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Pentecostés -- 2019


En el evangelio de San Juan 3,8 Jesús le dice a Nicodemo: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu.»
El Espíritu de Dios se posa sobre cualquiera. No se puede anticipar cómo soplará el viento; tampoco se puede entender cómo actúa el Espíritu de Dios. 
Esto es algo desazonador para los administradores ansiosos de mantener un control total desde las oficinas centrales. Así, antes del Concilio Vaticano II cada gesto del sacerdote durante la misa, cada palabra, cada detalle de las vestimentas, estaba rígidamente establecido. El ritual recordaba los encantamientos. Si te equivocabas en algún detalle, como en las recetas de cocina, se echaba a perder la ceremonia, el resultado. Si no decías las palabras exactas, no se daba el milagro.
En 1965 Ponce tuvo su segundo obispo puertorriqueño, algo nuevo para aquel entonces. Pero Monseñor Fremiot Torres Oliver no resultó como algunos esperaban. Confundió la liturgia con las rúbricas, o el protocolo de las ceremonias.  Se entiende, si uno recuerda que hasta entonces no conocía otro mundo que el de la iglesia franquista, además del hecho que era abogado canónico de profesión. El resto de su vida se dedicó a ejercer su autoridad, no como un ministerio pastoral, sino como un fiscalización constante de lo que hacían sus curas.
Así, estaba pendiente de la ropa que se ponían cuando salían a la calle, si en sotana o en lo que llaman el clergyman que por entonces todavía se identificaba con los pastores protestantes. Tal parecía que simpatizaba con Monseñor Marcel Lefebvre, el obispo rebelde y tradicionalista que fundó la Sociedad San Pío X para volver a la época preconciliar. A Monseñor Lefebvre no lo excomulgaron hasta 1988 y fue interesante ver al obispo Ponce adoptando sus ideas, al menos antes de esa fecha. Trajo a la diócesis un grupo de sacerdotes dedicados a ser más jesuitas que los mismos jesuitas. Es decir, que entendían que los auténticos jesuitas eran «los de antes».
En la renovación litúrgica posconciliar se descartó el  uso del amito, el manípulo, las velas hechas con cera de abejas y otros requisitos para la misa católica. Por otro lado, se prohibió el uso de velas eléctricas, cosa que en Puerto Rico no se le hizo caso. Aquí se continuó el uso de velas electrónicas, hasta para el velón del Santísimo. Se confundía el aggiornamento del buen papa Juan XXIII con «la modernización» de la iglesia. Pero como la iglesia romana siempre estuvo en contra de la modernidad, muchos en el mundo hispano se sintieron bastante incómodos. Las velas electrónicas era una manera de decir que estaban al día.
Entre tanto hubo una ocasión de una misa con el clero de la diócesis en que Monseñor Fremiot detuvo todo en la misma sacristía, cuando se estaban revistiendo. Mandó a que todos los sacerdotes se pusieran un amito. Esto provocó un corre-corre, al ir todos a buscar algún amito. 
Según me comentó un amigo seminarista, en el seminario de Ponce llegaron al ridículo de dar una clase para enseñar a ir al baño con la sotana puesta. El modelo, claro está, era el de aquellos seminarios franquistas en que jugaban futbol en sotana. 
En Estados Unidos hubo una crisis análoga con los cambios litúrgicos, en términos de vestimentas, rúbricas, detalles de las ceremonias. Es que el catolicismo estadounidense dependía de las olas migratorias de irlandeses, italianos, y tantos otros grupos minoritarios que eran católicos, como polacos y húngaros. Quitarle los detalles tradicionales era como quitarles parte de su identidad cultural.
Al «modernizar» la liturgia según los criterios del Concilio Vaticano II, quedaron descartados ciertos elementos que integraban aquella visión romántica como los rezos en latín y el canto gregoriano. Los mayores se sintieron decepcionados y los más jóvenes se sintieron entusiasmados, pero desorientados. El error estuvo ahí, derivado de la ignorancia: no era asunto de querer «modernizar», sino de volver a la autenticidad de las raíces del cristianismo. No era asunto de abandonar los detalles exteriores, sino de quitar el barniz de los siglos para llegar de nuevo al sentido original de la fe.
El liderato de la iglesia en Estados Unidos y en los países hispanos no estaba preparado, no tenía la formación necesaria, como para estar a la altura del reto. La literatura teológica que preparó el camino al Concilio fue toda en francés, alemán, holandés. No hubo un teólogo hispano que pudiese estar al tanto de eso. No lo hubiesen dejado. En España y el mundo hispano el clero pensaba como si estuviesen todavía en época de las guerras carlistas, con la necesidad de denunciar gente como el general Riego y la masonería librepensadora. 
En cierto modo siguen en las mismas. Nótese que institutos seculares —una pretendida innovación del Concilio— son más clericales que los mismos religiosos tradicionales. Una profesora amiga, de excelentes credenciales académicas, una vez se lamentó en mi presencia de cómo sus familiares en un grupo de esos se los llevaban a retiros como si fueran clérigos. Los hacían abandonar sus familias y los ponían a pensar como seminaristas con vocación al celibato, como monjes con vocación contemplativa, al menos durante el tiempo del retiro. Y, claro, les machacaban —de seguro todavía lo hacen— aquello de la santa obediencia, la obediencia ciega.
Se puede decir que el Espíritu Santo no compagina con la rigidez de la disciplina. El Espíritu sopla a donde quiere. Dios no está obligado a complacernos, ni a pensar como nosotros, con nuestros criterios. Por eso es que siempre habrá un conflicto entre los místicos y las autoridades eclesiásticas. Pasa lo mismo con los teólogos inspirados.
