En la primera lectura (Nm 11:25-29) el espíritu de Dios pasa de Moisés a los setenta ancianos, incluso a dos de ellos que no estaban en el monte, sino acá, en el campamento. Moisés no ve nada malo en ello.
En el salmo responsorial (18:8 ss) hay regocijo en los mandatos, la ley del Señor. En otro salmo, el salmo 119, esto lleva a la actitud farisea. Pero en este salmo, en la estrofa final se dice: “Preserva a tu siervo de la arrogancia…”.
En la segunda lectura continúa le lectura de los últimos domingos, de la epístola de Santiago (5:1-6), sobre un cristianismo con sentido común. En particular, enfoca en la posesión de las riquezas.
En el evangelio también continúa la lectura de los últimos domingos, del evangelio de San Marcos (Mc 9:38 ss). En paralelo con la primera lectura, los discípulos se quejan de uno que echa a los demonios en nombre de Jesús, pero no pertenece al grupo inmediato de sus seguidores. Luego, igual que en el pasaje del evangelio del domingo pasado, termina con una cadena de aforismos.
Se pueden ver dos temas en el conjunto. Uno es el del farisaísmo. Otro es el de los que no pertenecen a “nuestro” círculo. Con la mención de que nadie quedará sin recompensa, si se adhieren a Jesús, se llega al tercer tema, el escándalo.
Como sabemos, el fariseo es el que se siente orgulloso de cumplir con la ley y ser un hombre justo. Es el que no encuentra falta en sí mismo y no sólo eso, siente por tanto hasta pena por los que no son como él. Se siente que él sabe y hasta quisiera que los demás llegaran a la certeza que él posee. Porque él es bueno y espera que los demás lleguen a ser tan buenos como él. Ese es “el gran pecado” que menciona el salmo responsorial.
Parte del farisaísmo es sentirse que uno pertenece a un círculo íntimo, exclusivo, especial, de los que comparten ese conocimiento de lo que significa “ser bueno”; en nuestro caso, “ser verdadero cristiano”. Esto para muchos significa ser católico, más que cristiano. Porque tales no ven con buenos ojos los que son meramente cristianos.
Pero Jesús en el evangelio les dice: “El que no está contra nosotros…”. Ellos también son hijos de Dios; cuánto más es el caso, si también se declaran por Cristo, si testimonian un encuentro personal con Cristo.
En el cristianismo no deben haber claques, círculos especiales de “iniciados”. Hay una sola iniciación, la del bautismo. Por eso todos somos hermanos en el bautismo en que confesamos nuestra fe cristiana, no importa si en un grupo o el otro grupo. Todos profesamos esta fe que nos une como cristianismo universal.
Tampoco dentro del mismo catolicismo deberían haber grupos que se sientan más católicos o más poseedores de “la verdad” que otros.
Pensar que hay unos que están más cerca de Dios que otros lleva a esto, por vanidad. Cada vez que un pastor o un ministro, un sacerdote o un reverendo son descubiertos en delito, eso demuestra la razón por la que nadie debe sentirse más cerca de Dios que los demás. La verdad es que nadie está exento de pecado y por eso la auténtica actitud cristiana es la del pecador arrepentido.
Pasa lo que en la primera lectura. No hay que tener celos de que sólo nuestro grupo puede profetizar. “¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!”.
Finalmente, está lo que presenta la segunda lectura (Santiago) y los aforismos. Habla de los que amontonan riqueza. Pero no se refiere a los que lo hacen honestamente, que hoy día muchos piensan que no es posible producir riqueza sin ser deshonesto. Es como decir que los deportistas exitosos nunca llegan al triunfo honestamente.
Así, Santiago se refiere a los que amontonan riqueza mediante el fraude y la explotación de los jornaleros, deshonestamente. Ahora bien, esto aparece en una carta de Santiago, es decir, en el contexto de los cristianos. Está hablando de los cristianos que están pendientes de las riquezas y de los vestidos y del oro y las prendas.
Es en ese sentido que el catolicismo tradicional ha incurrido en pecado: el amor a las riquezas, a las vestimentas, al lujo; la vanidad de sentirse superior y de ser admirado; el dejarse atrapar por consideraciones humanas y llegar a despreciar a otros cristianos y aun otros católicos “no iniciados”.
Un papa, un obispo, un párroco, nadie podía llevarle la contraria. Eran pequeños monarcas y con esa mentalidad levantaron basílicas y comisionaron preciosas obras en orfebrería, pero sin reparar que el dinero venía de los pobres y su miseria. Todavía hoy día no se practica la justicia social al calcular los salarios de los laicos que trabajan para la iglesia institucional. Todavía hoy día no se abren los libros de cuentas de las diócesis y de las parroquias. Se hacen colectas y sabe Dios a qué se dedican los recaudos.
Y, claro, está el tema del escándalo. Todavía están los que consideran que hay defender la institución católica a ultranza. Después de unas cuantas décadas de revelaciones de crímenes horrendos como lo es destruir la inocencia de niños, muchos siguen dandole más importancia a la imagen de la institución sin pensar en el punto fundamental en juego. No ven el asunto con óptica cristiana, sino humana. Han pensado primero en la imagen de la institución, que en la experiencia horrenda de las víctimas, defraudados por los que creían ser sus pastores, en quienes confiaban con admiración.
Algunos todavía no entienden que el que lleva un uniforme de santo en realidad es un ser humano como todos nosotros. Creen que el hábito hace al monje.
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