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Tercer domingo de cuaresma, Ciclo C




La primera lectura para ese domingo está tomada del Éxodo, capítulo 3:1ss. Ahí se nos presenta a Moisés, que huyó de la corte del faraón y, se casó con Seforá, la hija del sacerdote Jetró en Madián, y se dedicó a pastorear los rebaños de su suegro.  Yendo así con los rebaños, llevando a sus animales por rutas ancestrales de consumo de pasto, llegó a la falda del monte Horeb. 
El pasaje entonces narra el episodio de la zarza ardiendo. Moisés ve allí una zarza que arde sin consumirse y se acerca para ver aquel prodigio. Una voz sale de la zarza; es Dios que le habla. 
“Yo soy el Dios de tus padres,” oye Moisés. El Señor le dice que ha visto la opresión del pueblo hebreo en Egipto y va a bajar para librarlos y llevarlos a una tierra fértil, espaciosa, que mana leche y miel.
Moisés se ofrece espontáneamente para llevar este mensaje a sus hermanos hebreos en Egipto. Pero, ¿cuál es el nombre de Dios? Dios le responde, “‘Soy el que soy’. Esto dirás a los israelitas: ‘Yo-soy’ me envía a vosotros”.
Dios no se olvida de los descendientes de Abrahán y tampoco se olvida de nosotros.

El salmo responsorial corresponde al salmo 102:1ss. Expresa el agradecimiento por todas las cosas que Dios hace por nosotros. “Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios.” 
Dios perdona nuestras culpas y cura nuestras enfermedades, es compasivo y misericordioso, “lento a la ira y rico en clemencia”. Dios nos colma de gracia y de ternura y lo demostró cuando le mostró el camino a Moisés y se dejó ver por sus hazañas ante el pueblo de Israel. De esa manera se enlaza con las otras lecturas del día.

La segunda lectura es de la primera carta a los Corintios, capítulo 10ss. San Pablo le recuerda a los cristianos que los antepasados en el desierto estuvieron bajo “la nube”, es decir, bajo la sombra, el manto, al amparo de la presencia de Dios. Caminaban por el desierto guiados por la nube.
El tema tradicional de este domingo, el bautismo, aparece aquí al Pablo recordarle también a los corintios que el pueblo hebreo, “todos atravesaron el mar y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y el mar”. De igual manera que los israelitas atravesaron por el mar, así también los catecúmenos pasarán por las aguas del bautismo como parte del rito de iniciación para incorporarse a Cristo, y a la comunidad.
Este tema del bautismo, que queda explícito en el ciclo A, en este ciclo C se orienta al aspecto de la conversión de vida, lo que tradicionalmente se ha entendido en términos del abandono de la vida de pecado. 
Pero resulta que después de bautizarse uno vuelve a caer en los usos y pensamientos de los paganos. Esto es algo que inquietó a los cristianos y por eso algunos esperaron a bautizarse en su lecho de muerte. De ahí quizás deriva la costumbre de llamar al sacerdote en ese momento, cosa que ya va desapareciendo. 
Pero ahí está, pasamos por la experiencia inicial de la fe y el bautismo del Espíritu y sin embargo, como el pueblo hebreo en el desierto y bajo la nube, renegamos de Dios. Por eso hay que revisar la vida periódicamente, como en la cuaresma, no sea que, creyéndonos justos, en realidad vayamos por el camino equivocado. Y Dios puede castigar de manera extraordinaria, como sucedió allá en el desierto.
“Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo hicieron nuestros padres,” dice San Pablo. 
En el desierto los hebreos protestaron, se quejaron, por el hambre y sed y dificultades del camino por tierra escabrosa. Dios hizo que Moisés tocara la roca con su vara y brotó agua, símbolo de Dios que sacia la sed del alma y también es como agua que limpia y refresca. Puede decirse que el tema de este tercer domingo de cuaresma es el agua, el surtidor que salta hasta la vida eterna. 
En otros lugares de sus epístolas San Pablo se fija en la misericordia y el perdón de Dios que echa a un lado nuestros pecados y deja de fijarse en ellos. En este caso subraya la ingratitud de algunos y el castigo de Dios. Dice Pablo, “sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto”. Quizás se refiere a aquellos que se los tragó la tierra por su incapacidad de ver, por su dureza de corazón (Deut 11:6 y en otros lugares).
Así, San Pablo nos invita a no ser de los que se pasan quejando en vez de darse de cuenta que estamos en un barco que se hunde. El final está cerca, dice, “nos ha tocado vivir en la última de las edades. Por lo tanto, el que se cree seguro, ¡cuidado! no caiga”.
Esa premura debido al final que ya llega fue algo característico de los primeros cristianos. Esta exhortación de Pablo es por tanto de una fecha bastante cerca de las primeras predicaciones de los apóstoles. Entonces, como el final de este mundo no llegó, nos tocó a los que llegamos después el caer en cuenta que el final está por llegar de todos modos. El barco sí se hunde, todos seremos sorprendidos por la muerte. Entre tanto hay que hacer altos en el camino para hacerse cargo de la situación.