Es algo feliz, esto, como la feliz culpa de Adán y Eva. Si se le diera paso libre a los que sólo piensan en el control y la disciplina, bien estaríamos. Terminaríamos en el farisaísmo, como terminan tantos cristianos todavía hoy día.
Es cierto que algunas inspiraciones pueden venir del Espíritu de Dios y otras de nuestra propia fantasía. La imaginación es la loca de la casa, por eso hay que imponerle disciplina. «Si echas a un lado la ley —supuestamente dijo Tomás Moro una vez— con qué te vas a enfrentar al diablo cuando te ataque». La ley, como la razón, es el invento nuestro para domesticar nuestra espontaneidad. 
Pero… ¿Le vamos a poner trabas al Espíritu Santo? Muchas veces ha sido así, a través de la historia de los conflictos entre autoridad y misticismos. No es fácil distinguir entre lo que viene de Dios y lo que viene de nuestras imaginaciones, sin traer al diablo a colación. 
En los años inmediatamente después del Concilio Vaticano II, a fuerza de pensar que «todo cambiaría y nada cambiaría», de que sólo se trataba de una «modernización» se levantaron muchas ronchas entre los que estaban enamorados de las viejas formas, las tradicionales. Y no es que no tenían razón. Hubo todo tipo de inventos e improvisaciones. Pero aquello no fue por irresponsabilidad, sino por ignorancia bien intencionada. Claro, eso también fue el soplo del Espíritu.
Ante la merma de feligreses en 1977 el papa Juan Pablo II decidió enfatizar las devociones populares, es lo que verbalizó en su viaje a México por entonces. Me imagino que el razonamiento era: el campesino de la calle no sabe de teología, pero sí practica las devociones populares. Sólo que esa fue la solución de la Contrarreforma, cuando la gente asistía a misa sin una idea de qué pasaba allí y entonces se ponían a recitar rosarios y novenas por su cuenta. Pensar así era no tener idea de lo que se quiso adelantar en el Concilio Vaticano II. Y, también, era una solución para las sociedades agrícolas, unas sociedades en vías de extinción. Hoy día resurge la agricultura orgánica, pero el contexto cultural de las sociedades agrícolas es otro.
El papa parece que pensó también en términos políticos. Venía de la pesadilla de Polonia bajo los nazis y luego los comunistas. Así, pensó quizás que en Nicaragua, como en Polonia, la fe popular sería muy fuerte, como para neutralizar el atractivo del comunismo. Para él, como para muchos otros, el comunismo es la encarnación del laicismo, de la sociedad sin Dios. Es lo que parece que sucedió con los nazis de Alemania: si Dios no cuenta, todo está permitido.
El error de ese análisis radica en lo siguiente. Los horrores de la vida bajo los nazis eran los mismos que los de la vida bajo el comunismo soviético. Pero eran el resultado de, precisamente, vivir bajo un régimen totalitario e ideológico. Al igual que en la España de Franco, los equivocados no contaban y además, eran enemigos naturales del estado. El error no puede tener derechos. En otras palabras, el papa Juan Pablo II no captó que el mal del comunismo soviético es el mismo del Vaticano y eso no tiene que ver con el laicismo.
El hecho es que Dios tenía otras ideas. Como sucedió con el pueblo de Israel, abandonó a su pueblo para que se prostituyera con los ídolos y cayera en todo tipo de abominaciones. Un ser despreciable como el cura Marcel Masiel –que para nuestra vergüenza era mexicano– llegó a los más altos círculos de poder en el Vaticano. Luego se dio el escándalo causado –otra vez, para vergüenza nuestra– por los latinoamericanos en la Curia. El papa se babeaba en público y otros hablaban y decidían a nombre de él. 
Huelga decir que papa Francisco ha llegado como un soplo del Espíritu. 
Hay una anécdota curiosa de los tiempos de Stalin. Como Rusia y Alemania firmaron un pacto en 1939 el partido comunista de Estados Unidos recibió órdenes de promover por todos los medios que los norteamericanos se mantuviesen neutrales y no ayudasen a Inglaterra que prácticamente estaba vencida. 
A finales de 1941 estaban los comunistas estadounidenses apoyando una manifestación masiva a favor del pacifismo (en ese momento no era un delito de ley ser comunista), cuando en medio de la actividad, se desaparecieron todos y brillaron por su ausencia. Así lo reportaron los encubiertos del FBI infiltrados allí. Más tarde entendieron el misterio. Es que había llegado la noticia de que Alemania había invadido a Rusia y había llegado la contraorden: había que buscar que Estados Unidos entrara en la guerra. 
De la misma manera más de un católico romano de repente está cambiando en sus expresiones, a tono con el nuevo papado. Pero también muchos van reconociendo que la religiosidad, la fe, no es asunto de vestimentas y liturgias vistosas. El hábito no hace al monje. Todavía nos cuenta asimilar esa lección.
¿Cómo distinguir si una innovación en la Iglesia –sean romanos, ortodoxos orientales, anglicanos, luteranos, bautistas y evangélicos– viene de la acción del Espíritu Santo? Es algo sencillo: baste recordar a San Pablo en la epístola a los Gálatas. 
«Porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros.» (5,13)
«…las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios. En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley.… Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu. No busquemos la gloria vana provocándonos los unos a los otros y envidiándonos mutuamente.» (5,19–26)







En el 2011 puse unos apuntes a propósito de Pentecostés, sobre el bautismo del Espíritu.

En el 2014 puse unos apuntes asociados a este día, sobre los aciertos y desaciertos litúrgicos en nuestros días. Puede que las cosas hayan cambiado, porque el celebrante a quien me refiero en esos apuntes probablemente ya murió.

En el 2016 puse unos apuntes más sistemáticos sobre las lecturas de la solemnidad de Pentecostés. 

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