En la primera lectura de hoy encontramos la vocación de Eliseo, a quien el profeta Elías va a buscar al campo para convertirlo en profeta, siguiendo una comunicación de Dios. De esta manera se sienta el tono, el tema, de las lecturas para hoy: el tema de la vocación.
En la visión tradicional de estas lecturas, la referencia a la vocación siempre remite a la vida consagrada de los monjes y las monjas, y a la vocación sacerdotal.
En ese contexto veamos lo que nos proponen las lecturas, intentando «escuchar» como las escucharon los interlocutores en su momento.
Cuando hablamos de los «discípulos y seguidores» de Jesús, nos referimos a dos grupos. Hasta podríamos hablar de varios grupos que seguían a Jesús porque creían en él y creían en su predicación, que el Reino de Dios ya está con nosotros.
Obviamente, esto no lo propongo por cuenta propia, sino por lo que nos dicen los entendidos, los expertos. Estaba el grupo de los Doce, de los más allegados. No necesariamente eran «los apóstoles», porque más tarde —inmediatamente más tarde— encontramos referencia a diversas figuras con ese apelativo. También, porque encontramos otros personajes dando testimonio y cumpliendo el rol de los apóstoles.
El grupo de los Doce tenía que mantenerse como un grupo de doce, lo que sabemos por la necesidad de elegir a uno —Matías— que ocupara el lugar de Judas. Sin embargo, no tenemos evidencia de que, a medida que se fueron muriendo aquellos Doce originales, hubiera habido necesidad de nombrar otros sustitutos. Esto demostraría que los Doce representaban, claro, a las doce tribus de Israel que serían reunidas de nuevo al fin de los tiempos. Jesús anunciaba que ese momento ya estaba aquí. Los Doce estaban ahí para sentarse en doce tronos para juzgar a las doce tribus. Quizás por eso, con el pasar del tiempo, los cristianos no sintieron urgencia en sustituirlos.
Cabe apuntar, y como algo curioso, que para la época de Jesús ya no existían las doce tribus de Israel, como quizás el lector habrá sospechado. Al menos a mi me dio curiosidad.
En Wikipedia hay un artículo sobre «[Las] Diez tribus perdidas» de Israel para la fecha de la caída del Reino del Norte a manos de los babilonios. El título del artículo es algo anómalo y parece que es el resultado de una traducción mecánica, o robótica.
Cuando los asirios conquistaron el Israel del norte, desocuparon el país y se trajeron la población como esclavos. Entonces enviaron sus propios colonos a ocupar la tierra. Ya podemos fechar la Diáspora, o Dispersión de los israelitas desde esa fecha, alrededor del 722 antes de Cristo.
El reino del Sur, que luego se llamará Judá, subsistió todavía hasta que los babilonios conquistaron a los asirios y se repitió la historia, esta vez con los habitantes del sur, alrededor del 586 a.C.
Unos setenta años después los persas conquistaron a los babilonios. Fue entonces cuando algunos israelitas en puestos prominentes convencieron al emperador persa para que permitiera a unos hebreos residentes en Babilonia para que volvieran a Jerusalén y reconstruyeran el templo.
A partir de entonces se habla de «judíos», más que de «israelitas». No hay que esperar al siglo 20 para encontrar la situación de unos judíos que vuelven a reclamar el país de sus antepasados y comienzan a sacar a los que se habían establecido allí, en el entre tanto.
Esto es una idea mía: nótese que en los evangelios se habla de los samaritanos como gente no judía. «Samaría» fue el nombre de la capital de Israel. Está también la referencia a «Galilea de los gentiles». Galilea fue parte del reino de Israel. Allí, lejos del templo y los habitantes a los alrededores del templo, los hebreos serían minoría, pienso. Allí es donde Jesús aparece diciendo que quiere juntar de nuevo el rebaño de «las ovejas perdidas de Israel».
Había un grupo de discípulos más allegados a Jesús: sus «hermanos», las madres y mujeres asociadas a los Doce, algunas mujeres como la Magdalena, que fue importante para Jesús (no necesariamente por las razones que han pensado algunos) al ser la primera testigo de la resurrección, y otros discípulos que pertenecieron al círculo íntimo.
Se ha observado que en los evangelios no hay evidencia para afirmar que Jesús reclutó discípulos activamente.
También estaban los seguidores que no pertenecían al círculo íntimo, pero que siempre estuvieron con él. Quizás al final se dispersaron, pero unas semanas y meses después habrían vuelto, al saber de la resurrección. La noticia confirmaba que verdaderamente el Reino había llegado.
