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Domingo 30, Tiempo Ordinario, ciclo B


La primera lectura para este domingo está tomada del libro de Jeremías 31,7-9. El pasaje anuncia un gran regocijo porque “El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel”. Dios anuncia que traerá hasta Jerusalén a los israelitas dispersos, “os congregaré de los confines de la tierra”. Es el retorno de los que fueron llevados al cautiverio de los asirios y babilonios, lejos de su patria. Ahora pueden volver, como una gran multitud que inunda los caminos. Fueron arrastrados como ganado, “Se marcharon llorando,” pero ahora, “los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano en que no tropezarán”.Volverán, sí, como una vez también vagaron por el desierto antes de llegar a la Tierra Prometida. Ahora también volverán, del país del norte. En la multitud vendrán todos, aun los enfermos, los cojos, los ciegos, las preñadas y paridas. Dios anuncia por boca de Jeremías, “…los guiaré entre consuelos… Seré un padre para Israel, Efraín será mi primogénito”.

Comentario breve a la primera lectura
Estamos ya en los domingos finales del año litúrgico. Esta primera lectura de hoy entra ya en el ambiente propio para esta época. Estamos en el atardecer del año solar. Los días se hacen más cortos y las noches más largas. En tiempos antiguos esto evocaba el miedo de que se acercara el fin del mundo. 
El fin del año solar: este año podría ser el último año de la historia. La oscuridad creciente puede anunciar que está próximo el momento en que el sol se apague para siempre. Octubre, noviembre y diciembre son los meses de las últimas horas, los últimos días. El 21 de diciembre llegará el solsticio de invierno, la noche más larga del año, la medianoche del año solar. 
Uno llegaba a diciembre como los pasajeros del Titanic. Quién sabe si nos hundimos en la nada, o nos salvamos. Como quiera, hay que vivir la vida siempre alegre… como decía una canción de los tiempos antes de que yo naciera. Hacemos como los músicos en el Titanic. Si nos hundimos, nos vamos con la fiesta, fiesteando. Si nos llega la salvación el motivo para celebrar será todavía más grande. 
Y todos los años había un amanecer y la secuencia de los días comenzaba otra vez después del 21 de diciembre. Era como una resurrección. Comenzaba un nuevo año solar.
Esto sigue siendo cierto hoy día. No hay garantía de que el próximo segundo no haya un terremoto, la erupción de un volcán, la explosión megatónica del sol. Ni siquiera el Hijo del hombre sabe el día y la hora. “…cuando se ha de morir nadie lo sabe,” continúa la canción que recordé antes. Esa canción que data de la década de 1940 que fue escrita por Manuel Jiménez, “Canario”, fue luego producida en una versión de salsa por Raphi Levitt y la Selecta: https://www.youtube.com/watch?v=SmAFwn_pbCs.
Entre tanto los primeros cristianos en el siglo cuarto bautizaron estas fiestas, por así decir. En realidad para esa época (300 años después del nacimiento de Cristo) los romanos ya no creían en los dioses. Las celebraciones eran algo así como las celebraciones de Navidad en Tokyo y en Jerusalén.
Decoración navideña en un centro comercial japonés
Se celebraba sin saber por qué entre gente que no sabía de los dioses, aunque sí eran supersticiosos. Los cristianos entonces le dijeron a los romanos del siglo cuarto: celebramos el nacimiento de Cristo, del hecho de que Dios no se cansa con el mundo.
 Ahí es donde encaja la primera lectura de hoy. Somos como los israelitas de la Dispersión, los de las “Tribus perdidas” de Israel. Hasta el día de hoy persiste la idea de que cuando aparezcan por ahí las tribus perdidas –Efraín, en particular– esa será una de las señales del fin del mundo.

El salmo responsorial canta los versículos del Salmo 125,1-2ab.2cd-3.4-5.6. Continúa con el tema de la primera lectura: Dios ha cambiado la suerte de Sión y estamos alegres. Los que antes eran humillados por los paganos (los gentiles) ahora han sido rescatados. Los mismos gentiles reconocen la grandeza y el poder de Dios, el Dios de Israel. El pueblo ahora vuelve a su tierra. “Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.”

