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Tiempo Ordinario, Domingo 24, Ciclo B




Como acostumbrado, hay varios mensajes que podemos encontrar en las lecturas de este domingo.
El mensaje que vemos que es común en la primera lectura y en el evangelio es el de la necesidad de aceptar los padecimientos que sufren los justos; que Dios siempre vendrá a socorrer a los perseguidos por causa del Reino.
En la primera lectura encontramos algo que nos puede desconcertar. Es una lectura de Semana Santa, del profeta Isaías, sobre el siervo sufriente que no se queja en medio de sus padecimientos. Y es que, como vemos en la misma lectura, Dios viene a socorrer al que está en tal situación. La lectura termina: “… el Señor viene en mi ayuda, ¿quién me va a condenar?”
En el evangelio encontramos la confesión de Pedro: “Tú eres el Mesías”; es decir, el Enviado, el Ungido, el Salvador. Y entonces Jesús anuncia que el Hijo del Hombre deberá sufrir, ser rechazado por el liderato judío y será condenado a muerte. Y, claro, resucitará a los tres días. 
Cuando Pedro no entiende, Jesús subraya: hay que pensar los pensamientos de Dios y no según los de los “hombres” (los humanos). 
Como indican los exégetas o intérpretes reconocidos de la Escritura, a esto alguien le añadió lo que sigue, que son aforismas o dichos de los filósofos estoicos griegos y romanos: el que quiera salvar su vida la perderá; que cada cual cargue con su cruz… De todos modos, cuadra con lo anterior. El que introduce estos proverbios los adapta al contexto del evangelio: “…el que pierda su vida por la Buena Noticia, la salvará”.
De la primera lectura y del evangelio queda claro: el triunfo del cristiano es seguir al Maestro, es decir, estar dispuesto a ser perseguido, calumniado, vejado, escupido, inclusive hasta la muerte. No hay que perder la confianza en el Altísimo, como se dice en el salmo responsorial del día: “Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día en que lo invoco… Él libro mi vida de la muerte, mis pies de la caída. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida”.
Al pensar en lo frágil que es nuestra vida y lo frágil de nuestras fuerzas como vemos aquí y en tantos otros salmos, uno se pregunta cómo es posible que haya tanto orgullo farisaico entre los cristianos. Pero así es. Hay cristianos “di a verdá” como dicen los campesinos y los hay que no son sino de nombre. Los hay que piensan según los pensamientos de Dios y los hay que piensan al modo humano.
Es fácil confundirnos como Pedro. Están los que confunden la santidad con el modo de vestir o con el modo de mover las manos, o el tono de la voz. Se olvidan que “el hábito no hace al monje”. No es más católica una mujer porque vista mantilla al asistir a misa. A veces pareciera que el catolicismo estuviese encontrado con el verdadero cristianismo. 
¿Alguna vez Jesús se puso a citar las leyes para condenar a los pecadores? ¿Estaba prohibido tocar cadáveres so pena de pecado? ¿No estaba prohibido tocar a una gentil (no judía) so pena de pecado? ¿Qué tal hablar con ella junto a un pozo, sabiendo que es una mujer “de vida pública” y sabiendo que habrían habladurías sobre sus relaciones con los publicanos y pecadores? Recordar que los publicanos eran el equivalente de los políticos corruptos y desalmados, con sus manos manchadas con la sangre y el sufrimiento de los pobres.
Por un lado, Jesús predicaba y anunciaba la Buena Noticia a los pobres, pero también se la anunciaba a los ricos y a los pecadores públicos a riesgo de ser mal entendendido hasta hoy. ¿Quién condenó a Jesús? No fueron los ricos, ni los pobres, ni los militares, ni los políticos, porque todos ellos llegaron a conocer la misericordia de Dios que Jesús les anunciaba.
Jesús fue condenado por los más beatos, por los defensores de la religión a ultranza, cuyos corazones estaban tan endurecidos que ni modo, no podían tener idea del significado de la misericordia divina. Por eso condenaban, porque no tenían la mínima noción de lo que es la misericordia.
Y en ese contexto es que podemos ubicar la segunda lectura, de la epístola del apóstol Santiago. El autor ya lo dice todo en su primera oración, “¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?” Los católicos a ultranza sólo han visto en ese pasaje, un martillo para darle por la cabeza a los “herejes”. Pero eso no tiene que ver con el debate luterano-católico de fe y obras. Tiene que ver con la contradicción entre decirse católico y ser poco cristiano.
Seguir a Jesús es algo aparte de la manera de vestir, de rezar el rosario o cosas por el estilo. Jesús no tendrá en cuenta la belleza de la liturgia, pero sí el corazón de los que asisten a la liturgia.
Seguir a Jesús implica, sí, tomar la cruz, Pero no la de la Semana Santa en Sevilla.
Digo yo, me parece.


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