Giotto, Entrada a Jerusalén |
Jesús, en cuanto hombre, no conoció a plenitud el designio del Padre – igual que nosotros. Sólo supo que su destino era ser signo de la Nueva Alianza, de la nueva misericordia del Padre. Intuyó que, como tal, le tocaba enfrentarse a la ira de los dirigentes religiosos del pueblo judío.
En cuanto hombre, quién sabe si Jesús se preguntó también si no era incompatible la dignidad de su divinidad con el sometimiento a aquellos imbéciles y tontos que planeaban arrestarle. Quién sabe si también se preguntó, en cuanto hombre, cómo sería posible que él pudiese dar vista a los ciegos y poner a andar a lo cojos, expulsar demonios y resucitar muertos y sin embargo, no podría él escapar a la condena a muerte que parecía venirle encima.
Después de las discusiones y encontronazos con los fariseos y los escribas y los dirigentes religiosos, estaba claro que la reconciliación con ellos era poco menos que imposible, si no es que ya era completamente inconcebible. Pero eso no justificaba abandonar su misión, para lo que estaba en este mundo. Habría que seguir adelante, aunque uno no tuviese el cuadro completo “con todos sus muñequitos”, como decimos en Puerto Rico.
No estaba del todo claro que lo anterior implicase morir en la cruz, y también sufrir la tortura de los salivazos, los latigazos, la corona de espinas y así sucesivamente. Sin embargo, hacia eso se veía encaminado, casi por necesidad inevitable.
Aceptar todo esto con sumisión a la voluntad del Padre, sin entenderlo del todo, eso sería la obediencia de Jesús que entonces reconocemos como algo que tenemos que asumir nosotros también, como lo asumió la misma Virgen María, nuestro modelo de fe.
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