La tercera lectura, el evangelio, presenta la imagen del pueblo como una viña que pertenece a Dios, y el viñador, el encargado. El escenario se prepara con la noticia que le traen a Jesús de unos galileos que fueron tomados por sorpresa y murieron a manos de los soldados de Pilato. Parece que se da por entendido que Dios los castigó por ser pecadores. 
Jesús les increpa, diciendo que aquellos galileos no eran la excepción, sino la regla. Es decir, todos somos pecadores y todos necesitamos pasar por el proceso de conversión. Hoy sabemos que tal proceso nunca termina. 
Es como la tarea de la limpieza, o como el pensamiento que acaba, pero no termina. Limpiar, igual que ponerse a limpiar y a ordenar, da trabajo y algunos no encuentran como comenzar a emprenderlo. Total, al otro día habrá que volver a limpiar. Por eso Jesús les subraya, “Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera,” igual que aquellos galileos.
Ver el sufrimiento, la tragedia que se le viene encima a otro, “desde afuera”, como si no tuviera que ver con nosotros, es algo natural para los que no se sienten en peligro de algo parecido les pueda suceder. Uno se prepara para el huracán y luego ve a otro que perdió su casa porque el río se la llevó. Uno puede hasta sentirse superior a esa persona y decir que fue un tonto que no se preparó.
Decir que el sufrimiento o la tragedia de otro es resultado de su pecado es algo típico de la mentalidad de los fariseos. Pensar que a otro le dio una enfermedad terrible, tuvo unas desgracias como las de Job, murió en medio de sufrimientos, a causa de haber sido un pecador, es cosa de los que se creen “justos”, como los fariseos. 

De ahí el evangelista pasa a narrar la parábola de la higuera. Jesús les cuenta de un dueño de un terreno en el que tenía una viña, y una higuera dentro de aquel terreno, pero que el árbol no le daba higos. 
Para que una mata de higos llegue a crecer al punto de convertirse en árbol, se necesitan algunos años. Normalmente la mata comienza a dar higos en cuestión de unos meses. Qué no se diga de una mata que ha llegado a crecer tanto.
En nuestros campos se decía de enterrarle un clavo a un árbol de aguacates para que empezara a dar fruto. En este caso el dueño del terreno va al encargado de la viña, el que se la trabaja, y le dice que corte la higuera, la saque.
El viñador propone que se le dé un año más a la higuera para que dé fruto, que él le removerá la tierra alrededor y le echará abono. Si después del año nada pasa, entonces la higuera será descartada.

De seguro que en su sentido original la parábola se refería a los judíos de corazón endurecido que no comprendían el mensaje de Jesús y los profetas. Dios les había dicho en tantas ocasiones que había que circuncidar los corazones, que sin eso para nada servía la circuncisión del cuerpo, y nada.
Igual que el dueño del terreno, Dios ya estaba perdiendo la paciencia y se acercaba el día de la poda final, que fue lo que sucedió cuando los romanos destruyeron el templo de Jerusalén y los judíos se fueron a la Dispersión definitiva, la Diáspora. 
Entre tanto Jesús mismo era como el trabajador de la viña, el viñador, que le dice al dueño del terreno que le dé una oportunidad a ver si la higuera reacciona.

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Recuerde el lector que en mis comentarios estoy pensando en voz alta y estoy conversando con los que me leen. No se presentan estas reflexiones o apuntes como unas verdades al estilo de unos argumentos irrefutables. Para comenzar, soy un aficionado, no un especialista.
Estas observaciones no llevan una intención polémica. Su intención es profundizar en nuestra fe. 
Porque una fe que no se examina, es dogma, es fe ciega, de instinto; es pensar como los que no piensan. Eso es cosa de fariseos, equivale a aceptar algo porque está escrito, porque eso es lo que está en la fórmula y así es como lo han interpretado los que saben. 
La fe es otra cosa. 

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En el mundo de Jesús se pensaba que las enfermedades y las muertes repentinas eran causadas por Dios mismo en castigo a las rebeldías. Es lo que se dice hoy en los versículos de la epístola de San Pablo a los Corintios. Es lo que el mismo Jesús presupone cuando reacciona a la noticia de los galileos asesinados por los hombres de Pilato y dice que aquellos galileos no eran más pecadores que otros, que todos somos pecadores y que si no cambiamos de vida, nos pasará lo mismo. 
La diferencia con que Jesús aborda el asunto está en no creernos que somos mejores que aquellos pecadores, aquellos galileos castigados por su temeridad. Nosotros tampoco escaparemos a la ira divina, si no nos convertimos. No es asunto de sentirnos seguros porque agradamos a Dios con nuestra piedad. La conversión no tiene que ver con la piedad, con las prácticas piadosas. Tiene que ver con la actitud, la manera de ver. Hay que cambiar los enfoques. Amar al prójimo es entender su desgracia y saber que ese que vemos podríamos ser nosotros mismos.
Es posible que el castigo de Dios se propone dentro del escenario que los malos desaparecerán en la nada, mientras los buenos heredarán la vida eterna. 
Entre tanto, mientras sigamos en nuestra peregrinación en esta vida, seguimos sin ser perfectos. A veces vamos sin problemas y otras veces tropezamos y siempre andamos en la posibilidad de tropezar y darnos contra el piso, si no estamos pendientes. Y a veces sin querer resbalamos por alguna pendiente y nos desviamos sin darnos cuenta. Para eso está el tiempo de revisar la vida, la cuaresma. Más que ayunar, es cosa de reexaminarnos. Esto, lo mismo a nivel individual, que como pueblo. La Iglesia también tiene que pasar revista de sí misma y lo mismo, la parroquia y las comunidades.

