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Domingo 18, Tiempo Ordinario, Ciclo C


Primera Lectura
Qohéleth (Eclesiastés) 1,2; 2,21-23. Vanidad de vanidades, todo es vanidad. En la traducción del pasaje para la lectura de hoy se cambia esta afirmación tradicional por “vaciedad sin sentido; todo es vaciedad”. 
Hay quien trabaja y tiene que darle su porción de la cosecha al que no la ha trabajado, dice. En el contexto de aquel entonces se refiere a los campesinos que tenían que compartir la cosecha con los dueños de las tierras. Cuando uno suda de sol a sol y entonces ve que tiene que darle parte de lo que logra a otro que no hizo nada uno se puede preguntar, “¿A qué sirve pasar trabajo?”.
¿A qué sirve fatigarse? Uno trabaja de sol a sol y de noche no puede dormir de la preocupación. “¿Qué saca el hombre de todo su trabajo?” pregunta la lectura.


Como en los otros domingos, la primera lectura se adapta al pasaje del evangelio del día. En este caso se trata del tema de la fatuidad de todo en este mundo. Nada es permanente. “Nadie se baña dos veces en un mismo río,” dijo Heráclito el griego. 
Eclesiastés se da en el contexto de la influencia del helenismo entre los judíos de la época posterior al cautiverio babilonio. De igual manera que el estilo de vida anglosajón influencia los demás pueblos de la tierra, así sucedió con Grecia respecto al mundo del Mediterráneo. 
Hoy día un coctel de ginebra o un whisky es más popular que una sangría española. El fútbol prevaleció sobre las corridas de toros en México. Las novelas británicas televisadas en serie se ven más exóticas que sus equivalentes hispanas. Que el papa tome mate no llama la atención. Otra cosa sería si se descubre que le gusta la Coca Cola. Los chinos todavía no saben lo que es tomar mate (hasta lo que sé).
El género literario de la sabiduría en las Sagradas Escrituras va de la mano con la aparición de los sabios griegos. Por eso interesa. Ya por entonces surgió el contraste entre lo que llamaríamos sabiduría humana y sabiduría tradicional, o religiosa. De igual manera que Lutero retó el monopolio de la salvación que tenía Roma, así los sabios griegos retaron el monopolio de la verdad que tenían los sacerdotes representantes de los dioses. Uno cualquiera podía tener acceso a las verdades, a la Verdad, sin pasar por la religión institucional. 
La reacción, igual que hoy día, fue la del ataque al que pretendiera tal cosa. Así fue que Galileo tuvo que explicarse ante sus contemporáneos. Es que, a falta de otra cosa, las explicaciones religiosas de la tradición bastaban. Daba susto que alguien se metiera en esos asuntos. 
Pasaba lo mismo que en el ajedrez. Uno puede anticipar dos, tres jugadas más adelante. La mayoría de la gente no tiene la fuerza, el vigor mental, como para anticipar más de una jugada. Ante un enigma, algo difícil de entender, la mente se va a pensar en otras cosas. Es más fácil creer en las explicaciones de los chamanes. 
Sólo cuando apremia, nos concentramos en algún misterio. ¿Cómo le entró el agua al coco? Mire, eso no es importante ahora mismo. ¿Cómo logro que la lanza, la flecha llegue más lejos y dé en el blanco? Eso sí, porque me dará una ventaja frente al enemigo. Investigar eso implica que ya uno siente que no basta con encomendarse a Dios. Y no se trata de una curiosidad de gente que no tiene otra cosa que hacer.
Galileo comenzó investigando la balística, “sobre las balas”. ¿Cómo dirigir el cañón? ¿Qué papel juega el peso de las balas? Así fue que descubrió que todos los objetos caen a tierra con la misma velocidad, no importa el peso. Eso no se dio porque era un soñador perdido en las nubes. 
Gran parte de nuestro conocimiento se ha logrado de esta manera. Uno comienza tratando de resolver un problema que apremia y sin querer descubre otras cosas. El que descubrió el Velcro quería ver eso de los cadillos que se le pegaban a la ropa. 
¿Cómo se cura el catarro? Rezándole a Zeus, claro. En menos de diez días se le cura. ¿Así se cura la uña infectada? A mi tío le pasó y la pierna se le pudrió, por más que rezó a los dioses de la tribu. Hay una anécdota de África, cuando en un lugar se oyó decir, “Los dioses de los blancos son más poderosos que los de nosotros”. Los blancos tenían una poción mágica (la sulfa, la penicilina) que los dioses les habían entregado.
Aristóteles dijo que la fiebre venía del exceso de sangre. Se sangraba la persona, se ponía, pálido, frío…¿tenía o no tenía razón? Casi podemos oír a los sacerdotes mofándose, “Mira qué ciencia…”
Pero esa mofa vino después, mucho después. Entre tanto es más fácil creer lo que le dicen a uno, sin tener que pensar. Unos creen las explicaciones de los sacerdotes; otros, las de los nuevos “sacerdotes”, los filósofos griegos y, luego, los científicos. 
En el fondo la ciencia es otra religión, vista de esa manera. Creemos lo que nos dicen los científicos. La diferencia es: la religión tradicional no está dispuesta a cambiar sus dogmas (por algo son dogmas) y practica el fetichismo (la adoración ciega). Mientras que la ciencia está dispuesta a cambiar de parecer y considerar falso lo que se demuestre que es falso. Y no promueve la adoración ciega. 
Pensar da trabajo. Respirar no da trabajo, es algo natural. Pensar en este sentido de cuestionar y buscar aclarar los misterios, no es algo natural. No es natural poder visualizar más allá de dos, tres jugadas en ajedrez. El que puede, es el campeón. 
El libro del Eclesiastés se dio en el contexto de la aparición de esa mentalidad de búsqueda de explicaciones fuera del cercado de las concepciones tradicionales. La tierra no es plana, es redonda. No hay que verlo, se puede demostrar con razonamientos, como hizo Eratóstenes. No es asunto de fe, es asunto de pensar. 
¿Quién dice que eso es importante? Eclesiastés dice que eso no es importante, porque todo es vanidad…

