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En los pasados días finalmente salió mi libro sobre el Concilio Vaticano II. A mis amigos y familiares les haré llegar una copia. Entre tanto el libro se puede adquirir en amazon.com.
Aquí estaré poniendo periódicamente algunos párrafos de esta publicación. A continuación, los primeros párrafos de la Introducción.
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El Concilio Vaticano II se propuso renovar la Iglesia, que sigue celebrando y ofreciendo al mundo el testimonio de la fe pascual de siempre, el mensaje de que Jesús resucitó y nos presenta el camino a la Vida.
El propósito del Concilio quedó admirablemente consignado en el preámbulo de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia: “Este sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover todo aquello que pueda contribuir a la unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve para invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia.” (SC §1)
A diferencia de otros concilios ecuménicos de la historia, Vaticano II no fijó su preocupación sobre puntos doctrinales. Su propósito no fue salvaguardar la pureza de la fe, ni la declaración de algún nuevo dogma doctrinal – para eso no se necesitaba un concilio, como indicó el papa Juan XXIII en su discurso inaugural, Gaudet Mater Ecclessia, el 11 de octubre de 1962.
El Concilio se propuso redescubrir, ya no de manera dogmática, sino en términos pastorales, la manera con que la Iglesia vive el Evangelio y lo anuncia. El Buen Papa Juan habló del concepto de los signos de los tiempos, y del aggiornamento, la puesta al día de la Iglesia. Tal visión fue apoyada por el desarrollo de la teología y de los estudios histórico-críticos desde mediados del siglo 19.
Un ejemplo que ilustra el concepto de los signos de los tiempos es el siguiente. En siglos atrás predominaban las ideas de los aristócratas. Con esa mentalidad se pensaba que trabajar era algo humillante, propio de esclavos o de los sectores pobres de la población. Los eclesiásticos no eran seres extraterrestres; pertenecían a aquella sociedad y por eso inevitablemente pensaban como ellos. Pensaban de acuerdo a los signos de aquella época. No es de extrañar que por entonces la Iglesia asumió las posturas de los aristócratas y formuló su predicación de acuerdo a ese modo de pensar.
La consideración anterior, por cierto, nos permite entender cómo los papas del siglo 10, hace un milenio, fueron hasta peores en sus fechorías que los papas del Renacimiento. Es que vivían en una sociedad de bárbaros y los eclesiásticos no podían menos que compartir esa realidad. Se comportaban igual que los nobles de su época. En efecto, es que todos los papas pertenecían a la nobleza.
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