Por diversas razones fue hoy que me vine a enterar de que la computadora Watson venció a los dos campeones del juego Jeopardy la semana pasada. El suceso marca un hito en el progreso del desarrollo de la inteligencia artificial.
Por otro lado, el entusiasmo con el desarrollo de la inteligencia artificial ha provocado que cada vez sepamos más acerca de nuestra propia inteligencia natural. Esto es algo que quizás no se hubiera dado a un nivel tan sofisticado de otra manera.
La primera reacción de muchos es sentir miedo ante la amenaza de unos robots que nos esclavicen en el futuro. Pero no hay que temer. Ya somos esclavos de la televisión, los hornos microondas, los teléfonos y otros inventos de la tecnología. ¿Quién quiere levantarse a prender un fuego de leña para colar café y hacer el desayuno? ¿Quién quiere tener piojos y no saber con qué curárselos? ¿Quién quiere curarse con unas yerbas y pociones de propiedades dudosas?
Resulta interesante ver una de esas películas de tecnología superada, en que uno a veces se dice cuán fácil sería la solución si tuvieran teléfonos celulares o el acceso a alguna base datos que se pudiera “guglear”. En más de una película el asunto se podría resolver con la ciencia o la tecnología que ha venido después, como poder atrapar al asesino mediante un análisis genético con su saliva.
Volviendo a la inteligencia artificial, podemos compararla a la superioridad de un tractor sobre los músculos de una mula o de un ser humano. ¿Quién quiere volver al arado tradicional? Algunos miembros de la generación de los baby boomers recordarán cuando en la escuela superior había que aprender a usar el slide ruler, sin el cual no era posible llegar a funcionar como ingeniero, o arquitecto. Hoy día una calculadora de mano, de las que se compran por cinco dólares en las farmacias, da unos resultados más precisos y confiables que aquel sofisticado slide ruler de entonces. Ningún ingeniero o arquitecto se sentía humillado por aquel instrumento; tampoco hoy día se sientes humillados cuando dependen tanto de los programas CAD de diseño por computadora.
Hace casi cuatro décadas ya que existen programas expertos que saben más que los expertos, lo que viene a reconfirmar este último episodio con la supercomputadora Watson. Pero ningún experto se siente amenazado o humillado por eso. Watson sólo sabe jugar a Jeopardy, nada más. Lo mismo sucedió con la computadora que venció al campeón mundial de ajedrez hace unos catorce años. Lo único que sabía era jugar a ajedrez, igual que los sistemas expertos, que sólo saben de su campo de “expertise”, o de su competencia.
Watson consume una cantidad de electricidad enorme y tiene que estar en aire acondicionado, porque si no, se le calientan los circuitos al punto de derretirse. También ocupa un espacio físico considerable, voluminoso. El cerebro humano utiliza muy poca electricidad y ocupa poco espacio, comparativamente.
Pero veamos lo positivo de esto. A comienzos de siglo 20 todavía no estábamos claro en eso de que tengamos ideas en la cabeza y que algunos tuvieran más capacidad que otros para “saber”, “comprender”, “entender”. Por ejemplo, a mediados de siglo habían estudiosos (como los que conocí en California cuando estuve por allá) que se preguntaban sobre la inteligencia de los animales, como los chimpancés y los perros.
Cuando un perro salta para atrapar una bola que le tiramos, no es que el perro tiene el concepto de la bola, ni tampoco es que su cerebro está resolviendo ecuaciones cuadráticas para poder hacer que la trayectoria de su brinco le lleve a cruzarse con la trayectoria de la bola, para atraparla. Ese tipo de posibilidad la exploraban por entonces y tiene cierta importancia, como cuando queremos que una sonda espacial se ubique en un punto específico del universo.
Pero como luego se ha repetido ad nauseam, lo que el perro demuestra no es un saber o una inteligencia, sino una destreza que no tiene que ver con procesos cerebrales conscientes. Lo mismo aplicaría a nuestro comportamiento social, que es una destreza, como el saber lo que habría que decir en una conversación, que depende de unas “ideas” que no son contenidos cerebrales.
De ahí que sigue vigente el criterio para una máquina con verdadera inteligencia artificial, que sea capaz de sostener una conversación con los humanos, sin dar un traspiés de tipo “algorítmico”. Un algoritmo es la secuencia de procesos por las que pasa la computadora, que le son programados por nosotros.
Otra manera de decir lo anterior es llamar la atención sobre el hecho de que en los asuntos humanos hay conversaciones y situaciones y problemas que no tienen una solución abstracta definitiva y final y que pueden tener más de una solución adecuada y correcta. En la pura lógica eso no es posible.
Así fue como fuimos aprendiendo sobre nuestra inteligencia. A principios de siglo 20 pensábamos que la inteligencia era un asunto de lógica y es cierto, la lógica es parte de eso, pero no lo es todo.
Se piensa, por ejemplo, que una computadora nunca podría entender una ironía o un chiste. Pareciera que eso sigue siendo cierto. Pero el triunfo de Watson la semana pasada apunta a la posibilidad de que, quién sabe, algún día sí se logre que una máquina tenga la “inteligencia” como para entender un chiste. La posibilidad de por sí nos fuerza a seguir profundizando sobre este tema, de qué significa ser inteligente.
Algo que sí ha quedado claro es que ser inteligente no es asunto de psicología. Igual que la lógica, la psicología juega un papel, pero la inteligencia no se agota en la lógica, ni en la psicología. En ese sentido ojalá los teóricos de la educación aprendan más acerca de la inteligencia artificial. Sólo así podremos investigar también qué significa el cultivo de la inteligencia en las escuelas.
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