Obispo con capa y armiño |
En época del Concilio Vaticano II se regó la idea de que todo estaba cambiando en la Iglesia. Hoy, unas décadas después, hay quien quisiera decir que tales cambios fueron producto del capricho de la banalidad de algunos y en todo caso, que el Concilio no hizo un llamado a tanto cambio. Igual, nos dicen que en realidad no fue tanto lo que cambió.
Lo primero que habría que decir es que no tiene sentido obsesionarse con la idea del cambio. Lo importante no es si la Iglesia cambió, si debió cambiar, si no debió... si sí o si no cambió. Lo importante es el evangelio y la predicación del evangelio. Lo importante es la misión evangelizadora, esa es la verdadera finalidad de la Iglesia. Luego, el cambio es un medio y debe estar subordinado a esa finalidad.
De lo contrario, nos corremos el riesgo de crear fetiches -- ídolos -- de las formas "progre" y de las formar "carcaj", es decir, de las formas de cambio progresista o de las formas de cambios tradicionalistas. Cuando se crea un fetiche así, la persona tendrá la tendencia de aprobar y admirar todo lo que sea cambio progresista, de manera ciega, idolátrica. Lo mismo sucederá con los tradicionalistas que rendirán culto ciego a las formas "conservadoras" o "preconciliares". Son dos caras de una misma moneda, la de una idolatría por las apariencias.
Lo importante es la predicación del evangelio hoy por hoy. ¿Tiene sentido que un obispo se revista de armiño y ropajes ostentosos? ¿Le sirve eso al evangelio? ¿Tiene sentido que un sacerdote vista de jeans y camiseta cuando va a atender enfermos en un hospital? ¿Le sirve eso de edificación a las personas? ¿Tiene sentido que se le prohíba a las niñas ser monaguillos en las misas "tridentinas"? ¿No es eso hacer el ridículo? ¿No contradice el espíritu del evangelio?
Y, claro, para qué sirve atacarse de lado y lado. Cuando somos todos, aun en el seno del catolicismo, "hermanos separados". Eso es un escándalo que hay que subsanar.
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