Todos los años celebramos los misterios de nuestra fe, a todo lo largo del año litúrgico. Los dos grandes momentos del ciclo anual litúrgico son la pascua de Navidad, con el solsticio de invierno, y la Pascua de Resurrección, con el equinoccio de primavera.
El solsticio de invierno representa la medianoche del año solar. El equinoccio de primavera representa el amanecer del año solar. El solsticio de verano en junio representa el mediodía del año solar. El equinoccio de otoño, en septiembre, representa el atardecer y comienzo de la noche del año solar.
Desde tiempos antiguos, desde que los humanos nos dimos cuenta de este pasar del tiempo en términos de las horas y los días solares, comenzamos a celebrar esos hitos del año que marcan la transición de las estaciones. En las sociedades agrícolas tradicionales esos cambios estacionales apuntaban también a los días de la siembra, de la cosecha, del tiempo muerto y del renacer de la naturaleza.
Tenía sentido entonces celebrar el año nuevo en o alrededor del equinoccio de primavera (aproximadamente el 21 de marzo), que corresponde al amanecer del año solar. En los libros de las horas o libros de oraciones de la Edad Media, se comenzaba a leer el primer libro de la Biblia, el Génesis, con el comienzo de la Cuaresma.
Pero en otras culturas se celebraba el año nuevo en septiembre, con el atardecer del año solar. como la hebrea, se asumía que un día terminaba y otro día comenzaba al atardecer de cada día. El atardecer del año solar, como apuntado, llegaba con septiembre. Así, hasta el día de hoy los judíos celebran Rosh Hashanah o su fiesta del año nuevo, a mediados de septiembre.
En un momento dado, los romanos y los cristianos asumieron que un día comenzaba y otro día comenzaba a la medianoche. De ahí que eventualmente se celebra el Año Nuevo asociado al solsticio de invierno, la medianoche del año solar.
En Puerto Rico no tenemos la experiencia que se da en los países del norte, en que resulta bastante evidente que durante el otoño los días se van acortando paulatinamente, hasta que con el solsticio llega el día más corto del año, la noche más larga del año. En los países nórdicos, mientras más al norte, más cortos son los días. Amanece entre 9 y 10 de la mañana y anochece a partir de las cuatro de tarde. Si los días están nublados, y hace mucho frío y mucha nieve, y mucha oscuridad, sobre todo en tiempos antiguos, la gente cogía miedo.
¿Y si el mundo se acababa? ¿Y si esas noches cada vez más largas con toda la naturaleza muerta en los alrededores, anunciaba la “muerte” del sol y el comienzo de la noche eterna? Aun entre judíos y paganos se desarrollaron rituales de arrepentimiento y propósito de enmienda de vida para estas fechas. Los judíos por ejemplo celebran Yom Kippur, o la Fiesta de Reparación o Penitencia, una semana después del Rosh Hashanah.
Los romanos también instituyeron la fiesta del sol invicto, que derivó en las llamadas saturnalias, o festivales en honor de Saturno. Los cristianos simplemente santificaron la celebración y la dedicaron al verdadero sol invicto, Jesús.
Ya desde octubre la liturgia todavía hoy día comienza a anunciar unos temas apocalípticos, es decir, de los últimos tiempos. Por eso noviembre es el mes de los muertos. Quién sabe este año será en el que se dé el fin del mundo y aparezca Jesús de nuevo como Juez de vivos y muertos. De ahí que también aparezca Juan Bautista exhortando al arrepentimiento y a la conversión, que sigue siendo necesario todos los años, igual que es necesario formular nuevos propósitos para el año que comienza.
Entre tanto aparece Jesús como Dios encarnado, Dios hecho hombre. Esto es motivo de alegría porque con él reconocemos de dónde venimos y hacia dónde vamos. Igual que Jesús venimos del Padre y volvemos al Padre. Si entre tanto nos hemos descarriado, la persona de Jesús como Dios hecho humano, nos garantiza el perdón y la gracia de encontrar transitable el camino de vuelta al Padre.
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