La segunda lectura continúa la Carta a los Hebreos 5,1-6. El autor declara de manera explícita el carácter sacerdotal de Cristo. Nadie puede atribuirse a sí mismo ese honor, el de ser el sumo sacerdote y representar a los hombres en el culto a Dios: “Nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien llama, como en el caso de Aarón”. Tampoco Cristo. Dios lo llamó como llamó a David, como llamó a Melquisedec. Y Jesús fue obediente hasta la muerte. Anunció el Año de Júbilo en que los prisioneros serían liberados y los ciegos verían y los cojos andarían y serían dichosos todos los que no cerraran sus oídos a la predicación del evangelio.


El evangelio de hoy continúa la lectura del evangelio de Marcos 10,46-52. Jesús continúa su recorrido por los caminos de Palestina. Aquí Marcos intercala una narración con la ciudad de Jericó de escenario. Al salir de la ciudad está un ciego pidiendo limosna, que se llamaba Bartimeo. La narración estipula su nombre. Quién sabe si luego él fue uno de los testigos de Jesús en las primeras comunidades cristianas. 
Al oír que Jesús está pasando se pone a gritar, “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. Importuna tanto, que lo mandan a callar. Pero él grita más duro y Jesús se detiene. Es posible que sólo quería una limosna, quién sabe.
 Jesús le pregunta, “¿Qué quieres que haga por ti?”; él le contesta, “Que pueda ver”. 
“Anda, tu fe te ha curado,” le dice Jesús. Y al momento el ciego recobra la vista y sigue detrás de él por el camino.