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Eclesiastés representa la sabiduría del realismo. Las cosas siempre serán lo mismo. Es la fatalidad. Uno no sabe para quién trabaja. Uno se afana y después no puede disfrutar de los logros y hasta termina la riqueza que uno amasó en manos de otro, como en el caso del padre que no goza de su fortuna mientras que los hijos se dedican a la buena vida. O vienen los extraños, como el esposo de la hija, a pasarla bien con la riqueza que él no sudó. Peor, si es un ladrón que se lleva los tesoros.
El realismo de Eclesiastés se da en clave negativa, a diferencia del realismo griego. Los griegos se toman la vida con jovialidad, algo así como los ingleses que se revisten de pelucas y ropajes mientras se ven unos a otros con ironía, sabiendo que nadie se lo toma en serio. Sólo que, paradójicamente, es necesario tomárselo en serio para que pueda darse el disfrute jovial del simulacro. 
Es como el juego, que hay que tomárselo en serio para poder gozárselo. Pero uno sabe que en el fondo, no es cosa de tomárselo a pecho. Por eso uno puede perder con gracia, por más que perder duela siempre.
En realidad toda la vida es un teatro. Hacemos como si no fuera cierto que terminaremos desnudos y muertos. Nos vestimos y representamos un papel, cada uno con su rol como si fuésemos héroes que nunca van al baño y nunca sienten miedo. Fingimos a ser dioses, si vamos a ver. 

