persona de Jesús.
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