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  1. El sentido original para los protagonistas
Aquí sigo las remisiones de la Biblia de Jerusalén. 
Los milagros de Jesús, como indica la Biblia de Jerusalén en su comentario al calce de Mateo 8,3 no van encaminados a sanar el cuerpo, ni tampoco son actos de misericordia, aunque también sean ambas cosas. Son principalmente señales de la llegada del Reino de Dios entre nosotros.
Cuando los discípulos de Juan van a ver a Jesús para saber más de él, si era el Mesías esperado, Jesús les dice, “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Lucas 7,22). 
A buen entendedor, pocas palabras bastan. Es que los buenos judíos sabían de los anuncios de los tiempos mesiánicos, sea por haber leído ellos mismos la Escritura, sea por haberla escuchado los sábados en la sinagoga. Igual que los cristianos hoy día que van todos los domingos a misa. 
Recordarán el texto de Isaías 35,5: “Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán. Entonces saltará el cojo como ciervo, y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo. Pues serán alumbradas en el desierto aguas, y torrentes en la estepa”.
También recordarán la descripción de estos tiempos cuando todo será ajustado como se debe, en que los muertos resucitarán “porque rocío luminoso es tu rocío, y la tierra echará de su seno las sombras.” (Isaías 26,19) Los milagros son la señal de los tiempos en que lo que estaba torcido será enderezado y lo que estaba magullado y estrujado será allanado y sanado. 
  1. El ciego Bartimeo
En la interpretación de un autor, Jesús y su grupo serían parte de los peregrinos camino a Jerusalén para la celebración de la Pascua. Serían como los peregrinos del camino a Compostela.
Jericó y la puerta de entrada a la derecha inferior
Jericó sería la parada final para descansar antes de hacer el último tramo del trayecto. 
En ese escenario el ciego está a las puertas de Jericó, como los mendigos a la entrada de las iglesias. Cuando oye que Jesús está saliendo por la puerta, comienza a gritar. 
Jesús extiende su mano y él queda sanado. Ahí hubiera quedado el asunto, como en otras ocasiones en que se dan los milagros. Jesús no le pide que se una a su grupo y le siga. Bartimeo decide por su cuenta que se va a unir al grupo.
  1. La fe
La llegada del Reino se da a través de la fe. Sin esa fe uno no puede ingresar al Reino. Ahí, las remisiones de la Biblia de Jerusalén en la nota al calce a Mateo 8,10. En el evangelio de hoy el ciego no hubiera podido llegar a ver sin haber tenido fe en Jesús como el que llega abriendo paso a la llegada del Reino. 
Y también, claro, el ciego representa a todos aquellos judíos que padecían ceguera al no recordar, ni entender, las Escrituras. Como los discípulos de Emaús necesitaban a alguien que les abriera los ojos para poder ver.
Aquí empatamos con el evangelio del domingo pasado y del anterior: el Hijo del hombre será entregado y será crucificado. Creer en el Reino y en Jesús como el que trae el Reino implica aceptar eso. Es lo que quizás necesitaron ver los discípulos de Emaús. 
La fe implica aceptar el mismo camino de Jesús. Reconocer que uno no busca la cruz, ni la necesita. Fue la experiencia de Jesús en el Jardín de los olivos. Basta con que comencemos a amar al prójimo para que la cruz resulte inevitable. Podemos especular si Bartimeo siguió a Jesús hasta Jerusalén y la vía dolorosa. 
  1. El sacerdocio de Jesús: “Tu fe te ha curado…”
Uno se pregunta cómo verían a Jesús los que estaban en la multitud que le seguía. Porque el ciego entonces se unió a ellos. Uno se pregunta de qué manera se llegó a ver a Jesús en los términos de la segunda lectura, de la carta a los Hebreos. Hasta qué punto podemos decir que se trata de la misma figura, la representación de lo mismo para los creyentes y seguidores.
Uno puede especular que entonces, como hoy, la inclinación a lo supersticioso es algo natural. Esto nos lo podemos plantear conscientes de que también podemos estar bien equivocados, cegados por nuestros prejuicios heredados también de la Ilustración. Pero eso no evita que nos hagamos el planteamiento; pero lo hacemos conscientes de la posibilidad de estar equivocados.
El pensar es algo continuo. Aun al estar durmiendo seguimos pensando. Uno puede pensar muchas cosas diversas y distintas en el diálogo con otras personas y sin embargo llegar a las mismas conclusiones, todos juntos. Es lo que a veces no entienden algunos grupos que tienen que tomar decisiones. Se empantanan en discusiones cuando al final van a decidir lo mismo. 
De ahí la importancia de ver la fe como una conducta, no tanto como un pensamiento. Si no amas al prójimo, no amas a Dios, punto. Qué importa si te dices ateo, o musulmán, o cristiano. Un cristiano que no ama al prójimo, no ama a Dios.
En los evangelios no hay tanta preocupación por un sacerdote para el pueblo judío. Jesús es más bien como el Bautista, uno que anuncia la llegada de los tiempos mesiánicos, del Reino de Dios con nosotros. Dios nos tenía olvidados y ahora nos va a demostrar que eso no es cierto. En la historia de Israel siempre hubo profetas y aquí hay un profeta en particular que demuestra el poder de Dios: con solamente tocar, sana – siempre que el afligido tenga fe.
 Y Jesús no solamente tiene ese poder que emana de él, sino que puede pasarlo a sus discípulos. Pueden exorcizar demonios, por ejemplo, aun no siendo parte del grupo; basta que lo hagan en nombre de Jesús, como vimos en los domingos anteriores. 
En ningún momento, por cierto, se habla de la necesidad de bautizarse, o de confesarse, o de las otras costumbres medievales que luego aparecieron. Al contrario, Jesús ataca a los fariseos por creer que con sus ayunos y sus filacterias y su conducta de vida se merecían ser llamados “buenos”.
Para ingresar al Reino de Dios no hay que ser “bueno” en ese sentido. Se requiere tener fe, lo que se traduce en una orientación en la vida, en el horizonte de nuestras metas. Y ese camino, esa orientación, tiene consecuencias. Lleva a beber del mismo cáliz que bebió Jesús, en mayor o menor medida.



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