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Al tomarse las cosas a pecho, al modo negativo del Eclesiastés, entonces esta vida no vale la pena vivirse. ¿Para qué? Como en el pasaje de hoy uno entonces piensa que todo es vaciedad. “Tanta vanidad, tanta hipocresía, si uno cuando se muere pertenece a la tumba fría,” decía una plena de otra época. 
Eclesiastés sólo ve las cosas con seriedad. No entiende cómo uno puede tocar música mientras el barco se hunde, sobre todo ante la realidad del destino, inevitable. 

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Hay otro aspecto de Eclesiastés. Es el representado por la actitud de la zorra en la fábula de Samaniego. La zorra se pasó un buen rato saltando para ver si alcanzaba el ramo de uvas, que se veían sabrosas. Después de buen rato se cansó y se viró caminando, mientras decía, “Bah, están verdes”. 
Como no podía alcanzarlas, entonces se excusó despreciándolas. 
El Eclesiastés representaría esos reverendos que, por ejemplo, arden en deseos por la intimidad con una chica y entonces, al no poder (por la razón que fuere), tronan desde el púlpito despotricando contra los que se dejan arrastrar por “las bajas pasiones”. Son los que gustan de hablar de la vaciedad de la vida y de los placeres. 


En el verdadero cristianismo no puede haber espacio para el desprecio de las cosas de este mundo y sus placeres. El sexo, por ejemplo, es algo muy bueno. Otra cosa son las demás consideraciones que le acompañan. Es como la comida y la bebida. ¿Quién va a decir que comer es malo? No es lo que entra por la boca, sino lo que sale por la boca, lo que contamina al ser humano. 
El verdadero cristianismo debe asociarse a la jovialidad griega, antes que al resentimiento y envidia de Eclesiastés. Tal resentimiento y envidia es algo universal, no tiene que ver sólo con los judíos. 
En la Edad Media discutían si pudo haber sido posible que Jesús se hubiera reído alguna vez. Decían que si era Dios, no podía haberse reído porque eso hubiese querido decir que le podía dominar el deseo de reírse. Vaya usted a saber…
Hasta el día de hoy no nos parece adecuado, un Cristo que ríe. 
En la época de las discusiones de los primeros concilios tal concepción se llamó “monofisismo” de la que luego hemos padecido en algún grado, al considerar a Jesús más divino que humano. En el monofisismo lo divino en Jesús hubiera sido todo, a expensas de su lado “carnal”.




Salmo responsorial
Salmo  89,2.3-4.5-6.12-13. Mil años en la presencia del Señor son como un ayer que pasó, cantamos con el salmista. Dios nos siembra año por año y somos como la hierba que se renueva y luego se seca. El ser humano nace y vuelve al polvo. Tener esto presente nos enseña a tener un corazón sensato.
El salmo responsorial termina con una invocación. “Vuélvete Señor…ten compasión”.

Segunda Lectura
Colosenses 3,1-5.9-11. Continuamos con lectura continua de esta epístola. “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra,” dice San Pablo a los cristianos de Colosas. 
Los cristianos viven como los demás en el mundo, pero no se dejan llevar por las atracciones de este mundo que contradicen sus convicciones. Más bien, que contradicen la condición de su fe en Cristo. Con Cristo hemos muerto a esas cosas que no armonizan con nuestra fe y estamos vivos para esas obras que derivan naturalmente de nuestra fe. 
Por eso, “la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia, y la avaricia, que es una idolatría” no tienen cabida en la vida de un cristiano. Tampoco tiene sentido que los mismos cristianos se engañen unos a otros. “Despojaos de la vieja condición humana, con sus obras, y revestíos de la nueva condición, que se va renovando como imagen de su creador,” exhorta San Pablo. 
Una vez hemos conocido a Cristo, una vez somos cristianos, ya no hay distinción entre nosotros, no hay cabida por el racismo, ni para la acepción de personas. “Porque Cristo es la síntesis de todo y está en todos.”

