En el evangelio de hoy se relata la parábola del hijo pródigo.
“Pródigo” quiere decir, “botarate”, despilfarrador, manirroto. Es el cuento del hijo que toma su parte de la herencia de su padre y la derrocha irresponsablemente. Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. El hijo cae en cuenta de lo que ha hecho y entonces vuelve a la casa del padre.
Llama la atención la figura del hijo pródigo, de ahí la designación tradicional, el nombre que tiene entre las demás parábolas. No obstante, también se presta para verse como la parábola del padre misericordioso, comprensivo.
El padre lo que ve es que el hijo volvió. Eso es lo que ve. No ve que fue un irresponsable. Alguien podría decir que es un padre consentidor. Que reciba al hijo y hasta organice una fiesta porque volvió es pasar por alto que fue un sinvergüenza, un bribón, un calavera insensato.
Es lo que resiente el hermano cuando ve que hay fiesta en su casa. La parábola también podría llamarse “la del hermano resentido”.
Pero esa es la idea de las parábolas, encontrar paradojas, enseñanzas inesperadas. Vemos que el centro de esta parábola es el padre, como indican los estudiosos (e.g. Joaquín Jeremías). El amor de un padre, de una madre, es un amor que no pone condiciones.
El amor incondicional es el que ama a pesar de la conducta del hijo, la hija. Dios nos ama, no importa si somos responsables y sensatos, que si somos insensatos, libertinos. El amor de un padre no depende de la conducta del hijo. Ese es el punto.
Otra cosa es que el padre sí quiere que los hijos sean personas decentes, responsables.
Igual que los fariseos, igual que el hijo resentido, uno quisiera que la justicia de Dios fuese como la de nosotros los humanos, que se basara en leyes y definiciones y dictámenes. Pero las parábolas nos dicen otra cosa.
En la parábola de los trabajadores contratados —unos al amanecer, otros al mediodía, otros al atardecer— los fariseos estarían de acuerdo con los que entraron desde el alba y soportaron horas de trabajo al sol. Protestan porque los últimos reciben la misma paga que ellos. (Mateo 20,12)
En otra parábola parecida, los siervos llegan del campo sudados y cansados. Pero su tarea no ha terminado. Todavía tienen que preparar la cena y atender a la mesa mientras el amo bebe y come y después que el amo termine es que ellos podrán descansar, beber y comer.
La reacción sería ver al amo como un desconsiderado, que no toma en cuenta el sacrificio y el trabajo de los siervos. Pero Jesús dice: no hay que esperar que el amo tenga grandes sentimientos de agradecimiento por el trabajo de los siervos. “¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado?” (Lucas 17,9). No está en nosotros ponernos a decirle a Dios cómo tiene que ser justo.
Un padre no lleva una contabilidad de los pecados de sus hijos. Tampoco lleva la contabilidad de sus actos virtuosos. Eso no es amor, sino espíritu de venganza, o ánimo de resentimiento contra el hijo.
El Dios de Moisés era así. Era un Dios “que perdona culpa, delito y pecado, pero no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos y nietos, hasta la tercera y cuarta generación” (Éxodo 34,7). Era un Dios que decía, “perdono, pero no olvido”.
Jesús nos dice que Dios no es así. Más bien anuncia que el Reino de Dios ya está aquí. Ingresar en el Reino es ya entrar en la dimensión que neutraliza el reino del mal, la maldad que hay entre nosotros.
El mundo no es el reino del mal; tampoco es el reino de Dios. El mundo es donde estamos y vivimos. El reino del mal y el reino de Dios están entre nosotros.
El mundo es como es; es neutro de por sí. El mundo es como un objeto (digamos, una escoba) que de por sí no es malo, ni bueno en términos del reino del mal, reino de Dios. La escoba, siendo “neutral”, puede usarse al servicio del reino de Dios, como en el caso de ir a barrerle la casa a una familia tan pobre, que no tiene escoba. Y la misma escoba puede ponerse al servicio del mal, cuando se usa para asesinar a alguien, digamos.
Una golondrina no hace verano. Si un día asesinamos a alguien a escobazos, eso no significa que seamos asesinos. Que el hijo pródigo se haya ido a gastar su herencia insensatamente no significa que fuese un insensato por definición y de por vida. Cierto, siempre está la posibilidad de que uno descubra que uno es un asesino por definición y que se alquile como hitman de alguna organización del bajo mundo. Y no sabemos si el hijo pródigo hubiese sido un insensato y gastar de nuevo su herencia si le daban una segunda oportunidad.
Pero eso no es el punto. Eso es solamente el trasfondo de nuestro temor a aceptar a Dios, que perdona como un padre, según nos dice Cristo.
En lo que sigue me baso en el libro de Gerhard Lohfink, que he estado siguiendo en mis comentarios de las semanas anteriores.
En su reflexión sobre la idea de Cristo como cordero llevado al matadero para expiar nuestros pecados, Lohfink menciona que el sacrificio de la cruz es también presencia del reino de Dios entre nosotros. El sacrificio de la cruz implica ausencia de rencor, resentimiento, espíritu de venganza.
Siendo alemán, Lohfink menciona el pasado nazi que todavía es una sombra sobre su pueblo y sobre nosotros también. Aun si asumiéramos que los jerarcas nazis se arrepintieron a última hora y pidieron perdón por sus pecados, no había modo de borrar el hecho histórico.
Curiosamente, ha sucedido lo mismo con las invasiones de los Estados Unidos en Iraq y Afganistán. Si un futuro presidente pidiera perdón por las atrocidades cometidas por los soldados, eso no borraría el dolor resentido de los sobrevivientes de las víctimas. Algo así también se da en estas semanas cuando el presidente de México le ha pedido al rey de España que pida perdón por los 500 años de coloniaje.
En ese contexto podemos enmarcar la actitud del hermano del hijo pródigo. No necesariamente estaba él dentro del reino del mal. Pero tampoco había ingresado en el reino de Dios.
La acción del hijo pródigo, de haber sido un irresponsable botarate, no se podía borrar. Como la historia del fascismo del siglo 20 es algo que seguiría envenenando el ambiente, lo mismo que la historia de las luchas campesinas y los latifundios en nuestra América. Ese envenenamiento del ambiente que engendra odios y más guerras pertenece al reino del mal.
Pero entre nosotros ya está el reino de Dios, la acción interventora del Espíritu. El reino de Dios le quita el espacio al reino del mal. Es lo que significa perdonar generosamente. Al liberar al otro de la culpa, me libero yo también de los efectos del pecado del otro. Y no hay que temer, porque el Espíritu de Dios está con nosotros.
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