———————
Uno se pregunta, ¿cómo llegamos de ahí al momento en que se asume que el cristiano laico es una versión aguada de la vida consagrada? Ni en los evangelios, ni en los primeros siglos del cristianismo encontramos esto de que hay que someterse a la voluntad de un director espiritual, observar ayunos y abstinencias, hacer ejercicios espirituales periódicamente y así sucesivamente. Esto es algo así como el capítulo de faltas de los monjes celtas irlandeses que con el paso del tiempo se convirtió en el sacramento de la confesión.
Lo que originalmente fue un estilo de vida voluntario se convirtió en la norma de lo que constituye un cristiano de primera clase, un sacerdote «de verdad». Los que no son así, son entonces cristianos de segunda clase, impedidos por sus debilidades de llegar a un rango superior de santidad. Esa fue la idea y sigue siendo la idea de muchos.
Está la preocupación del papa Juan Pablo II, que lo llevó a comentar sobre los anglicanos, en el sentido de cómo perdieron el sentido de espiritualidad y defensa de la moral de conducta cristiana con el paso del tiempo. Es la misma preocupación que tienen los tradicionalistas de todos los colores, que deploran lo que trajo el Concilio Vaticano II. A mi entender es lo que propaga la estación EWTN por diversos medios.
Una razón para esta situación puede haber sido la siguiente, pienso.
Durante los primeros doscientos años de su existencia, los cristianos vivieron su fe en pequeñas comunidades. Entonces, a comienzos del siglo 4º cesaron las persecuciones y para los efectos el cristianismo «triunfó». Ahí las cosas cambiaron y el cristianismo comenzó a ser una religión de masas con necesidad de tomar decisiones políticas.
El emperador Constantino se convirtió al cristianismo y quizás de la mejor buena fe comenzó a donarle a la Iglesia como institución. Le donó terrenos y edificios y mandó a elaborar vasos sagrados y otros tesoros para el culto.
Lo que originalmente fue un estilo de vida voluntario se convirtió en la norma de lo que constituye un cristiano de primera clase, un sacerdote «de verdad». Los que no son así, son entonces cristianos de segunda clase, impedidos por sus debilidades de llegar a un rango superior de santidad. Esa fue la idea y sigue siendo la idea de muchos.
Está la preocupación del papa Juan Pablo II, que lo llevó a comentar sobre los anglicanos, en el sentido de cómo perdieron el sentido de espiritualidad y defensa de la moral de conducta cristiana con el paso del tiempo. Es la misma preocupación que tienen los tradicionalistas de todos los colores, que deploran lo que trajo el Concilio Vaticano II. A mi entender es lo que propaga la estación EWTN por diversos medios.
Una razón para esta situación puede haber sido la siguiente, pienso.
Durante los primeros doscientos años de su existencia, los cristianos vivieron su fe en pequeñas comunidades. Entonces, a comienzos del siglo 4º cesaron las persecuciones y para los efectos el cristianismo «triunfó». Ahí las cosas cambiaron y el cristianismo comenzó a ser una religión de masas con necesidad de tomar decisiones políticas.
El emperador Constantino se convirtió al cristianismo y quizás de la mejor buena fe comenzó a donarle a la Iglesia como institución. Le donó terrenos y edificios y mandó a elaborar vasos sagrados y otros tesoros para el culto.
Entonces empezó a germinar la idea —conjeturo— de que aquellos cristianos en aquella nueva forma institucional que surgió gracias al favor del emperador no se parecían a lo que hasta entonces se había entendido como un cristiano en las pequeñas comunidades de los primeros tiempos. Esto no sucedió de la noche a la mañana, sino que fue un proceso gradual, que tiene sus raíces últimas en San Antonio el Anacoreta y Pablo el Ermitaño, a finales del siglo 3º. Pero a lo largo del siglo 4º y 5º fue cuajando esta idea, de que el cristiano común andaba muy preocupado con «las cosas de este mundo» y para de veras vivir la fe había que ser una especie de monje, aunque no en la soledad, sino en comunidades de personas dedicadas a vivir su fe intensamente.
Tenemos el caso de San Agustín y de más de un papa, que vivieron en comunidades establecidas por ellos mismos, para formar grupos «monásticos». Buscaban quizás llenar el vacío que dejó la desaparición de las comunidades cristianas de los primeros tiempos. En ese sentido la «liturgia» como rúbricas, como protocolo ceremonial, eliminó gradualmente la fe de la «liturgia» como ejercicio de la fe, vivencia de la fe, en las pequeñas comunidades.
Podemos ver los monasterios como una prótesis para la vivencia natural de la fe en comunidad.
Con luteranos y calvinistas hubo un intento de doscientos años por restaurar aquel sentido original de la fe. Quizás si no hubiese habido la ruptura con Roma, quién sabe si hubiera habido éxito. Pero eso es especular. Agua pasada no mueve molino.
El lector puede seguir hilvanando este pensamiento, al que he apuntado en otros de mis ensayos.
También, el lector puede consultar mis apuntes de 2016 para este domingo.
Comentarios