Recordemos el contexto en que Pablo escribe, el de las discusiones entre los que creían que era necesario observar la ley de Moisés y los que creían lo contrario. Como hoy día las diferencias entre cristianos llevaron a grandes faltas a la caridad, a un comportamiento más bien humano, lleno de animosidad. Peor, también se dio con animosidad disfrazada de caridad, como también sucede hoy. Un cristiano no puede ser menos que transparente. “No sigáis engañándoos unos a otros,” dice San Pablo.
Es que hay cristianos que dan este gran escándalo, a veces engañándose a ellos mismos. En realidad van arrastrados por el deseo carnal (la fornicación), la pasión (de mandar, de “ser más”), la codicia, la idolatría del dinero, la avaricia. “Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros”. Luego añade, “Despojaos de la vieja condición humana con sus obras y revestíos de la nueva condición.”
No dice que los cristianos deban convertirse en ángeles, abandonando su condición humana. Más bien habla de “la vieja condición humana” y “la nueva condición humana”. En la nueva condición humana se practican las obras y los deseos propios de un cristiano, de un humano (hombre, mujer) que es cristiano. 
“La vieja condición humana,” por cierto, es la nueva versión de la traducción anterior: “Despojaos del hombre viejo…”. Con esta nueva traducción podemos apreciar mejor el sentido de un cristiano que ama este mundo y ama lo humano. Porque lo “terrenal” remite a pasiones no compatibles con el ser cristiano; la nueva condición humana remite a pasiones humanas típicas de los cristianos, como la compasión y el amor al prójimo.



Tercera Lectura
Lc 12,13-21. Alguien entre los que estaban escuchando a Jesús interviene y le pide a Jesús que decida sobre la repartición de una herencia. Jesús le dice, “¿Quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?”
A continuación Lucas pone otros dichos de Jesús, como en los pasajes de los domingos anteriores. Aunque uno sea rico, la vida de uno no depende de esas riquezas, les dice. Al momento de la verdad, al momento de la muerte, esas riquezas se quedan y uno se va como llegó a este mundo.
Jesús propone la parábola del que tuvo una gran cosecha y se creyó rico. Mandó a construir unos graneros más grandes y almacenó la cosecha allí. Pensó que entonces no tendría que pasar más trabajo porque tenía sus bienes almacenados. Ya no tendría otra cosa que comer y dormir, libre de preocupaciones. 
Pero Dios le anunció que esa misma noche le visitaría la muerte. “Lo que has acumulado, ¿de quién será?”; “Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios”, termina. 


Quiere decir que las riquezas que uno acumula para sí en realidad no son de uno. Son de este mundo. Otra cosa son las cosas que uno puede acumular que son importantes para Dios. Las riquezas que uno acumula para sí para sentirse seguro en este mundo no son las que hacen que uno se vea rico ante Dios.

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No hay tal cosa como un rico que se siente libre de preocupaciones porque ya amasó la riqueza que necesitaba; eso es una fantasía. Por más riqueza que se haya acumulado, nunca será suficiente. 
Hay que ver la vida del rico, “desde adentro”. El rico no se ve rico a sí mismo. Uno es pobre mientras le falta algo. Para el rico las cosas de uso diario no son lujos, son cosas de uso diario. Por eso las zapatillas de marca y las carteras de piel no se sienten como cosas de lujo, son de uso diario. Además, cuando hay asuntos urgentes que apremian, uno no piensa en que viaja en la sección de primera clase o en los sirvientes que tiene. El Presidente no disfruta de la comida exquisita que le puedan servir, si tiene unos papeles y unas decisiones que tomar que le revuelcan el estómago. Peor todavía si tiene que soportar a alguien que le acompaña. No es enteramente cierto que los ejecutivos la pasan bien.