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Igual que el pueblo hebreo, que se cansó en sus jornadas por el desierto en medio de la incertidumbre de lo que sucedería a fin de cuentas, así nosotros en nuestros días y nuestras horas. Dios parecería estar lejos, despreocupado de las penas que pasamos en nuestras jornadas. 
La primera lectura sin embargo nos dice que Dios no se olvida de nosotros. Dios no se olvida de su pueblo. Dios nos sigue hablando y a menudo no nos damos cuenta. A menudo los días pasan sin que nos percatemos de la voz de Dios, que se comunica en tantos asuntos cotidianos.
El salmo responsorial de hoy es un contrapeso a la versión del dios vengativo que castiga con ira y refleja el mensaje de Jesús que vino a recordar que el Señor defiende a todos los oprimidos y es compasivo y misericordioso y tiene una inmensa bondad para con sus fieles.

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La premisa para los planteamientos en las lecturas de hoy es que el pueblo se desvía del temor de Dios, lo mismo que las personas. Esto entonces requiere una reacción divina. 
Esto entra en conflicto con la misericordia divina, que se anuncia en una cantidad de lugares del Antiguo Testamento. Dios también se olvida de nuestras transgresiones y nos perdona. 
Cuando Dios aparece en la zarza ardiendo, no se dice que estaba respondiendo a la piedad y a las gestiones religiosas del pueblo hebreo. Si lo pensamos bien, uno no puede comprar a Dios, como quien soborna a un funcionario de gobierno. 
En Egipto, el pueblo hebreo ni sabía que se había alejado de Dios. De hecho, la esclavitud en Egipto se le achaca al Faraón y a sus administradores, no a Dios. La esclavitud no se presenta como un resultado del pecado. Los hebreos sí sabían que la estaban pasando mal en su situación de sometimiento y esclavitud. 
Pero no se menciona que haya un reclamo a Dios sobre esta situación, a diferencia del caso del Cautiverio en Babilonia. Dios simplemente se le manifiesta a Moisés y le dice que no se olvida de su pueblo, de los descendientes de Abrahán, y de su promesa y que va a liberarlos de la esclavitud.
De alguna manera habría una armonía entre la desgracia como un resultado de la infidelidad a Dios y el socorro gratuito que Dios da. 

Quizás por eso surgió la idea de la muerte en cruz como un sacrificio encaminado a ganarse esa armonía, a justificarla. El pecado merece castigo, pero el sacrificio de Cristo nos hace merecedores del perdón que nosotros no podemos gestionar por cuenta propia.

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Dios no nos favorece midiendo la cantidad de velas que le hayamos prendido en el templo, o la cantidad de rosarios y novenas. Decir que nos va a favorecer porque hemos observado al pie de la letra alguna devoción o alguna práctica devocional es como decir que Dios responde a los encantamientos. 
Decir que el diablo le huye a la cruz o hay que echar agua bendita para espantarlo junto a los malos espíritus es lo mismo. El diablo huye porque es Dios que decide que se se vaya y nada que nosotros hagamos lo va a espantar. No hay oraciones mágicas que por sí mismas “funcionen”. 
Otra cosa es invocar el socorro divino de manera genuina, con corazón sincero.

Pero entonces sucede que el socorro divino no llega. No nos podemos quejar, nadie está exento de pecado. ¿Dios es así? De parte nuestra sólo nos toca aceptar. Respetar a Dios es el comienzo de la sabiduría (Proverbios 1:7). Él sabe lo que hace.

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Los domingos siempre deben ser motivo de alegría. En los domingos debe hacerse un paréntesis en medio de la sobriedad de la cuaresma. Es que en cuaresma revisamos nuestra vida y nos damos cuenta de todo lo que nos falta, nos damos cuenta del camino que todavía falta por andar. No es un motivo para celebrar.
Entonces del domingo, la pequeña pascua, no es solamente un domingo entre los días de cuaresma. Es celebración, porque a final de cuentas ya Dios decidió que llegaremos a la tierra prometida. Por eso los domingos quedan excluidos de la cuaresma, no importa la fecha.
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