El paraíso. Al fondo a la derecha, en la distancia están Adán y Eva. |
La auténtica concepción cristiana del mundo no parte del Dios creador, o de la creación del mundo. Lo fundamental en la concepción cristiana del mundo radica en la realidad salvífica efectuada en la historia por la que Dios sale de sí mismo “hacia fuera”.
Lo fundamental no es que Dios crea, sino que el hecho de la historia de la salvación que continúa hasta hoy y continuará hasta el fin de los tiempos. Este movimiento de la divinidad es libre y soberano, que hace que el mundo no pueda rivalizar o retar a Dios, sino estar subordinado a su Palabra (Jesús, Hijo del Padre) mientras es santificado por el Espíritu.
La creación no es algo que sucedió y quedó consumado al sexto día del Génesis, sino que es una acción de Dios que continúa. El eje central de la historia no es el pecado de Adán, ni nuestro pecado, ni el dominio de Satanás sobre este mundo. El eje central de la historia es Jesús como la Palabra del Padre que le da sentido a todo lo que hay “fuera” de Dios, “creado” por Dios y santificado por el Espíritu.
El punto de partida para entender el mundo entonces es el reconocimiento de la divinidad del mundo, no en el sentido panteísta, sino en el sentido del mundo como el resultado de la acción continua de Dios con el mundo. Que todo viene de Dios de manera dinámica y que nosotros venimos de Dios y sentimos el llamado de volver al Padre se presenta como tal en nuestro anhelo de la trascendencia.
Decía San Agustín con una expresión conocida: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. No es que alguien pueda decir que por naturaleza somos indiferentes y entonces debemos buscar a Dios. No; esa inquietud es un hecho en cuanto tal. Es un ingrediente constitutivo en nuestras vidas.
Todo lo que vemos, lo que sentimos, lo vemos y lo sentimos y se nos presenta como una fragmento de un todo que nunca alcanzamos a ver. Entonces, nos imaginamos la totalidad, y sin imaginarnos esa totalidad, no entendemos nada. No es solamente nuestro corazón, sino que es también nuestra mente que se siente orientada hacia la trascendencia, la totalidad.
Es más importante pensar en Adán como el símbolo de nuestra proveniencia, que como el símbolo de nuestra naturaleza viciada por el pecado. Jesús en los evangelios no se detuvo a dar sermones sobre el pecado de los humanos, ni arremetió contra sus oyentes echándoles en cara su pecado. Denunció a los fariseos pero no vivió obsesionado con condenar a los pecadores. Y cuando denunció a los fariseos lo hizo al modo con que denunció al hijo “justo” que se quejó por la recepción que el padre le dio al hijo pródigo.
De igual manera que Adán es un símbolo que nos recuerda de dónde venimos, Satanás es un símbolo que nos recuerda la dificultad de nuestra peregrinar hacia la casa del Padre, al punto que nos lleva a la tentación de despreciar la creación de Dios, el mundo material. Lo que provoca eso en nosotros no es un ser satánico, sino la dificultad del camino. Como Adán, la figura de ese ser satánico es sólo un símbolo de la realidad, que en este caso es la dificultad de la peregrinación hacia el Padre, la misma que Jesús mismo experimentó. Pero eso no quita que Jesús se haya revelado como el camino al Padre.
Hay un Dios que es sólo una idea nuestra forjada según las exigencias de la lógica y de los filósofos. Un amigo una vez me citó a Nietzche de memoria: “Cuando Dios se proclamó el único dios, hizo morir de risa a todos los demás dioses”. En ese caso Nietzche hablaba del Dios de los filósofos.
El verdadero Dios es el de la revelación que es la palabra del Padre y que es Jesús. Es el Dios que hace milagros, llora, desconoce el futuro, y que le manda a decir a Juan el Bautista: “Los ciegos ven, los cojos andan, los que tienen lepra son sanados, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncian las buenas nuevas. Dichoso el que no tropieza por causa mía.” (Mateo 11:5ss)
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