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Las riquezas son algo pasajero y los placeres de los ricos son una vaciedad. Eso no quita que la seguridad de las riquezas nos siga atrayendo. El estilo de vida de los ricos, algo tan fantasioso, siempre es atractivo. La vida de los ricos está hecha de placeres aparentes, como los del cine y la televisión y lo sabemos. Pero sigue siendo un ideal atractivo, aunque sepamos que no es así en la realidad.
Entre tanto las miserias de los pobres son reales. Para los pobres, no es fácil ver la vida con entusiasmo. 
Con todo, si vemos la vida del pobre “desde dentro”, no siempre es algo desesperado. La ropa deshilachada es la de todos los días y no se siente extraña. La comida desabrida es la de siempre y el que no ha conocido otra cosa, no se da cuenta de que no es la mejor. Cuando uno no siente la falta de otra cosa, no hay herida de nostalgia. 
La industria de los medios de propaganda ha hecho daño. Se promueven objetos que no necesitamos. “Ojos que no ven, corazón que no siente.” Pero la industria mediática vive de enseñarnos, de hacer que veamos. Está el caso del que se inventó las piedras mascotas, en California. Vendía las piedras limpias y adornadas, dentro de cajas con paja. Luego ofrecía el collar para la piedra, la “ropa” para la piedra, el jabón para bañarla… toda una serie de accesorios y complementos. Cuando la fiebre por las piedras mascotas amainó, el individuo se retiró millonario.


También están los que no son pobres y desde su inmadurez idealizan la vida de los pobres. Son como los pobres cuando idealizan la vida de los ricos. 

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Pasajes del evangelio como el de hoy han dado pie a unas ideas como las siguientes.
  • Ser rico es como haberse entregado al diablo. Rico y pecador se ven equivalentes. Rico y engañado por las fantasías y los placeres es también equivalente.
  • Luego, ser pobre equivale a ser santo. Mejor ser pobre, que ser rico. Hay una sabiduría popular, la de los pobres, que supera la sabiduría de los ricos. 
  • Es un pecado ser rico. Es deseable ser pobre.
Eso no es un modo de ver las cosas “al natural”. No es natural querer ser pobre. No es de cuerdos proponer que hay que ser pobre. Que lo diga el que vive en la miseria.
Lo natural es sentir el deseo de seguridad, de no tener necesidades. Por eso los franciscanos terminaron viviendo en conventos, igual que los dominicos y los miembros que ingresaron a otros proyectos de religiosos viviendo con lo mínimo. Comenzaron durmiendo a campo raso y terminaron en monasterios con aire acondicionado. Para mí siempre será extraño ver al ermitaño Tomás Merton con una botella de whisky en la despensa. Puede que le ayudaba a rezar, a meditar, quién sabe. Sí sabemos que lo ofrecía a sus visitantes mientras hablaba comparando el monasticismo de Oriente con el de Occidente.
El escándalo del lujo que encontramos en algunas casas religiosas consiste en ver los elementos costosos sin propósito cristiano aparente. Una cosa es el calzado de un papa tradicional y otra, los zapatos arrugados de papa Francisco.

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La pobreza a que apunta el evangelio es la de subordinar nuestros deseos a los valores que derivan de la fe en Jesús. Eso no implica la ausencia de bienes materiales.
Es natural querer salir de la inseguridad y acumular bienes para enfrentar los embates del día de mañana. En ese contexto acumular bienes es un medio, no un fin en sí mismo. 
Lo que ataca Jesús, de lo que luego Pablo se hace eco, es la idolatría, es decir, convertir la riqueza y la acumulación de bienes en un fin por sí mismo. En sentido estricto, “lujoso” es lo que no es necesario. Lo que es imprescindible, lo que no puede faltar, eso no es un lujo. Un pobre puede caer en la idolatría de la riqueza si fuma sin necesidad, sólo por asumir una pose. Lo mismo sucede si compra lotería, sólo para sacar el dinero de su bolsillo a la vista de todos, al comprar un pedacito de lo que está a la venta. Esa es la idolatría del dinero. 
Uno que se compra “lujos” por necesidad justificada, eso no es idolatría del dinero. Esos “lujos” no son lujos, es decir, no entran en la definición de lo que es un lujo, aunque sean costosos. 
El lector puede continuar esta reflexión.


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